El mercader de Venecia
Director: Michael Radford
22 septiembre, 2005 02:00Al Pacino es Shylock en El mercader de Venecia
A Shakespeare es difícil enmendarle la plana. Al mejor guionista de la historia del cine sólo se le puede adaptar desde el respeto a la letra (Romeo y Julieta de Zeffirelli) o desde la transgresión más absoluta (Baz Luhrmann). únicamente un cineasta pudo combinar ambas aproximaciones sin pillarse los dedos, y fue un genio, Orson Welles, que siempre recurrió al bardo de Strattford para reflejarse en él como artista irrepetible, hurgando en las profundidades de su obra como quien escarba en sus cicatrices mientras esboza una sonrisa de complicidad. No es éste el caso de Michael Radford, director rutinario que no obstante ha dado lo mejor de sí mismo cuando se ha relacionado, de un modo u otro, con los abismos de la literatura: o como adaptador (en la algo fría 1984) o como hacedor de tributos para todos los públicos (la celebrada y sensiblera El cartero y Pablo Neruda). Cabía la posibilidad, por tanto, de que su versión de El mercader de Venecia fuera una pasteurización de la ambiciosa obra de Shakespeare, algo así como un episodio de esos viejos Grandes relatos que amenizaban con pulcritud las noches de nuestra transición televisiva.Pues no. Radford, que también figura como guionista adaptador, demuestra que conoce la obra al dedillo y al mismo tiempo es consciente de sus limitaciones como realizador. Venera el texto y se doblega ante él como un vasallo que lo hubiera leído miles de veces, sabiendo qué páginas saltarse para beneficiarse de sus atractivos cinemáticos. Se rodea de un lujoso diseño de producción, cuida la luz contrastada de sus claroscuros y se entrega a sus actores. Shakespeare es, siempre, un festival para el actor, en el buen y el mal sentido de la palabra, porque pone en bandeja de plata un material de partida intenso, más grande que la vida, que puede hacer decantar la balanza hacia la contención o hacia la sobreactuación. Así las cosas, el Shylock de Al Pacino es más que una lección interpretativa: obsesionado por Shakespeare -véase su interesante experimento como director, Looking for Richard-, Pacino se esfuerza en limar sus excesos para componer -y el verbo es adecuado: todo actor en Shakespeare debe ser musical o no ser- un personaje devorado por su propia mezquindad en un contexto histórico en el que los judíos, empujados por la hostilidad que despertaban en la sociedad de la época, eran los apestados, los marginados, los "malos" de la película. Pacino, apoyado por Radford, ha explicado el antisemitismo de la obra desde la humanidad que oculta el comportamiento de Shylock. Ahora no es sólo un ser moralmente deforme sino un ser moralmente herido, con un Pacino tocado por la varita mágica del gesto acertado y el pentámetro yámbico carcomido por el rencor. A él se abrazan un Jeremy Irons por fin recuperado -qué pena que haya perdido tanto el tiempo en los últimos años- y un Joseph Fiennes lejos del fantasma de Shakespeare enamorado.
Por lo demás, tampoco hay sorpresas. Ni falta que nos hace: sabemos qué ocurrirá con el cuarto de libra de carne que reclama el avaro Shylock, pero aún así nos emocionamos pensando que es la primera vez que vemos la obra. No es fácil mantener esa magia, y Radford lo ha hecho desde la modestia. Si Shakespeare fuera un helado, sería de aquellos que se derrite enseguida, diluyéndose entre las manos como una piedra que se hunde en la arena. Radford ha conseguido mantenerlo frío para que lo disfrutemos hasta el final. Tal vez sí, demasiado frío, académico, funcional, pero ¿a quién le amarga un dulce cuando es tan dulce?