Image: Explota el documental político

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Cine

Explota el documental político

Llega 'El abogado del terror', retrato de Jacques Vergès

16 octubre, 2008 02:00

El cine político ya no necesita la ficción para encontrar su razón de ser. El 17 de octubre se estrena El abogado del terror, apasionante retrato de una figura que ha estado en muchos de los momentos cruciales del siglo XX: Jacques Vergès. El defensor de terroristas palestinos, dictadores africanos o genocidas nazis sirve al director, Barbert Schroeder, para trazar una mirada distinta y reveladora sobre algunos de los acontecimientos que definen nuestra época. Tras la explosión de Michael Moore, el documental político vive una era de apogeo que va mucho más allá del panfleto exhibicionista. Analizamos el género, hablamos con Schroeder y el documentalista Iñaki Arteta escribe sobre su trabajo en el País Vasco.

Entrevista con Barbet Schroeder
El infierno vasco, por Iñaki Arteta

Diógenes "el cínico" o "el perro" solía entrar en el teatro topándose con los que salían. "Cuando le preguntaron por qué lo hacía, contestó: es lo mismo que trato de hacer a lo largo de toda mi vida". El chascarrillo lo relata Diógenes Laercio en su Vida y opiniones de los filósofos más ilustres. La historia viene a cuento del último gran alumno del último gran cínico: Jacques Vergès y, más en concreto, de la película sobre él firmada por Barbet Schroeder: El abogado del terror. Los dos cínicos van a contra corriente. Los dos se crecen con los empujones. Los dos desprecian las convenciones. Ambos presumen de unas vidas devoradas por la mitología. Y aquí se acaban las analogías. "Lo verdaderamente terrorífico de Vergès no son sus ideas. Lo que da miedo es su vida", dice un amigo del abogado. Y a ello se aplica Schroeder: a la vida de Vergès; a, como decía Borges, "la pedantería de contar la verdad". En realidad, lo que presenta Schroeder es la última película que llega a las pantallas españolas de una extensa serie de trabajos infectados de realidad. Menos lírico: documentales políticos. Una larga lista, que cuenta con alguna obra maestra como The Thin Blue Line (Errol Morris, 1998), y que ha terminado por contagiar a la misma ficción. Recientemente, Jaime Rosales describía su forma de trabajar en Tiro en la cabeza: "Los actores empezaban a hablar sobre cosas suyas. Al principio todo era falso, pero, pasado un tiempo, se vivía una transformación. Era el momento de rodar". ¿Ficción o documental? Schroeder juega en sentido contrario. Arranca de un simple documental hasta que su protagonista se siente cómodo y empieza a interpretarse. Vergès el actor, el cínico.

¿Documental o ficción? Antes de que aparezcan los títulos de crédito de El abogado del terror, vemos al letrado Vergès dándose un caluroso abrazo con su amigo y compañero de estudios en París: Pol Pot, el líder genocida de los jemeres rojos en Camboya. "Siempre enseñan las mismas 30 calaveras. No creo que eso sea un genocidio", dice. La escena puede pasar por una sandez más revisionista. Y lo es. Pero también significa algo más. Se trata del primer empujón "cínico" contra la marea de opiniones comunes. Una provocación. Una bufonada entre mil, pero, cuidado, una bufonada con sentido. La última noticia que se tiene de Vergès, abogado nacido en Siam (ahora Tailandia) hace 80 años, fue su empeño por representar a Sadam Husein. Su caso más sonado, sin embargo, fue la defensa de Klaus Barbie, el nazi de la Gestapo apodado el carnicero de Lyon. Amigo de Illich Ramírez Sánchez, más conocido por Carlos el Chacal, el renombrado terrorista, por su despacho han pasado desde la plana mayor de los dictadores africanos a Slobodan Milosevic pasando por algunasde las figuras de la Baader Meinhof. Carlos dijo de él: "Me gusta porque es mejor terrorista que yo mismo". Habla del mismo que durante buena parte del documental se exhibe con un puro en la boca, el mismo que fue apodado como "el abogado del diablo".

La estrategia de Schroeder es dejar hablar a Vergès. La cámara se deja cautivar por el innegable magnetismo de un brillante orador. Al contrario de lo que es habitual en el documental de la última hornada (con Michael Moore a la cabeza), el autor se retira, no interfiere, para que sea el protagonista el que desglose sus motivos y sea él mismo el que se debata contra su historia, sus declaraciones y sus contrasentidos. Su vida.

Sobre el planfleto
Vergès es, en esta cinta,un personaje de una lucidez extrema que acaba deslumbrado por un ejercicio desbocado de coherencia suicida. Da miedo no por lo que representa Vergès, sino por lo que el espectador descubre sobre sí mismo al comprenderlo, compadecerlo. En El abogado del terror, como en su anterior trabajo sobre Idi AminDada, el director intenta penetrar la superficie con el taladro de una cámara. Delante, un tipo elegante que fuma puros importados de La Habana. Detrás, vibra algo inquietante. Sería incorrecto decir que el director no toma partido. Lo hace, pero dejando el suficiente espacio para la duda. Por momentos, el magnético ejercicio de seducción que ejerce Vergès sorprende al espectador con la guardia baja. Vergès convence (no en balde es uno de los abogados más prestigiosos y brillantes vivos) y eso provoca un nudo en la boca del estómago. Y el director es perfectamente consciente de ello.

No se trata de ridiculizar al interpelado, de colocarse por encima de él como, por ejemplo, hacen Michael Moore y sus múltiples derivados, camino ya de ser legión, con sus víctimas. Aquí vale tanto citar a Morgan Spurlock y su Super Size Me sobre la comida basura, o a ChrisBell, director de Bigger, Stronger, Faster, a vueltas con la obsesión con el cuerpo que nos asiste. El trabajo de Schroeder es, sencillamente, más inteligente. Estamos en la antítesis de la bufonada cruel e impúdica (además de muy divertida, todo sea dicho) de, por ejemplo, Bowling for Columbine. Recordemos la escena (cerca del vómito) delante de la casa de Charlton Heston, actor y presidente de la Asociación del Rifle, en la que Moore deposita unas flores junto al retrato de la niña asesinada por la bala de un rifle. Por supuesto que siempre se puede defender el panfleto como un arma autoconscientemente burda y políticamente más efectiva que un guión (otros dirían discurso) debidamente razonado. Pero siempre da problemas.

Es una actitud que supone en el espectador una posición inicial de complicidad cerril. Si estás a favor de Moore no hace falta tanta saña. El panfleto se convierte en un ejercicio de reconocimiento colectivo: un chiste con el que reírse en compañía de los amigos. Si en contra, todo lo que se diga no es más que eso: panfleto. Moore, en realidad, juega a este disparate. El espectáculo es él y su empeño no es otro que enfatizar, subrayar y celebrar un mensaje para regocijo de convencidos. Sus películas, desde la seminal Roger and me (aún hoy su mejor trabajo) a Sicko pasando por la celebrada (y ganadora de la Palma de Oro) Fahrenheit 9/11 no inquietan como las de Schroeder. Si acaso, ridiculizan, divierten y hasta tranquilizan (la mala conciencia necesita ser masajeada por los hombros).

La realidad deviene espectáculo hasta transformarse en comedia bufa. De hecho, Moore construye, a su modo, la propia realidadconvirtiéndose en el protagonista del drama. Sus películas, por momentos, se acercan a la técnica de los "mondo films" (falsos documentales con un regusto ingenuo y festivo por el sensacionalismo)sin pudor. Todo sea por el espectáculo. Tampoco, y en otro orden del documental político-social actual, estamos delante de uno de esos trabajos necesarios impelidos por la urgencia de la denuncia. Sea tanto el clamor contra lo evidentemente injusto (aquí vale tanto Invisibles, de Mariano Barroso, Isabel Coixet y otros, como la aclamada Una verdad incómoda, de Davis Guggenheim, no de Al Gore), o contra lo menos evidente, pero injusto.

El documental altavoz
En este último caso, nos referimos, por ejemplo, y por cercanía, al cine de Iñaki Arteta. En Trece entre mil o El infierno vasco (que se estrena en breve), el director impone con la rotundidad del pedernal el testimonio silenciado del perseguido; una voz que necesita ver la luz precisamente por eso: por estar silenciada y perseguida. Y Arteta, con una naturalidad cristalina, así lo hace. Gente corriente cuenta la imposibilidad de llevar una vida corriente por culpa de una situación muy poco corriente. Respuesta al galimatías:el País Vasco. Si se quisiera establecer un primer compañero de viaje del cine de Schroeder quizá valdría el trabajo documental de Oliver Stone. Comandante, una larga entrevista con Fidel Castro, guarda cierta similitud. Como en El abogado del terror, el protagonista habla con una locuacidad a prueba de balas. Qué dos brillantísimos oradores son Castro y Vergès. Sin embargo, lo que en Stone es rendido homenaje, cerca de la simple justificación, en Schroeder es otra cosa. Por cierto que Stone estrena mañana en Estados Unidos W., biopic sobre Bush Jr. en el que la ficción imita la realidad como ya hiciera en Nixon, sólo que ahora no opta por la solemnidad de este título sino por la farsa.

El segundo y quizás más evidente referente de El abogado del terror se encuentra en la filmografía de Errol Morris. Rumores de guerra puede verse como el precedente más claro del trabajo de Schroeder. En la película de 2003, una larga entrevista con Robert McNamara, secretario de Defensa de las administraciones Kennedy y Johnson, sirve de guía a una de las más apasionantes aproximaciones a los avatares (con la Guerra Fría en primer plano) del siglo XX. Sin embargo, en este caso, el protagonismo está en los hechos, no en el personaje. El último trabajo de Morris, Standard Operating Procedure sí se acercaría a lo pretendido por Barbet Schroeder. Las entrevistas guiadas a cada uno de los protagonistas de las fotos de la prisión de Abu Ghraib, las más vistas de los últimos tres años, introducen al espectador en la retina de la bestia. "Ese día cumplí 21 años", dice, mientras sonríe, Lynndie England, la soldado que señalaba divertida a un prisionero mientras le obligaba a masturbarse. Entre terrorífico y pedestre. La cámara no interviene, simplemente se deja contaminar de la verdad, una verdad que va más allá de la declaración, del texto limpio. Y en el mismo sentido trabaja la obra de Schroeder. La literalidad del texto habla de un plan trazado por Vergès, una estrategia que siempre ha hecho pie en el mismo punto de apoyo: discutir la legitimidad de cualquier tribunal occidental y, por extensión, colonizador para juzgar a sus defendidos. Su criterio, su forma de razonar, es fundamentalmente anticolonial.

Contradicciones
El terrorismo, según este argumento, no es sino la respuesta legítima y lógica al terror despótico impuesto por las potencias mundiales en sus colonias. En la lógica perversa de Vergès, la brutalidad policial francesa en Argelia, el genocidio belga en el Congo o el fanatismo sionista en Israel deslegitiman cualquier intento de justicia y envenenan, por definición, cualquiera de los frutos que pueda dar el árbol delDerecho, digamos, civilizado del que en teoría depende.

El abogado se sabe dueño de una verdad que funciona como un algoritmo perfecto. Y finge su perfección. Detrás de la literalidad, aparece el intérprete de sí mismo, el cínico. Cualquier proposición, por extraviada que parezca, puede ser convertida en un argumento a favor. Y Schroeder deja que el entrevistado se luzca no como es, sino comoquiere parecer ser. "Yo amo la Francia de Montaigne, Diderot, la Revolución, y me es completamente insoportable que todo esto pueda desaparecer", dice en un momento. Para él, quién sabe si en el más refinado ejercicio de cinismo, todo el trabajo de Francia en Argelia, el Reino Unido en Palestina, Bélgica en el Congo o el Estado de Israel en los territorios ocupados no son sino ataques a los sagrados principios de la Ilustración. Según el abogado, los miembros del Frente de Liberación Nacional argelino, como los de Hamas, o, ya puestos, los iraquíes "resistentes" no hacen otra cosa que emplearse contra el enemigo, el viejo régimen. Exactamente igual que lo hizo la Francia resistente contra los ocupantes alemanes. Brutal.

Inocencia y culpabilidad
Hasta aquí un argumento dudoso, pero argumento al fin y al cabo. La película de Schroeder hará presa en este punto para intentar arrojar luz sobre la trayectoria entera del abogado. Porque si bien es ciertoque su área, por decirlo así, de influencia siempre ha sido el terrorismo internacional antiimperialista o anticolonial, su trabajo de abogado ha llegado hasta lugares mucho más extraños. Un ejemplo: en1961, Vergès recibió una paliza de la policía en una manifestación en protesta por el asesinato de Patrice Lumumba, el hombre que condujo al Congo a la independencia. Seis años más tarde, se ponía al servicio de Moise Tshombe, el hombre que asesinó a Lumumba. ¿Contradictorio? Digamos que en la lógica peculiar de Vergès el término contradicción no es más que un recurso, quizá retórico. Schroeder muestra las relaciones que el abogado, antes miembro de la Resistencia, mantiene con François Genoud, un nazi suizo que lo mismo colabora con Waddi Haddad, el ideólogo del terrorismo antijudío, que sirve de puente para que Vergès se haga cargo de la defensa de KlausBarbie, el nazi que "cazó" y asesinó a 44 niños judíos en Francia. Y lo hace con el mismo Vergès delante. El abogado se esfuerza en demostrar una y otra vez que nadie es lo suficientemente inocente. ¿Acaso no es Estados Unidos responsable de la situación en Irak? ¿No vendió a Sadam las armas químicas que luego él utilizó contra los kurdos? ¿Acaso no son los regímenes dictatoriales del tercer mundo consecuencia de la colonización occidental? ¿No es el terrorismo islámico que azota la región la respuesta a la agresión israelí?

Son las preguntas tras las que se parapeta Vergès. Schroeder convierte su película en un thriller cautivador (sobra la música manipuladora de Jorge Arriagada) con la única herramienta de la palabra. Y ello merced a un turbador juego: la idea es forzar la máquina, ir un poco más allá, mostrar el profundo contrasentido que supone que un abogado defienda la imposibilidad de juzgar nada. ¿No es turbador caer en la tentación de dar la razón a la bestia? ¿Cinismo? ¿Defendería a Hitler? "Sin duda". Piensa y corrige: "Siempre que él admitiera su culpabilidad".

"Cuando Platón dio la definición del hombre como la de un "bípedo implume", recuerda Diógenes Laercio, "y obtuvo la aprobación de los demás, Diógenes (el cínico) le arrancó las plumas a un gallo y lotrajo a la Academia con estas palabras: "éste es el hombre de Platón". Schroeder hace que Vergès se ponga delante de la cámara y quite las plumas a los argumentos más evidentes, a los sentimientos más "humanos". Labor de cínico. Platón se vio obligado a añadir a su definición de hombre una frase más: "Con las uñas planas". ¿Ridículo? Labor de El abogado del terror.

Morris y la moral de Abu Ghraib

Fue el Festival de Berlín, el más político de los certámenes, el que dio carta de autenticidad a lo que ya es algo más que una tendencia. Por primera vez incluyó en Sección Oficial un documental político y además le concedió el premio especial del jurado. Pero la capacidad de indignación de esta cinta sobre las fotos de Abu Ghraib, no se quedó en la fría descripción de lo que pasó en Iraq. Meses más tarde, en el festival Tribeca de Nueva York, se descubría que el director, Errol Morris, había pagado por los testimonios. ¿Es moral? "Si lo que se cuenta es verdad, por qué no", respondía Morris. Quedaba una nueva pregunta: ¿Por qué lo ocultó tanto en Berlín como en los propios títulos de crédito? El procedimiento de operar, estándar o no, también cuenta.