Cine

El sabor de la sandía

Director: Tsai Ming-Liang

24 noviembre, 2005 01:00

Chen Shiang-Chyi en El sabor de la sandía

Intérpretes: Lee Kang-Sheng, Chen Shyang-Chyi, Lu Yi-Ching. Guionista: Tsai Ming-Liang. Estreno: 25 noviembre. 114 min.

Si la cultura china considera el agua como símbolo de caos, las películas de Tsai Ming-Liang, llenas de goteras, son las casas húmedas donde no nos gustaría vivir. Sus personajes, dice, son plantas que necesitan con urgencia agua que las revitalice, que las haga crecer. En El sabor de la sandía, el agua escasea más que en ninguna otra de sus obras, y sólo el fruto del título en español, que ya acariciaba Lee Kang-Sheng en Vive l"Amour, puede resucitar a estos muertos que batallan con un espacio que no entienden, adictos a los pasillos y a los rincones y a los recovecos oscuros donde pueden esconderse de la vida. La sandía es vida, y en su forma más instintiva: es protagonista de la secuencia de arranque de una película que hace una lectura irónica y estimulante del porno, género de lo real que ilustra un sexo crudo y nada metafórico, por oposición a una historia de amor y deseo inacabado entre los dos protagonistas de What Time Is It There?, que se reencuentran varios años después de compartir en el recuerdo relojes y miradas elusivas. El cine de Tsai Ming-Liang, insultantemente inédito en España hasta ahora, siempre está interconectado por la figura de su actor fetiche, su particular Antoine Doinel (el cineasta taiwanés es declarado admirador de Truffaut), y por detalles recurrentes -esos intermedios musicales, que ya interrumpían el solipsista estatismo de la narración de The Hole, tan deudores de una estética kitsch propia de la excelente Los paraguas de Cherburgo como de las rupturas godardianas de Una mujer es una mujer- que evocan el resto de su obra.

Después de la radicalidad metalingöística de la estupenda Goodbye Dragon Inn, El sabor de la sandía no puede ser más fatalista en sus conclusiones sobre lo imposible que resulta comunicarse en el vacío de la sociedad contemporánea. Encerradas en un edificio bajo un silencio autoimpuesto, las criaturas de Ming-Liang buscan un amor que sólo sabe materializarse en la esquiva naturaleza del plano estático, alargado hasta la exasperación, marca registrada de la puesta en escena de un cineasta que, a contracorriente, experimenta con las expectativas del público sin hacer concesiones a su paciencia. Los acercamientos entre los dos protagonistas, que convierten el acto de seducción en una fascinante sucesión de momentos cotidianos (cocinar unos fideos, cazar un cangrejo, fumar un cigarrillo, magrearse entre unas estanterías llenas de cintas porno), son un ejemplo de cómo jugar con el tiempo cinematográfico, obligando al espectador a relacionarse con lo que está viendo de un modo nuevo, limpio, distinto. Y más allá de la distancia, Ming-Liang crea y despierta emoción: así como el único instante de estremecedora calidez en The River, para el que esto suscribe su gran obra maestra, se producía cuando un padre y un hijo se masturbaban mutuamente en el cuarto oscuro de una sauna sin conocer la identidad del otro, El sabor de la sandía termina con una brutal escena de sexo que, ya lejos del retrato doméstico del porno, pone en contacto la presencia de la realidad con la decepción del deseo. La eyaculación coincide con una lágrima, última manifestación líquida de la tristeza de dos personajes que no han sabido quererse en una película magnífica, tan melancólica como provocativa.