Image: Una habitación con vistas

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Cine

Una habitación con vistas

Emociones sutiles, por Álvaro Pombo

22 enero, 2004 01:00

Helena Bonham-Carter y Julian Sands en Una habitación con vistas

Una habitación con vistas -próxima entrega de la Filmoteca de El Cultural del jueves 29 de enero y dirigida por James Ivory - es, para el escritor álvaro Pombo "una historia de amor circular, es decir, un cuento de amor". En el cuaderno de 16 páginas que acompaña al DVD, también escriben Jorge Berlanga y el cineasta Salvador García Ruiz.

¿Por dónde he de empezar? ¿He de empezar por Daniel Day-Lewis, a quien he contemplado también en The Boxer, siendo un ex-terrorista o colaborador del IRA que vuelve perpetuamente enamorado de la misma mujer, al mismo pueblo, donde el mismo odio entre irlandeses e ingleses se perpetúa de generación en generación? ¿O he de empezar por el Daniel Day-Lewis de La edad de la inocencia, esa increíblemente desgarradora obra literaria y película? ¿O he de empezar por Judi Dench, la novelista de Una habitación con vistas, que es también en mi memoria Queen Victoria Regina et Emperatrix y también Elisabeth I, la brutal y perfecta reina virgen? ¿Por dónde he de empezar y de acabar? ¿He de acabar quizá por Maggie Smith y aquella su inolvidable versión de aquel The prime of Miss Jean Brodie? Porque, naturalmente, todas las interpretaciones de una gran actriz y todos los escritos de un gran escritor, en un instante dado se suman de tal suerte que la totalidad es siempre mayor que la suma de sus partes. Aún no he empezado a redactar este artículo y ya noto, y me pesa profundamente, todo lo que me falta por decir de Una habitación con vistas y no podré decir: no por falta -modestia aparte- de talento, sino porque las películas de James Ivory -como también en gran medida los relatos de E. M. Forster-, funcionan en términos de sugerencias y de implicitudes. Y esta clase de emociones sutiles, narrativas, se dejan reducir mal a una exposición abreviada y crítica como tiene que ser esta mía de ahora.

Una habitación con vistas es una historia de amor circular: es decir, un cuento de amor. A diferencia de las novelas de amor, los cuentos de amor cierran un circuito completo, de tal manera que acaban donde empiezan o empiezan donde acaban. No sólo los protagonistas, Lucy y George se conocen en Florencia y gracias a que George y su padre ceden a Lucy y su tía (Maggie Smith) la habitación con vistas entablan una relación que se adivina amorosa, sino que al final regresarán a la misma habitación del mismo hotel de Florencia después de toda una peripecia, de haberse separado mucho, confundido mucho, mentido mucho (sobre todo Lucy, porque George se mantiene siempre en la verdad: es una suposición invariable de E. M. Forster que los hombres son más verdaderos y menos convencionales que las mujeres, más naturales, por lo tanto) y acabar allí, en la habitación con vistas, abrazados y casados.

Esta estructura circular del "se casaron y vivieron felices y comieron perdices", es más acusada en Una habitación con vistas que por ejemplo en Howard’s End, también de Forster y también de Ivory. Y por supuesto mucho más que en la gran novela de Forster (y película de Lean) A Passage to India. Es curioso que, contra todo pronóstico, el otro final feliz de Forster que participa de esta misma calidad circular de cuento y de esa misma improbabilidad sea Maurice. Al final de Maurice, Maurice y el jardinero cachas desaparecen caminando hacia el ocaso o hacia el amanecer -no recuerdo bien-. Y los ojos de todos los gays del mundo se llenan de lágrimas. Todos nos alegramos de que los amantes también se amen, y también aquí, en esta película. Incluso en esta película hay el posible feliz final complementario que envuelve en una misma partida de tenis a Daniel Day Lewis y al hermano de Lucy -un chico admirable-. No había nada en este mundo tan delicioso para la imaginación erótica de Forster como esa sugestión final de un erótico aunque discretísimo partido de tenis perpetuo entre un chico guapo cachas y nuestro admirable Daniel Day-Lewis. He aquí que este punto de vista colateral (que diría George W. Bush) acerca de la suerte del antiguo prometido de Lucy y el hermano de ésta, no es del gusto de todos los autores.

Se me dirá que no está dicho en la película ni en el libro, y reconozco que no está dicho. No está explicitado, pero sí sugerido por el extraordinario tratamiento de Cecil en la interpretación de Daniel Day-Lewis. Hace una interpretación tan de lechugino amaneradete, apasionado lector que detesta los deportes y que, como se dice en la película, no es capaz de ninguna intimidad con una mujer, a quienes no sabe cómo tratar. Esa es la gran ventaja de los chicos guapos, que no tienen intimidad, no tienen corazón: a diferencia de las chicas guapas, que son en ocasiones dulces. Todos los chicos guapos son brutos y más propensos a la res extensa que a la res cogitans. Por eso les encantan los deportes. Pero esto no es un excursus: me parece pertinente para justificar el extraordinariamente frío cortejo de Cecil: frente al estrepitoso beso de George y Lucy en la campiña florentina entre los radiantes campos de trigo, pintarrajeados de bellas y efímeras amapolas, y luego en el jardín inglés, Cecil es siempre prim and proper: formal, puritano, excesivamente cortés y educado: toda la novela de Forster, toda la película de Ivory gira en torno a esta contraposición entre lo educado, convencional, desapasionado, y lo ineducado, no convencional y apasionado: costumbre frente a naturaleza.

Una de las preguntas que Cecil hace a Lucy es "¿Yo nunca te he besado, verdad?" y al inclinarse a besarla se le caen los quevedos, que son un elemento importante, un hallazgo interpretativo, porque interponen un elemento artificial entre rostro y rostro. Las gafas, con sus firmes agarraderos de las patillas alrededor de las orejas, se funden con la cara: uno puede incluso hacer el amor con gafas puestas, pero no con monóculo o con quevedos. (Siempre y cuando, quiero decir, se haya sido gafoso desde la primera adolescencia, como yo mismo). Esta contraposición entre naturaleza no civilizada, pura, verdadera, y la costumbre civilizada y falsa, es en el fondo muy nietzscheana y está presente hasta el aburrimiento en un autor como D. H. Lawrence. Lo encontramos hasta la saciedad en El amante de Lady Chatterley. Maurice, como se recordará, es la versión gay de Lady Chatterley’s lover.

Una de las escenas más bellas plásticamente de Una habitación con vistas es el baño de los chicos: no sólo por la admirable representación de la delicia de bañarse en un día caluroso, sino sobre todo por la aparición de Cecil -más redicho y peripuesto que nunca- y Lucy y la madre de Lucy. Creo que es interesante observar que uno de los elementos más fascinantemente costumbristas y eróticos de la película es la variedad de juegos y deportes insertos en los distintos paisajes: constantemente juegan al tenis, bailan por el descansillo de la escalera, la música, la apertura de las vistas de Florencia, los guapos italianos besando a rubias novietas de apariencia inglesa en el carruaje. Naturalmente los trajes de época -una época particularmente agraciada en la moda tanto femenina: sombreros, corpiños y faldas largas, como masculina. Nuestra época actual ha heredado de los Beatles y del 68 la cochambrosidad de los vestuarios. Naturalmente entre ir siempre vestido de boda, como Aznar y sus adláteres, e ir semicarcelario, como iba yo por Londres hacia el 68, hay un término medio. Los años veinte fueron deliciosos en esto, y también este periodo de principios de siglo que tan admirablemente retrata James Ivory. Naturalmente en cualquier película inglesa de época y especialmente en las de Ivory, hay que subrayar mucho las magníficas interpretaciones no sólo de los actores y actrices principales sino también de los secundarios: me temo que no somos capaces de hacer nada parecido en España.

Nuestras películas de época, por ejemplo Arroz y Tartana recientemente, están demasiado ligadas a lo teatral y las ropas parecen recién sacadas de Cornejo, aunque supongo que no lo son. Sin duda, nosotros tenemos nuestra propia estética y virtudes narrativas, tanto en la literatura como en el cine, pero rara vez tenemos el don de la naturalidad: sólo que yo recuerde, en ocasiones, en películas como El Bola o en las de Amenábar, pero nunca en las películas de época. Quizá porque nuestra gran época fue el siglo de oro, y es imposible pensar en un teatro del siglo de oro natural. Nuestro imperio estaba muy apolillado y al borde de la ropavejería en el XIX, mientras que los británicos estaban en pleno apogeo. Según perdíamos poder, nos volvíamos artificiales, engolados y retóricos. Los ingleses en cambio se volvían naturales porque eran dueños de sí mismos y del mundo. El ingenio verbal brilla siempre por su ausencia en las representaciones españolas del XIX. Los españoles no sabemos merendar ni almorzar con naturalidad ni en el cine ni en el teatro. En este sentido, las películas de James Ivory son un prodigio narrativo.

En resumidas cuentas, Una habitación con vistas es una admirablemente realizada película y una muy buena versión de la novela de Forster, pero yo creo que no contiene ninguna enseñanza importante o seria, excepto ésta de la contraposición entre la naturaleza y las costumbres o convenciones. Lo bueno no son las tesis enunciadas sino el modo de enunciar cualquier cosa enunciada, desde un beso, a un campo de trigo o al Campanille.