Víctor Erice y los fantasmas de lo imaginario
En el aniversario de 'El espíritu de la colmena' (1973), de Víctor Erice, el crítico Carlos F. Heredero rinde homenaje a una película que muestra la naturaleza profunda del cine
22 enero, 2004 01:00Al reflexionar sobre la génesis del cinematógrafo, en relación con las corrientes culturales, los anhelos humanos y el pensamiento filosófico que subyacen a las expresiones primitivas del precinema, camino del invento decisivo de los hermanos Lumière, Noël Burch apunta que el cine será percibido universalmente como el resultado de una larga búsqueda de lo absoluto en pos del “gran sueño frankensteiniano del siglo XIX: la recreación de la vida y el triunfo simbólico sobre la muerte”.
Consciente o no de que la naturaleza del cine abriga en lo más profundo de su ser aquella pulsión, Víctor Erice filma con su primer largometraje -cuya génesis está inspirada por el mito de Frankenstein- la aventura iniciática de una niña cuya mirada indagadora convoca al fantasma que para ella se materializa, primero, con la aparición del guerrillero en el interior del refugio abandonado y, después, mediante el encuentro con el espíritu a la orilla del lago. Tan poderosa como su imaginación, la creencia de Ana en la realidad del mito va más allá de la existencia y de la muerte, de ahí que la captura posterior del maqui no la impida descubrir a su propio monstruo y enfrentarse, finalmente, a la imagen de éste con los ojos cerrados.
Con la aparición de ‘El espíritu de la colmena’ el cine español empieza a ajustar cuentas no sólo con la memoria histórica sino con las pautas de una modernidad que llegaba con retraso
La vivencia infantil de Víctor Erice, la memoria biográfica de su determinante coguionista (Ángel Fernández-Santos), la película de James Whale y el eco germinativo de la leyenda resuenan sobre un encuentro mágico que desafía a la realidad y a la muerte desde la mirada de Ana. La aventura excitante del conocimiento, la naturaleza profunda del cine y el sentido del mito convergen así, dentro de El espíritu de la colmena, en ese gran sueño del que habla Noël Burch en su imprescindible ensayo (El tragaluz del infinito), como si las reflexiones de éste sobre la aurora del cinematógrafo se encarnaran en el hermoso poema fílmico de Erice.
Indagación lírica en las entrañas de un tiempo amordazado, atrapado entre la desolación y la derrota, y exploración a la vez de los paisajes interiores del mito (organizada sobre imágenes primordiales, desligadas de toda servidumbre explicativa o psicologista), la narración arranca de una mirada infantil capturada por unas imágenes primitivas. Y su itinerario nos propone, simultáneamente, la inmersión en el sueño para escapar del mundo real, el triunfo del imaginario sobre una realidad devastada, que no es otra sino la de aquella dolorosa posguerra española que sume en el silencio emocional y en el exilio interior a los habitantes de la colmena.
Era la primera vez, en la historia de nuestro cine, que un guerrillero, un maqui, aparecía contemplado desde la óptica de los perdedores y con una mirada solidaria. Faltaban un par de años aún para que la figura del combatiente antifranquista conquistara finalmente la palabra de la que aquí carece, todavía, ese personaje episódico -pero de tanta significación- que irrumpe en la vida de Ana como trasunto terrenal del fantasma que, en ese momento, se corporiza para ella y también para una cinematografía que, con la aparición de El espíritu de la colmena, empieza a ajustar cuentas no sólo con la memoria histórica secuestrada por el franquismo (corría la fecha de 1973 y el dictador no se había muerto aún), sino también con las pautas de una modernidad cinematográfica que llegaba a España con retraso.
La borrosa frontera que delimita la ficción y la realidad en la mentalidad de una niña de seis años sirve aquí como cauce para la aventura indagadora que emprenden, al mismo tiempo, la protagonista de la historia y el cineasta que la pone en imágenes. En su transcurso, Ana describe un camino en el que conviven los fantasmas de su imaginario y los espectros de la realidad, sepultados bajo el peso del silencio impuesto o perseguidos por la fuerza de los vencedores. En su filmación, Víctor Erice hace del rodaje una experiencia de conocimiento, un trance de revelación laica que le permite provocar y encontrar a la vez decisivas vivencias existenciales conjugadas con los acordes simultáneos de la ficción y del documental.
Víctor Erice hace del rodaje una experiencia de conocimiento, un trance de revelación laica que le permite provocar y encontrar a la vez decisivas vivencias
De ahí que el cineasta haya declarado, sin ambages, que dentro de esta película se encuentra “lo mejor que he filmado jamás”. Alude con ello a esos planos que recogen la expresión asombrada de Ana (personaje) cuando es la propia Ana Torrent (actriz) quien descubre por primera vez en su vida, en tiempo real, las imágenes en las que el monstruo entrega una flor a la niña en el borde del lago. Una mirada transida de emoción que testimonia y apresa, en la textura del celuloide, un momento irrepetible. Un momento fugaz capturado por el operador Luis Cuadrado con la cámara en la mano, mientras el Frankenstein de James Whale se proyectaba, en ese mismo momento, frente a los sorprendidos ojos de la niña. Es una imagen filmada con técnicas propias del cine documental, pero inserta de lleno en un discurso de ficción concebido y filmado con una acusada voluntad de estilo. La vibración (física y emocional, inmediata) de la experiencia biográfica nacida del momento real y la estilización (visual y dramática, construida) propia de las formas de la ficción se alimentan y se fertilizan mutuamente -en fructífera armonía- dentro de esa secuencia que engendra lo más palpitante, y quizás también lo más representativo, del itinerario emocional y fílmico trazado por El espíritu de la colmena.
Se entra así en un apasionante juego de luces y sombras, de sensaciones y fantasmagorías, que crean la ilusión de un mundo vivo y en movimiento allí donde sólo existe quietud y simulacro. La dolorosa y callada supervivencia frente a la derrota convive con la excitación de un imaginario que provoca la irrupción de lo fantástico en los cauces de lo real, que rompe con los estrechos márgenes de la existencia diaria de su protagonista y que lleva, hasta sus últimas consecuencias, el proceso de conocimiento. Un proceso conformado por un mosaico de imágenes que expresan o traducen estados de ánimo, filmadas siempre desde la inquietud por capturar el latido del tiempo. Imágenes bañadas por la decisiva luz ambarina (gran conquista de Luis Cuadrado) que impregna las recurrentes vidrieras con forma de celdilla, recurrente metáfora visual del silencioso exilio interior que conforma la existencia de los personajes.
El cine, en definitiva, como exorcismo para materializar la ausencia y la ficción como sustituto de la realidad dentro de un hermoso poema que conserva, todavía hoy, esa indescifrable capacidad para volver a integrar, en cada nuevo visionado, la disociación propia de las sociedades contemporáneas entre la Historia y la poesía, entre la realidad y el sueño.
Un Frankenstein casero
- La película se rodó en el modesto pueblecito segoviano de Hoyuelos, habitado por 230 vecinos cuando llegó allí, en 1973, el equipo de filmación. El viejo palacete en cuyo interior vive la familia de la protagonista era propiedad de los marqueses de Lozoya.
- Ana Torrent fue descubierta por Víctor Erice en el mismo colegio donde estudiaba, y nunca antes se había puesto delante de una cámara.
- “Como no teníamos dinero para hacer una gran producción, tuvimos que rodar un "Frankenstein casero"...”, dijo Erice.
-Teresa Gimpera ha contado que Víctor Erice les decía que “no debían pensar en nada” mientras estaban interpretando.
-“Durante el rodaje del film, nadie del equipo técnico entendía el sentido del guión”, ha confesado el coguionista Ángel Fernández-Santos.
-Algunas de las imágenes de la película siguen fielmente los dibujos que realizó ángel Fernández-Santos durante el proceso de escritura.
-La proyección de la película en San Sebastián generó el entusiasmo de la crítica, pero también un notable desconcierto entre muchos de sus espectadores. Varias personas se acercaron al productor (Elías Querejeta) para darle el pésame por el futuro del filme, y únicamente una para decirle que “sólo por hacer películas así, merece la pena trabajar en esta profesión”. Fue Concha Velasco.
-Es la primera película española que ganó la Concha de Oro en San Sebastián, pero -según su productor- el galardón fue abucheado por una parte del público.
-La película ha recaudado en taquilla más de tres veces el coste de su producción y se convirtió en un título de culto en muchos países. Está considerada como una de las dos o tres mejores películas españolas de toda la historia.