La fábula no deja lugar a dudas: en el implacable mundo de los altos ejecutivos, de la deslocalización empresarial, de la lucha sin cuartel por un puesto en la dirección, de la publicidad que incita al consumo de lujo y del entramado familiar que amenaza con desmoronarse cuando el estatus económico entra en crisis, sólo los depredadores pueden abrirse paso. Sólo quien está dispuesto a llevar hasta sus últimas consecuencias la lógica del sistema puede triunfar en esta Arcadia feliz donde el crimen ya no es privativo de psicópatas asesinos, sino instrumento natural de un honrado padre de familia.

El apólogo moral toma aquí la forma de un cuento amoral. Esta puede ser la historia de un serial killer en los tiempos modernos de la globalización, de un nuevo Monsieur Verdoux con rostro de ciudadano medio cincelado por un sosias de Jack Lemmon, o bien, una versión contemporánea de una pesadilla futurista que puede estar a la vuelta de la esquina. El héroe de Chaplin mataba para mantener a su esposa, no para vivir rodeado de lujo. El personaje de Donald Westlaker (autor de la novela original) y de Costa-Gavras mata para poder competir en la selva de un sistema que devora sin cesar a sus propios hijos y para seguir siendo un ciudadano respetable.

Las pinceladas de humor negro y las paradojas más crueles conviven dentro de un relato en clave realista mantenido con pulso desigual, donde el vuelo de la metáfora se ve lastrado por una puesta en escena prosaica, más preocupada por la ilustración del guión que por la creación de imágenes. Son las servidumbres más evidentes de este perverso cuento donde los modernos ejecutivos en paro ya no emplean su tiempo en inventarse un trabajo ficcional (según Laurent Cantet), sino en asesinar a sus competidores.