Veiroj y el laberinto de la madurez
Álvaro Ogalla (izquierda) es Gonzalo Tamayo en El Apóstata, de Federico Veiroj
El apóstata de Federico Veiroj, que compitió en San Sebastián, confirma la claridad de una de las voces más originales del cine en español. Y lo hace con la fábula de un joven empujado por el deseo de anular su catolicismo.
El responsable de La vida útil cuenta esta vez la aventura equinoccial de un hombre (encarnado por el actor no profesional Álvaro Ogalla) perdido en el laberinto de un deseo. Quiere apostatar; es decir, que le borren de la Iglesia católica, apostólica y romana. Se trata de un simple y, hasta cierto punto, inocente acto de voluntad difícilmente cuestionable. No es tanto rebeldía como madurez. Pero no, las cosas pueden ser muy difíciles. Incluso imposibles. Como un personaje extraviado de El ángel exterminador o como el doble del señor K en El Proceso, el protagonista navega sin rumbo por una existencia que se debate entre el deseo carnal de la prima, la incomprensión de la familia, la tozudez secular de los obispos y la pereza de estar vivo.
Veiroj construye así una narración a la vez cálida y alucinada; desafiante y magnética. La idea es convertir el periplo ensimismado de nuestro héroe en un cuento de crecimiento. Si en su película anterior se trataba de la historia de un hombre rechazado por lo que le rodea, por lo que es (tiene que abandonar el cine en el que ha vivido siempre porque desaparece); ahora es el hombre el que se niega a aceptar lo que fue. Y en ese viaje, siempre hacia afuera, el director uruguayo, que vivió en Madrid unos años y que fue donde conoció a Álvaro Ogalla y su historia, construye una fábula íntima sobre la necesidad de crecer, sobre los mundos que cambian a nuestro pesar.
Por momentos, El apóstata posee la textura de un cuento de ciencia-ficción situado en un lugar familiarmente extraño (o extrañamente familiar, como se quiera); otras veces, estamos ante un comedia sin risa, o un drama sin llanto, o un sueño sucio y burocrático sin remedio, o una invasión sin mapas a un territorio necesariamente nuevo. Así, a tientas, Veiroj se las ingenia para apostatar él mismo de cualquier lugar común; para construir con un lenguaje tan propio como irrenunciable la posibilidad misma del cine. Sin duda, brillante. Enfermizamente luminosa.
El lugar de Veiroj en el panorama de lo que se hace ahora es, como no podía ser de otro modo, raro. Único incluso. No diremos bizarro. Nada tiene que ver la caligrafía de El apóstata con esa tendencia al miserabilismo de postal que condena, más que define, a una buena parte del cine que viene de Suramérica. Su identidad también es extraña. Tampoco parece querer saber nada la escritura de este uruguayo que ahora trabaja en España con el intelectualismo forzado y sobreescrito de los márgenes del cine español, ese otro cine del que se habla. Digamos que al lado de gente como Juan Cavestany (y probablemente sin conocerse), el cine de Veiroj ha conseguido autoimponerse la disciplina de caminar sin más referencia que la propia posibilidad de hacer cine; de definir sobre la pantalla la necesidad de una escritura propia y, lo más importante, libre. Una cometa sin hilo.
@luis_m_mundo