Cine

Burroughs vía Cronenberg

Quince años después, llega a nuestras salas "El almuerzo desnudo"

4 enero, 2007 01:00

Peter Weller en El almuerzo desnudo

El almuerzo desnudo de Cronenberg no es una adaptación de la novela de Burroughs, en sentido estricto... Quizá, por eso, sea una de las mejores adaptaciones literarias cinematográficas. En lugar de intentar traducir literalmente las páginas del libro, recrea tanto éstas como elementos de otras obras y de la propia vida del autor. Crea un clima, una atmósfera visual, estética y (a)moral, perfectamente identificados tanto con la médula que recorre la obra burroughsiana, como con la del propio Cronenberg.

Convertir en película El almuerzo desnudo, en el sentido tradicional, era poco menos que imposible. La novela original no es una historia coherente, con una secuencia cronológica concreta. Se trata de uno de los ejemplos más salvajes de la creatividad desbocada y vanguardista de su autor, de su narrativa sin ataduras, experimental y destructiva. Con principio, nudo y desenlace pero, como podrían decir Godard y Greenaway a coro, no necesariamente en ese orden. Una avalancha de imágenes verbales desatadas, episodios satíricos y pornófilos, fragmentos de ciencia ficción y autobiografía, escritura automática y collage. Ante esta especie de palimpsesto de la vanguardia, novela cut-up y antinarración, Cronenberg eligió crear su propia versión del mito Burroughs, construyendo una historia aparentemente coherente, cuyos giros y vericuetos fantasmáticos acaban desorientando al espectador, acercándole peligrosamente al mismo territorio abisal del que procede la antiprosa burroughsiana.

Tocata y fuga
El almuerzo desnudo de Cronenberg es una fantasía, una tocata y fuga cinematográfica, cuyos temas son Burroughs y sus obsesiones... Porque estas son también, en gran medida, las del propio director canadiense. Peter Weller, como William Lee -pseudónimo recurrente de Burroughs-, es un escritor que se ve obligado a trabajar como exterminador de cucarachas -experiencia que narró el autor en Exterminador-, intoxicado por el mismo insecticida que utiliza, mata accidentalmente a su esposa -tal como hiciera Burroughs- y se ve inmerso en una pesadilla conspiranoide, que le lleva a "trabajar" en secreto para el gobierno en un fantástico lugar llamado Interzona, construido a imagen y semejanza del Tánger donde se escribió El almuerzo desnudo. Allí se verá atrapado en una telaraña incomprensible -no hay por qué comprenderla- de engaños, traiciones y perversiones, más allá de lo real: mujeres que esconden un hombre en su interior, literalmente; máquinas de escribir que se transforman en insectos gigantes; brujas africanas, travestismo, alucinación...

Auténtico filme a clé, por el que desfilan trasuntos no sólo de Burroughs y su esposa, sino también de Kerouac y Ginsberg, de Paul y Jane Bowles, El almuerzo desnudo es, sobre todo y ante todo, una confesión. Una fusión y confusión del director con su escritor favorito, a quien evoca, desnuda y suplanta. Por medio de la magia sincrética y simpática del celuloide, Cronenberg infecta a Burroughs -como aquél infectara a Cronenberg mucho tiempo atrás, en los años de Stereo y Crimes of the Future-, se mete en su cerebro. En su mente y su cuerpo. Así, ambos transmiten su fascinante y perversa enfermedad al ojo del espectador que se atreva a mirar: el cine es un virus, como bien podría haber dicho Burroughs. Al menos, el de David Cronenberg.