'Il buco', bello viaje al centro de la Tierra
Michelangelo Frammartino narra la expedición de unos jóvenes espeleólogos a las profundidades del Abismo de Bifurto en los años 60. El filme, que ganó el Premio Especial del Jurado en Venecia, es un festín para los sentidos
10 septiembre, 2022 13:39En los años 60, en una recóndita aldea de Calabria, los vecinos atienden ensimismados a la televisión situada en la puerta del que suponemos que es el único bar de la localidad. Sentados en el suelo, en completo silencio, ven en la pantalla a un reportero ascender por la fachada del rascacielos Pirelli de Milán en un rudimentario ascensor externo. “Actúo para que ustedes participen de las emociones”, dice el periodista. “Mi cometido es llevarme conmigo al público, a los espectadores que están en casa, y llegar poco a poco, desde la planta baja hasta los 120 metros de altura”.
En este pasaje situado en el arranque de Il buco, el director Michelangelo Frammartino (Milán, 1968) no solo establece el enorme contraste entre el próspero norte de Italia y ese sur edénico en el que se sitúa la película, donde no hay rastro de la modernidad, sino que parece hacer una declaración de intenciones. Las palabras del reportero bien podrían ser las del propio Frammartino, y es que además son las únicas inteligibles que escucharemos durante los 93 minutos del filme, por lo que conviene no tomarlas por anecdóticas.
No le interesan los diálogos al cineasta italiano, que tampoco los usaba en sus dos películas precedentes, las ya lejanas Le quattro volte (2010) y Il dono (2006). Prescinde también de ellos aquí para mostrar cómo unos jóvenes espeleólogos exploran en la zona una sima que resultaría ser la cueva más profunda de Europa, el Abismo de Bifurto, a 700 metros bajo tierra. Tampoco se encuentran entre las inquietudes de Frammartino las narrativas clásicas y el diseño tradicional de personajes, por lo que su estilo resulta muy personal. En Il buco la ficción se acerca al documental antropológico y es difícil no tomar las imágenes facturadas como verdaderas.
Ahí está ese anciano pastor, de rostro moreno y ajado por décadas a la intemperie, que observa todos los días, desde el borde de la montaña, a sus vacas pastar cerca de la boca de la sima. La llegada de los forasteros, que acampan en el paraje que hasta ese momento solo él disfrutaba, le perturba tanto que sufre un colapso. El mismo desmoronamiento que está a punto de experimentar una forma de vida que se remonta siglos atrás y que la globalización se dispone a barrer para siempre.
Iluminación prodigiosa
Con vocación naturalista, reconstruyendo a la perfección las técnicas espeleológicas de la época, el director nos lleva al interior de la cueva en secuencias prodigiosamente iluminadas con las rudimentarias linternas de los exploradores o con esas revistas prendidas con fuego que les servían para conocer la profundidad de los abismos. Sin recurrir en ningún momento al efectismo, Frammartino consigue transmitir la necesaria sensación claustrofóbica y hacer partícipe a los espectadores de la aventura, como el reportero trataba de hacer en su ascensión al rascacielos.
Pero Il buco es mucho más que eso, y en su intención de mostrar la colisión entre norte y sur, establece interesantes ideas visuales que asocian el descenso a las profundidades de la tierra con el empeoramiento del estado de salud del pastor, el único personaje realmente individualizado del filme, el único merecedor de un primer plano. Así, el haz de luz de la linterna de uno de los espeleólogos que perturba la oscuridad de una gruta se convierte en el haz de luz con el que el médico, llegado a la cabaña en burro, observa los ojos mortecinos del personaje. De manera inevitable, cuando los jóvenes tocan fondo, la vida del pastor llega a su fin.
Cine de autor que no hace concesiones, pero que tampoco se realiza de espaldas al público, Il buco es, sobre todo, una obra bellísima, estéticamente impecable. Frammartino nos ofrece un festín para los sentidos, con impresionantes y cristalinas imágenes de la despampanante naturaleza de la zona, capturadas por el director de fotografía suizo Renato Berta, colaborador de Jean-Luc Godard, Amos Gitaï o Alain Resnais. Se podría decir que la película trasciende la escala humana, como si un poder celestial, o quizá telúrico, fuera quien manejara la cámara.