Colección hermanos Coen
La Filmoteca de El Cultural reúne sus grandes títulos en DVD
23 marzo, 2006 01:00Los hermanos Coen
La Filmoteca de El Cultural vuelve a los quioscos con una colección de nueve títulos de los hermanos Joel y Ethan Coen. Creadores de atmósferas que han subvertido los géneros tradicionales, ambos han forjado en los últimos veinte años una de las trayectorias más interesantes del cine independiente norteamericano, con una filmografía que se encuentra entre lo más inteligente del cine mundial. El domingo, 26 de marzo, con el diario El Mundo, se podrá adquirir por sólo 7,50 euros las dos primeras entregas, El gran salto y O Brother!. El resto de la colección, hasta completar nueve títulos indispensables, se entregará cada jueves con El Cultural por 7,50 euros cada DVD. Tramas de film noir, donde la violencia y el humor negro adquieren otra dimensión, como Fargo y Muerte entre las flores; comedias ácidas, psicodélicas y surrealistas-Arizona Baby, El gran Lebowski, Crueldad intolerable y El gran salto-, y obras de corte existencial -Barton Fink y El hombre que nunca estuvo allí- forman esta imprescindible colección. El cineasta Mariano Barroso y el crítico Sergi Sánchez desvelan en estas páginas los secretos de la filmografía Coen y Rafael Sañudo, colaborador habitual de los directores, ilustra nuestra portada.
érase una vez dos hermanos cineastas que buscaban a un hombre llamado Roderick Jaynes. Era el montador de una de sus películas favoritas, Beyond Mombassa, dirigida por George Marshall en 1956, aunque éste le despidió por considerar su estilo demasiado "prusiano", condenándole a vivir en el olvido durante casi treinta años. Pero ahí estaban Joel (29 de diciembre de 1954, Minneapolis, Minnesota) y Ethan Coen (21 de septiembre de 1957, nacido en la misma ciudad) para echarle una mano y sacarle del sótano. No crean que les resulto fácil, porque Jaynes puso condiciones para volver al mundo de los vivos: los Coen tenían que comprometerse a no enseñarle el guión de sus películas y a dejarle solo en la sala de montaje. Aunque más de un periodista ha intentado localizarle para que hablara de su estrecha colaboración con la pareja de directores, sobre todo después de que escribiera la introducción a la edición conjunta de los guiones de Barton Fink y Fargo, Roderick Jaynes nunca ha dado la cara. Y es que no existe, es sólo una invención de dos cineastas cómplices y juguetones que editan sus propios filmes. La anécdota no es banal, porque define a la perfección el espíritu de la obra coeniana: por un lado, la preocupación por el lenguaje como trampa, caja de sorpresas y contenedor de mentiras, y por el otro, la ironía, la distancia que, como creadores, establecen entre un texto con multiplicidad de lecturas y referencias y un espectador que, carente de prejuicios, debe ser capaz de jugar a malabares con ellos.
"Nuestros filmes son tremendamente americanos tanto por el marco en el que se desarrollan las historias como por los personajes que las protagonizan", afirman los Coen. "Se basan en la verdadera cultura pop, esa que los europeos se toman tan en serio". Muchos de sus detractores les han criticado precisamente por su adicción a deconstruir el sueño americano a través de un método de trabajo que simplemente lo ridiculiza, que carece por completo de humanidad, como si sus personajes fueran ratas de laboratorio, presas de un experimento en el que la vida está en otra parte. La estética de la desmesura de películas como Arizona Baby o, en menor medida, El gran salto y El gran Lebowski podría confirmar esta teoría, aunque el cine posterior de los Coen se ha ocupado de desmentirla. En su constante investigación de un lenguaje que piense desde el corazón de los géneros, sus criaturas son como palabras en busca de un significado, códigos binarios en busca de un idioma, un universo, un estilo, donde integrarse. De ahí que su destino sea incierto, o les lleve a un lugar en el que preferirían no haber estado nunca, porque sus creadores nunca son complacientes ni indulgentes con esa desorientación.
Es el caso, por ejemplo, de Jerry Lundegaard (William H. Macy) en Fargo, la más rotunda obra maestra de los Coen. Hombre sin atributos que trama un complicado y absurdo secuestro con la ayuda de dos inútiles desaprensivos, Lundegaard es víctima de su propia mezquindad cuando se encuentra con una policía en cinta (Frances McDormand) que combina una curiosidad y una suspicacia impenitentes con un aspecto tan vulnerable como excéntrico. La ecuanimidad de los Coen es más que humana: ambos personajes pueden parecer ridículos, pero también porque en su caricatura, en esta ocasión servida con inquietante austeridad, todos nos reconocemos. El retrato de la América profunda a través de gente que ve pasar sus días entreteniéndose con imágenes de documentales de insectos y conciertos de José Feliciano puede parecer cruel, pero también hay algo conmovedor en esa anestesia nevada, que los Coen conocen a la perfección gracias a su denominación de origen.
Dicen los Coen: "Nos interesa reflejar los valores tradicionales, como la muerte, la vida y la violencia, que son comunes a todos los tiempos". Será verdad, pero ¿por qué sus películas resultan tan rabiosamente contemporáneas? Como estrictos posmodernos que son, dan la vuelta a los géneros como un calcetín, y aunque a veces parezcan respetuosos, incluso miméticos (Muerte entre las flores), siempre están cuestionando las bases teóricas del cine clásico con el fin de revisar su fecha de caducidad. Son cinéfilos empedernidos y educaron su mirada en las matineés de los sábados o en pases televisivos a horas imposibles, allí en la oscura Minnessota. Esas películas secretas, pasadas por el tamiz intelectual de Ethan (estudió filosofía en Princeton y acabó su tesis doctoral sobre Kierkegaard), se han traducido en un análisis pormenorizado, casi entomológico, de los mecanismos formales y narrativos del cine que aman. En ese proceso hay humor, cariño y reflexión: cuando un género pasa por sus manos podemos estar seguros de que cualquiera de nuestras ideas preconcebidas será colocada a la vez entre signos de exclamación e interrogación. Sus películas no son parodias sino ensayos críticos que cuentan con la complicidad del espectador.
Así las cosas, el cine negro se funde con el cine de ciencia-ficción en lo que parece una convencional adaptación de James M. Cain (El hombre que nunca estuvo allí); una comedia bufa se transforma en una cinta de dibujos animados (Arizona Baby); la odisea de un escritor en crisis se convierte en una fábula terroríficamente polanskiana (Barton Fink); una película de Frank Capra se metamorfosea en una película de Preston Sturges con geniales toques de Sam Raimi (El gran salto); un telefilme de sobremesa muta en una negra comedia de costumbres (Fargo); la Odisea homérica se disfraza de visita guiada por la América sureña y empobrecida de los años treinta (O Brother!); y una screwball comedy cambia de ritmo y de rostros para actualizar vagamente su discurso sobre la guerra de sexos (Crueldad intolerable).
Lo bueno de los Coen es que son imprevisibles, y aunque su cine se ha ido adocenando, nunca sabes por dónde te van a salir. De ahí que su futuro sea tan estimulante como incierto: extraterrestres entre dos aguas, las del cine "indie" y las del Hollywood marginal, su creatividad no tiene límites.