Rambo, el último guerrero: 40 años como símbolo de lo mejor y lo peor del espíritu libertario estadounidense
El popular personaje interpretado por Sylvester Stallone, veterano de Vietnam traumatizado, representó la eterna mala conciencia del imperialismo americano antes de dar un sorprendente giro a la derecha.
3 diciembre, 2023 02:25“¡Nada ha terminado! ¡Nada! ¡No puedes simplemente desconectar! ¡No fue mi guerra! ¡Tú me buscaste, yo no te busqué! ¡E hice lo que tenía que hacer para ganar! ¡Pero alguien no nos dejó ganar! Y vuelvo al mundo y veo a todos esos gusanos en el aeropuerto, protestando contra mí, escupiéndome. ¡Llamándome asesino de bebés y toda clase de basuras viles! ¿Quiénes son ellos para protestar contra mí, eh? ¿Quiénes son? ¡A menos que hayan sido yo y hayan estado allí y sepan por qué diablos están gritando!”.
John Rambo, un Stallone acorralado, herido, sucio y sudoroso, al borde de las lágrimas, respondía así a su superior y único amigo, el coronel Trautman, cuando le pedía que se rindiera, antes de seguir sembrando muerte y destrucción. Incluida la suya.
Era un discurso que no estaba en la novela original de David Morrell, Primera sangre, que la película seguía con cierta fidelidad. Resumía algunas de las introspecciones de su protagonista, pero iba más directamente al grano. Retrataba la insatisfacción, rabia y tristeza de una generación de perdedores, sacrificada por su país. Hombres que se hundían en las aguas del olvido, en una tierra de nadie que nadie quería reivindicar o recordar. Unos, por la vergüenza que sentían al haber fracasado; otros, por su abierta oposición al desastre desde el principio.
John Rambo no pertenecía a ninguno de ambos bandos: era tan solo un despojo prescindible (expendable), sin utilidad para nadie. Y al que, como se mostraba través de la violenta parábola de Acorralado (First Blood, 1982), era mejor eliminar. Borrar por completo de la memoria histórica. Solo que no se iba a dejar. El John Rambo de Acorralado era la eterna mala conciencia del imperialismo americano, que volvía una vez más de entre las sombras.
Rambo antes de Rambo
Primera sangre, la obra de Morrell que servía de base para Acorralado, se publicó en 1972. Las heridas de Vietnam estaban aún abiertas y el conflicto seguiría varios años, hasta la caída de Saigón en 1975. Tanto el cine como la literatura estadounidenses se habían convertido en espejo crítico de la catástrofe: la segunda pero quizá mayor derrota que sufría el país al intervenir en un conflicto bélico extranjero. Y retransmitida por televisión al mundo entero.
Morrell retrataba el desencanto de la generación de Vietnam frente al desmedido orgullo de la que viviera la Guerra de Corea: en el libro, Rambo es un veterano de Vietnam que se enfrenta al violento sheriff Teasle, veterano de Corea. Un detalle que, como la barba de Rambo, se pierde en su adaptación. Por lo demás, la ambigüedad de Morrell, aunque aligerada, se encuentra también en Acorralado. Es su aspecto de vagabundo desgreñado, poco menos que de hippie, el que convierte a Rambo en apestado, sospechoso y culpable de ningún otro crimen que su mera presencia en la ciudad del sheriff Teasle. Una de esas ciudades americanas “perfectas”, donde nunca pasa nada y reinan limpieza y orden. Detenido por vagancia, Rambo es golpeado en comisaría, reducido por medio de una manguera a presión y rapado por los agentes… Lo que despierta en él recuerdos de las torturas a las que fuera sometido por el Viet Cong. Rambo es también uno de los primeros héroes americanos en sufrir claramente el famoso trastorno de estrés postraumático.
Tras fugarse violentamente, Rambo es ayudado en la novela por unos moonshiners (contrabandistas de licor), lo que le sitúa abiertamente en el bando de los outsiders históricos. Los desperados y outlaws en los márgenes de la sociedad. Primera sangre tiene mucho de wéstern, como lo tiene su versión cinematográfica. Aparece en el mismo momento que las películas más características de Sam Peckinpah, Arthur Penn o Robert Aldrich. Su narrativa antiautoritaria evoca títulos como Bonnie & Clyde (1967), Dos hombres y un destino (1969) o Las aventuras de Jeremiah Johnson (1972), solo que despojada de su romanticismo y llevada a un terreno de brutal actualidad.
Básicamente, John Rambo es el tipo duro, parco y silencioso que solo quiere vivir su vida, sin molestar a nadie y sin que nadie se interponga en su camino, pero que resultará ser también, paradójicamente, una auténtica máquina de matar. Un genuino “ejército de un solo hombre”. Aunque intenta huir de la guerra, la lleva consigo sin poder evitarlo. Ha sido “programado” por su país para combatir y desechado después como un despojo. Pero si se toca el resorte equivocado, volverá a luchar, incluso “contra” su país.
Detrás de John Rambo, que según la mitología desarrollada por la saga tiene también (¡cómo no!) sangre india, acechan los fantasmas de dos wésterns muy cercanos en el tiempo a la publicación del libro: ¡Que viene Valdez! (1971) y Chato el apache (1972).
En el primero, dirigido por Edwin Sherin, fiel adaptación de una novela del futuro escritor de serie negra Elmore Leonard, un viejo Burt Lancaster con la cara embadurnada de maquillaje interpreta a Bob Valdez, un pacífico sheriff mexicano humillado y torturado por orden de un poderoso ranchero al que reclama la miserable cantidad de cien dólares para ayudar a una viuda india. Pero han escogido al “grasiento” equivocado. Valdez es un veterano de las guerras apaches, donde fue explorador y tirador de primera. Cuando se forme una posse (cuadrilla) para cazarle, los cazadores se convertirán en presas, superados por un solo enemigo: el silencioso y mortífero Valdez.
Más violenta pero similar en sus planteamientos, Chato el apache, de Michael Winner, pone en escena a un fornido y semidesnudo Charles Bronson como un pacífico nativo acusado falsamente, cuya familia es masacrada por un grupo de blancos. Perseguido por estos, Chato los conduce a su territorio, donde como un espectral guerrero va dando cuenta de todos y cada uno de ellos, uno a uno. Combinando el aspecto musculoso y sobrenatural de Chato con el pasado militar de Valdez obtenemos todo un Rambo del Lejano Oeste, en dos películas que dejarían huella también en la saga, con su estructura de cacería humana donde los depredadores acaban siendo las presas.
La Guerra de Vietnam influyó en el wéstern de los últimos 60 y los 70, “vietnamizando” el conflicto indio y la intervención de Estados Unidos en México. A su vez, la mítica del wéstern se introdujo en la narrativa del retorno a casa de los soldados americanos en Vietnam, traumatizados, derrotados y marginados. El primer personaje en fundir ambos mundos en un escenario contemporáneo sería el mestizo Billy Jack, creado por el actor y director independiente Tom Laughlin.
A lo largo de cuatro películas, entre 1967 y 1977, Laughlin levantó indignación y alabanzas a partes desiguales con las politizadas aventuras de Billy Jack, mestizo navajo y ex boina verde, que desde los moteros de Nacidos para perder a los políticos de Billy Jack Goes Washington se enfrenta a toda clase de abusos de poder, para proteger a su gente. Incluida una escuela multirracial estilo hippie, acosada por corruptas autoridades, en la película que le dio fama: Billy, el defensor (1971).
Liberal radical, indignado por la matanza de estudiantes en la Universidad de Kent en 1970 y por el maltrato a los nativos americanos, Laughlin, educador influido por la psicología jungiana, el misticismo oriental y las artes marciales, mezclaría sus ideas liberales con la apología de la violencia y la venganza, al estilo de la más genuina exploitation. Frases del filme como “cuando la policía rompe la ley, entonces ya no hay ninguna ley, solo la lucha por la supervivencia”, podrían haber salido de la boca de John Rambo, si hubiera sido un poco más hablador.
En 1977, Paul Schrader llevaría hasta territorio fronterizo, literal y metafóricamente, el ethos de estos nuevos losers americanos, víctimas indirectas de Vietnam, que ya había abordado en el guion de Taxi Driver (1976). Lo hará con Rolling Thunder —olvidemos su absurdo título español: El ex-preso de Corea—, dirigida por John Flynn (que en 1989 dirigirá a Stallone en Encerrado), película fetiche de Quentin Tarantino. Aquí, William Devane es otro veterano repatriado tras haber sido sometido a torturas por el Viet Cong, a resultas de las cuales ha quedado poco menos que autista. Muerto en vida y mutilado, parte en busca de venganza tras el brutal asesinato de su esposa e hijo por una pandilla de gánsteres mexicanos. Ayudado por un no menos desplazado Tommy Lee Jones, desatará un infierno de sangre y muerte en un burdel de Juárez. Sobria y contundente, las escenas en que las torturas de la pandilla mexicana se mezclan en la mente del protagonista con las sufridas en Vietnam, preludian las que servirán de detonante para Rambo en Acorralado.
Esta suerte de neowestern vietnamizado o viet-noir del que emerge la figura de Rambo, tiene raíces literarias. Tras la novela de Morrell, la mucho más prestigiosa Dog Soldiers (1974) de Robert Stone describe una trama de tráfico de heroína entre Vietnam y Estados Unidos que acabará obligando al veterano marine Ray Hicks a enfrentarse con criminales y policía, mientras se interna en el desierto, sobreviviendo a base de budismo zen, filosofía nietzscheana… y su férreo entrenamiento militar. Llevada al cine como Who'll Stop the Rain (en España Nieve que quema, 1978), por Karel Reisz, Nick Nolte en el papel de Hicks compone un lobo solitario, estoico y marcial, que no está lejos de Rambo, si bien es algo así como su versión intelectual y beatnik.
En 1980 el clima cultural y cinematográfico estaba preparado para recibir al Rambo de Stallone. Dos películas le sirven de preámbulo. Ruckus (1980), de Max Kleven, es prácticamente una (per)versión de Primera sangre. El televisivo Dirk Benedict encarna a Kyle Hanson, traumatizado veterano de Vietnam de paso por una pequeña ciudad americana. Allí sufre el acoso de pueblerinos y autoridades, sin sospechar que se trata de un antiguo soldado de operaciones especiales, que acabará poniendo el pueblo patas arriba. Trama y personaje, estructura y desarrollo, son los del libro de Morrell. La diferencia está en el tono de comedia de acción y en el interés romántico del protagonista: Linda Blair, como la esposa de un desaparecido en combate que le echará una mano.
En el extremo opuesto, Robert Ginty arranca su saga del vigilante urbano John Eastland con El exterminador (1980), de James Glickenhaus. Otro superviviente de Vietnam que, ante el asesinato de su mejor amigo, convertirá Nueva York en zona de guerra, acabando con sus enemigos de forma salvaje y gráfica. Aunque la estructura es la del género de venganza, su personaje posee el estoicismo, determinación y eficacia de una máquina de matar, similar a Rambo.
Rambo superstar
Analizando la trilogía original de Rambo, reeditada ahora en Blu-ray por Divisa en 2K, es fácil documentar el proceso por el que su protagonista se convirtió en símbolo de su era: los años 80.
Acorralado es todavía en muchos aspectos una película de la década anterior. Comparte con varios de los ejemplos ya vistos idéntico sesgo antiautoritario, crepuscular y hasta melancólico. Su “mensaje”, pese o quizás gracias a su elegíaco discurso, es suficientemente ambiguo como para poder ser considerado una crítica a la intervención de los Estados Unidos en Vietnam. Sin embargo, su final, que se aparta del más trágico y oscuro de la novela de Morrell, apunta maneras.
La férrea dirección de Ted Kotcheff, el espléndido montaje, la música de Jerry Goldsmith y la presencia de un Stallone joven, atractivo y silencioso, enfrentado al siempre eficaz Brian Dennehy y apoyado por el veterano Richard Crenna, convierten Acorralado en uno de los títulos insignia de la época. Un filme de estructura y desarrollo arquetípico, que asume el Nuevo Hollywood anterior y prefigura el de la década siguiente, comparable a títulos como La noche de Halloween (1978), Alien (1979) o Terminator (1984). Su impacto fue igualmente potente, aunque nada hacía sospechar el radical y descarado giro a la derecha del personaje en su segunda aparición.
Rambo: Acorralado – Parte II (1985), del todoterreno George Pan Cosmatos, manda a Rambo de regreso a Vietnam, si no para ganar la guerra, al menos para reducir pérdidas. Inspirada en los rumores sobre la existencia de campos de prisioneros en Vietnam repletos de soldados americanos capturados, la postura moral de Rambo es la de un guerrero renuente pero noble, que pone su “ejército de un solo hombre” a disposición no de sus superiores, sino de la misión de rescatar a sus compañeros. Toda ambigüedad se deja de lado: el Viet Cong, apoyado por sádicos consejeros soviéticos, es el villano absoluto de la función, solo “superado”, en cierto modo, por los altos mandos americanos, hipócritas y cobardes.
La dicotomía tan querida por la derecha republicana entre ejército y políticos, militares y burócratas, “águilas” y “palomas”, se pinta con trazo grueso. Aunque Rambo se pliega a servir a su país, mantiene su independencia frente al gobierno que le traicionó. Si Acorralado terminaba con el poético y desgarrador lamento del soldado americano huérfano de ideales, su secuela acaba con Rambo ametrallando implacablemente los ordenadores del cuartel general de un alto mando corrupto, protesta donde las palabras son sustituidas por disparos y por el grito del berserker contra la fría tecnología de una burocracia inhumana. Nada podía gustar más a la América de Reagan.
Aunque la existencia de los campos de prisioneros en Vietnam nunca fue probada, los republicanos instrumentalizaron la leyenda en su favor y la cultura popular la asumió rápidamente. Las imitaciones no se hicieron esperar. Pronto Chuck Norris, cuya Desaparecido en combate (1984) se disputa el título a primera película sobre el tema con el filme de Stallone, se dedicó con ahínco a rescatar cautivos de guerra estadounidenses, mientras Michael Dudikoff se convertía en émulo de Rambo con su ninja rubio, en la saga de Serie B iniciada por El guerrero americano (1985).
Pero el escenario geopolítico de los 80 resultaría tan frágil como para traicionar, de nuevo, al propio Rambo. Rambo III (1988), firmada por el director de segunda unidad y experto en secuencias de acción Peter MacDonald, presentaba un Stallone en pleno apogeo de su físico escultural y difícil rostro bizantino. Refugiado en Tailandia, donde ha puesto su habilidad en el combate al piadoso servicio de unos monjes budistas, la película nos lo presenta con rasgos míticos, dignos de Conan. Pero una vez más, el hombre que se transformó en guerra para sobrevivir a la guerra tendrá que abandonar su retiro, a fin de rescatar a su mejor y único amigo: el coronel Trautman.
El paisaje de un Afganistán invadido por la Unión Soviética, donde Rambo unirá sus esfuerzos a los de los rebeldes muyahidines, presta a la película un saludable aire exótico y orientalista de gran aventura. El villano ruso, sádico voivoda en su castillo fortaleza, acabará obligado a enfrentarse con Rambo en un duelo a muerte entre helicóptero y tanque, tan inverosímil como épico. Alrededor, los jinetes afganos luchan al galope contra modernos soldados soviéticos, en escenas que recuerdan Lawrence de Arabia o las viejas películas coloniales de los años 50. Estamos en territorio casi de fantasía heroica, con resabios de Harold Lamb, Kipling o P. C. Wren, con un Rambo que se deja conquistar por la sencillez e hidalguía de los nobles guerreros muyahidines.
Pero la Historia abjuró rápidamente de este Rambo del desierto: para cuando tuvo lugar su estreno, la Unión Soviética había abandonado Afganistán. La atmósfera de la perestroika obligó a la política estadounidense a dejar de lado su talante agresivo hacia Rusia. Y peor aún, en poco tiempo, algunos de los héroes de Rambo III (aunque no todos) pasaron de nobles guerreros a peligrosos fanáticos, tan enemigos de los Estados Unidos como antes lo fueran de la Unión Soviética. Además, como los propios Rambo y Trautman (en su última aparición) reconocían con humor en los planos finales del filme, quizás “se estaban ablandando”.
Aunque fue la menos taquillera de la trilogía y el personaje no volvería a las pantallas hasta 2008, su héroe reinó indisputable a lo largo de toda la década. Las tres películas fueron novelizadas por David Morrell, autor del libro original, quien no tuvo escrúpulo alguno en resucitar a su criatura y reconvertirla de antihéroe crepuscular en superhéroe muscular. Adaptadas al cómic y a decenas de videojuegos, dieron lugar hasta a una serie de animación infantil, ante la perplejidad de Stallone: Rambo: La fuerza de la libertad (1986). Aparte de incontables plagios y parodias.
Más aún: el término “Rambo” pasó al habla popular. Todavía hoy sigue usándose para calificar tipos y prototipos de individuos o colectivos, tanto ficticios como reales, donde se prima el recurso a la violencia, la retribución, el militarismo individualista (sí: es posible) y el músculo, por encima del cerebro, la razón y el discurso pacifista o dialogante, así como una actitud conservadora e intervencionista en política e ideología. No siempre de forma justa ni justificada, pero sí de manera inevitablemente ligada al personaje ficticio de John Rambo y a la personalidad real de Stallone. Entre el homenaje, la parodia, la copia, la burla, el escarnio, la crítica, la admiración y la ironía, los 80 fueron el territorio salvaje de Rambo Superstar, dentro y fuera de las pantallas.
Rambo italiano
A principios de los 70, el popular actor italo-estadounidense de origen cubano Tomás Milián, protagonista de incontables spaghetti westerns, leyó del tirón Primera sangre de Morrell, durante un vuelo entre Estados Unidos y Roma. Ya en Italia, trató inútilmente de convencer a varios directores de que adaptaran la novela, contando con él como protagonista, por supuesto. Pero la industria del cine italiano era renuente a pagar por los derechos de una obra, cuando podía inventar sus propios argumentos, copiando los grandes éxitos de Hollywood. Milián solo conseguiría que su personaje en Desafío a la ciudad (1975), un poliziesco de Umberto Lenzi, llevara el nombre de John Rambo, aunque ni trama ni personaje, un chulesco motero fuera de la ley dispuesto a vengar a su mejor amigo destruyendo la mafia de Milán, tuvieran nada que ver con el libro de David Morrell.
Años después, tras el imparable éxito de Rambo, los cineastas italianos de Serie B y exploitation no dudarían en lanzarse a una auténtica avalancha de imitaciones, en la misma línea de lo que hicieran con otros blockbusters de la época. Así llegarían Caza en Vietnam (1983) de Antonio Margheritti, que tiraba más bien de El cazador (1978) de Cimino; Blastfighter, la furia de la venganza (1984) de Lamberto Bava, que combinaba Acorralado con Deliverance (1972), o Strike Commando (1987) de Bruno Mattei, con Reb Brown emulando al Stallone de Rambo: Acorralado – Parte II.
La popularidad de Rambo en la tierra del peplum y los gladiadores alcanzaría también a su próspera industria del cómic o fumetto, tanto con una serie basada en el personaje original como con la más loca, subida de tono y sicalíptica Raimbo, dentro del mercado de los fumetti erotici, donde a sus violentas hazañas bélicas el personaje de tan descarado nombre añadía otras de carácter sexual que, por cierto, harían también las alegrías de los soldados que todavía entonces tenían que sufrir el servicio militar obligatorio, vulgo “mili”, en nuestro país. De lo que no cabe duda, es de que el Rambo italiano go, go, go you mixed up siciliano como decía la canción.
Triste, solitario y final
John Wayne, héroe individualista de los viejos Estados Unidos, se convirtió en villano de la primera novela del malogrado escritor argentino Osvaldo Soriano Triste, solitario y final, donde era puesto en evidencia por un envejecido pero siempre íntegro Philip Marlowe. Publicada en 1973, un año más tarde que Primera sangre de Morrell, ambas fueron también reeditadas en España por Bruguera en su mítica colección de novela negra, que entre 1977 y 1984 puso al alcance de los lectores los clásicos y modernos del género a precios populares. Extraño nexo de unión para dos modelos heroicos, el ejemplificado por John Wayne y el expuesto por John Rambo (o por Sylvester Stallone, si se prefiere), tan próximos entre sí como condenados a la extinción.
Rambo retornó en 2008 de manos del propio Stallone como director, con John Rambo, un producto decente, entretenido y violento, al que se había exorcizado de su contenido político más reaccionario, para dejarlo en espectáculo de acción y aventura más o menos blanco. No es que no hubiera litros de sangre y lluvias de balas. Pero la sangre digital no mancha igual.
Sin embargo, todo símbolo, todo mito, merece una muerte digna. En 2019, Adrian Grunberg, experto director de segunda unidad y escenas de acción en títulos como El fuego de la venganza o Apocalypto, se ponía al frente de Rambo: Last Blood. Un Stallone que da más miedo que cualquiera de los villanos a quienes se enfrenta, aceptaba el reto de cerrar el círculo iniciado con Acorralado, devolviendo el personaje al espíritu, la forma y el fondo del neowestern y el neonoir más violentos.
Prescindiendo de todo exotismo o marco ideológico, volviéndose a mirar en los desperados vengadores de películas fronterizas de los 70 como Rolling Thunder, Nieve que quema o ¡Qué viene Valdez!, Rambo reencontraba su destino en la más oscura, brutal y crepuscular de sus aventuras. Un final que te arranca, literalmente, el corazón, con la misma furia ciega de algún bárbaro guerrero de Robert E. Howard.
Las últimas imágenes de Rambo: Last Blood, a la manera de las del Grupo salvaje (1969) de Peckinpah, servían de recorrido melancólico, con tonalidades de Dark Country, a la epopeya de un héroe imposible, tan fascinante como repulsivo, tan atractivo como anacrónico. En toda su saga, apenas un amor romántico (muerto al nacer, por supuesto), un único beso y ningún personaje femenino de relieve. Un niño afgano que lo adoptó temporalmente, estilo Raíces profundas, y un solo amigo y compañero de armas: el coronel Trautman (Richard Crenna, fallecido en 2003).
Hoy corren rumores de su resurrección. Ojalá sean solo eso: rumores. John Rambo ha muerto y es mucho mejor así. Quienes amamos sus películas no queremos que vuelva, para evitar también que su país le traicione de nuevo. Que se quede en los 80, tras haber recibido digna sepultura en los 2000. Porque los 80 fueron y serán siempre suyos, no del desvergonzado y farisaico Indiana Jones.