El placer de las cabezas que explotan
Sylvester Stallone en Una bala en la cabeza, de Walter Hill
En el veterano Walter Hill, compañero de generación de Coppola y Scorsese, el cine de género se expresa con toda su artillería icónica. Con 'Una bala en la cabeza', en connivencia con Stallone, sigue fiel a sus principios.
De alguna forma, este viejo maestro del género con piezas de caza en su haber como Driver, Los amos de la noche o Límite: 48 horas (además de productor de Alien) lleva toda una vida cumpliendo su palabra. Emparentado con la generación que a finales de los 70 revolucionó Hollywood (de Coppola en adelante), su cine en realidad se ha mantenido al margen de todo y todos en una extraña burbuja.
Secundado por un Sylvester Stallone cada vez más lejos del hombre y más cerca de su perfil de Facebook, se trata simplemente de narrar el atribulado viaje a ninguna parte de un hombre solo y al margen de la ley. Es decir, nada que no haya visto antes en todas y cada una de las películas del director o en cualquier western, por ejemplo, que se precie de serlo.
Porque básicamente esa es la estrategia de Hill: convertir la pantalla en el escenario en el que se dirimen las pulsiones más elementales del propio cine. Cuando en los 80 sus compañeros de clase se daban de cabezazos contra los muros de la industria, siempre empeñados en encontrar nuevas vías a un arte entonces acartonado y caduco, él fue de los primeros en comprender la capacidad de la cámara para convertir en icono todo lo que tocaba. En sus manos, el cine de género se transformó en una herramienta de reflexión sobre los límites expresivos del propio cine. Mucho antes de que Tarantino descubriese en los patrones del cine popular una guía para explorar los esquemas que configuran la mirada de cualquier espectador, Walter Hill ya estaba ahí.
Bien es cierto que han pasado los años y no lo han hecho en balde. Una bala en la cabeza, que adapta el cómic francés Du plomb dans la tête de Matz y Collin Wilson, recupera la mitología original del cineasta, pero lo hace con el gesto desganado del que se sabe (o se intuye) fuera de su arco temporal. El matón que interpreta Stallone se esfuerza en todo momento en resultar lo suficientemente consciente de su decadencia para establecer una relación irónica con el espectador. Es decir, el mismo artificio que el propio actor lleva un tiempo ensayando en Los mercenarios y que ya va camino de convertirse en su segunda identidad.
Y a ese mismo juego de nostalgia crepuscular se apunta Hill. Toda la película, de hecho, quiere y pretende recuperar el brillo irónico y autoconsciente que tanto sorprendió en Los amos de la noche y que ahora, con la legión de imitadores de Tarantino en medio, se antoja algo sonrojante. En cualquier caso, Hill siempre puede presumir de haber sido el primero. Si se le acusa de imitar a alguien es sólo a sí mismo. Idéntico a su cine. Un hombre de palabra. Y que exploten las cabezas.