Image: Las persistencias de Ken Loach

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Cine

Las persistencias de Ken Loach

21 noviembre, 2014 01:00

Barry Ward (derecha) es el activista James Gralton en Jimmy's Hall, de Ken Loach

En un nuevo ejercicio de sí mismo, el británico Ken Loach reivindica en Jimmy's Hall la risa como motor de la revuelta. Se trata de una recreación histórica en la Irlanda de los años 30, tras el estruendo de la contienda civil.

Si Ken Loach fuera un sistema físico aislado (que todo puede ser), para él valdría el primer principio de la termodinámica. En sus 50 años de una carrera que no hace tanto amenazó con zanjar (luego se limitó a decir que las noticias de su muerte eran exageradas), la cantidad total de energía por él desprendida se ha mantenido invariable. Desde antes incluso de ese brillante retrato de la furia adolescente que fue Kes (1969), su compromiso con la necesidad de comprometerse no se ha movido de sitio. Le asisten ahora 78 años de vida y ahí sigue.

Jimmy's Hall es exactamente eso: una película de Ken Loach tan entregadamente idéntica a sí misma que no queda otra que conmoverse, irritarse o todo lo contrario. Según caracteres. Ante su cine no cabe más inquietud que la del reconocimiento. Hace tiempo, para entendernos, que sus trabajos han dejado de ser simples películas para adquirir la consistencia, entre el incienso y la furia, del rito. Sobre la pantalla, la herida abierta de una sociedad cada día que pasa, caiga quien caiga, peor.

Ahora se traslada a la Irlanda de los años 30 para discutir un argumento sólo aparentemente nuevo en su filmografía. ¿Puede el entretenimiento, digamos la risa, convertirse en un elemento de cambio? No se trata, como ya hiciera en Buscando a Eric, de probar las artes, complicadas y precisas, de la comedia. No, la reflexión se antoja rigurosamente seria, rigurosamente política y, conviene recordarlo, asistida por el rigor de la Historia.

"La risa es un viento del diablo que deforma los rasgos de la cara", decía Eco que decía Jorge de Burgos. Platón iba más allá y su condena se extendía a toda forma de arte que pudiera inducir a la mínima sonrisa. Y ello por ser "simples imitaciones" de lo real. Como quiera que la realidad sensible es por sí misma una torpe copia de la verdad, le molestaban al griego las imitaciones de las imitaciones. Hay cosas, en definitiva, sospechosas. Por difíciles de explicar, por turbadoras o, simplemente, por seriedad.

Un solo propósito: hacer reír

En la Irlanda de los años 30, con el estruendo de la guerra civil en los oídos, el Hall de Jimmy Gralton, un viejo activista deportado que vuelve al hogar, es un centro comunitario de arte. Allí, se baila, se canta, se enseña a leer... Es decir, todo actividades con un único propósito: reír. A veces, la risa duele, emociona y hasta hace llorar. A veces, y esto es lo que le importa a Loach, la risa es el principio de todo lo que necesita ser cambiado. Reír desestabiliza.

Por supuesto, desde la Iglesia (especialmente ella) a todos los personajes más o menos reaccionarios de la comarca pasando por los dueños de las tierras, todos están en contra de semejante antro. "Somos monos cuando nos reímos", insistía el personaje de El nombre de la rosa. A su lado, Buñuel imaginaba a un Cristo roto de una carcajada en la cruz como la más sacrílega de todas la imágenes posibles.

De otro modo: si no ven en estas líneas una película de Ken Loach es que no son él. Ni él ni su insustituible guionista Paul Laverty. Por supuesto, no hay sorpresas. La película, como los últimos trabajos de Loach, admite pocos matices. Pero, cuidado, no se trata tanto de reduccionismo como de coherencia en un cine transformado en, ya se ha dicho, rito. Loach ha llegado a un momento que no siente la necesidad ni de probarse ni de demostrar nada a nadie. La puesta en escena se reduce al punto del absoluto pragmatismo y la esquematización de los personajes alcanza por momentos la caricatura. Pero, nos pongamos como nos pongamos, es Loach. Y eso, lejos de ser una obviedad (que también), es una declaración de principios, del primer principio de la termodinámica.

Decía Aristóteles, al contrario que Platón, que la risa, a veces, nos hace mirar las cosas de otra forma y, por ello, favorece el conocimiento. Imposible contradecir al estagirita. Ni a él ni a Loach.