El año del cine americano
Un momento de Inland empire, de David Lynch
La nueva naturaleza del cine estadounidense, la irrupción de Asia y el rumbo del cine español son algunos de los aspectos que destaca de este año el crítico Carlos F. Heredero.
No resulta nada extraño, por tanto, que estos cuatro títulos hegemonicen las preferencias de la crítica en un año en el que, al menos, también Clint Eastwood (Banderas de nuestros padres, Cartas desde Iwo Jima), Quentin Tarantino (Death Proof), Sofia Coppola (Maria Antonieta), Andrew Dominik (El asesinato de Jesse James…) y Brian de Palma (Redacted) han entregado obras de gran calado. La puesta en cuestión de los viejos modelos, la insidiosa atracción del vacío provocado por los ecos de la catástrofe (el 11-S y sus secuelas), la multiplicación de las pantallas y de los códigos visuales que dan cuenta del mundo visible, unido todo ello a la turbulencia irresistible que crea la revolución digital a caballo de su vanguardia más visionaria son factores que ayudan a comprender la naturaleza de lo que está sucediendo en el cine americano contemporáneo.
En cualquier caso, las grandes aportaciones suyas que nos han llegado este año son cualquier cosa menos convencionales. Obras personalísimas y de una originalidad fuera de lo común (Redacted, Maria Antonieta, El asesinato de Jesse James, Death Proof), revisiones neoclásicas que vampirizan sus modelos para dotarlos de un nuevo espesor y para retorcer su sentido (Banderas de nuestros padres, Cartas desde Iwo Jima, Zodiac, Promesas del Este) o ensayos existenciales y trances digitales habitados por fantasmas (Inland Empire, Last Days) han usurpado con toda arrogancia el lugar que todavía no hace mucho ocupaban los nuevos/viejos rockeros de los años setenta. Y esto, cuando todavía falta por estrenar (no tiene distribución en España) la nueva incursión de Coppola en los márgenes del cine-ensayo: Youth without Youth. En medio de tan apabullante dominio, la poderosa irrupción de Naturaleza muerta (Jia Zhang-ke) oficia como testimonio, casi aislado, del papel que está jugando en la actualidad el cine asiático, por mucho que la mayoría de sus manifestaciones más innovadoras y originales (de Hou Hsiao-hsien a Raya Martin pasando por Tsai Ming-liang, y muchísimos otros) permanezcan a extramuros del ciego y perezoso entramado de la distribución y de la exhibición españolas, impermeable casi siempre a los efluvios de una de las fuentes creativas más estimulantes del momento presente. De la lista se han quedado fuera, no obstante, aportaciones tan singulares como las ofrecidas por Naomi Kawase (El bosque del luto) o Johnny To (Election 2), mientras que el grueso de la producción nacida en oriente sigue siendo la gran desconocida de nuestras carteleras. La postergación del cine europeo, a pesar de brotes tan hermosos como los que han ofrecido Eric Rohmer (El romance de Astrea y Celadon), Pascale Ferran (Lady Chatterley), Paul Verhoeven (El libro negro), Aki Kaurismäki (Luces del atardecer) o Manoel de Oliveira (Belle Toujours), unida a la evidente desafección por alguna propuesta de ‘qualité' (La vida de los otros) puede tener una lectura diferente. Quizás la riqueza de estilos, la potencia visual y la originalidad de las formas con que se ha presentado la embajada americana hayan sido tan arrolladoras que apenas hayan dejado sitio para otras opciones.
Originalidad, búsqueda de nuevos caminos y una cierta radicalidad también en sus propuestas formales (por qué no decirlo) que se pueden predicar igualmente de la selección española distinguida por las preferencias de la crítica. La opción tomada a favor de obras tan personales y tan "fuera de norma" como La soledad (Rosales), En la ciudad de Sylvia (Guerín), Die Stille vor Bach (Portabella), Yo (Cortés) y REC (Plaza / Balagueró) contrasta de manera percutiente con las conservadoras y previsibles apuestas de la Academia: El orfanato (Bayona) y Las trece rosas (Martínez-Lázaro).
No hace falta ser muy perspicaz para constatar que estamos hablando de dos opciones tan diferentes y tan alejadas entre sí que cabe plantear una reflexión provocativa: ¿de qué hablamos, entonces, cuando hablamos de cine español? ¿De Jaime Rosales, José Luis Guerín, Pere Portabella, Rafa Cortés, Pedro Aguilera, Javier Rebollo, José María de Orbe, Felipe Vega…, o bien de Bayona, Martínez-Lázaro, José Luis Garci y demás realizadores que se han asomado con mayor fortuna a las salas comerciales?, ¿de los cineastas y de los films que son seleccionados por los grandes festivales internacionales, que visitan los museos más prestigiosos y que seducen a la crítica (no sólo española, sino también internacional) o de los directores y las películas que han llevado a los espectadores a las salas y que han obtenido el respaldo de la Academia…? He aquí un hueso verdaderamente duro de roer, una auténtica patata caliente con la que, nos guste o no, tendremos que lidiar en el futuro inmediato que ya se ha hecho presente.