'Marco', el biopic sobre el impostor de los campos nazis con una interpretación descomunal de Eduard Fernández
- La película, dirigida por Aitor Arregi y Jon Garaño, es un juego de espejos que da prioridad a la fluidez narrativa por encima de la dimensión estética.
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No se registró con su verdadero nombre. Eso dice Enric Marco al principio del filme, en visita al campo de concentración de Flossënburg en el que supuestamente estuvo prisionero. Necesita el documento oficial que certifique su condición de superviviente del Holocausto nazi. En la siguiente secuencia, situada años después, el personaje se burla de La vida es bella por su naturaleza “manipuladora y empalagosa” que “juega con los sentimientos de los deportados”.
El corte posterior nos traslada a su discurso en el Parlamento, embaucando a toda España con una patraña que, como si fuera una permanente performance, mantuvo a lo largo de una larga vida, incluso bajo la evidencia del desenmascaramiento por parte del historiador Benito Bermejo (Chani Martín). El encuentro que mantendrán al final no es tanto un clímax como el certificado de una imposibilidad: la de comprender las causas por las que persistió en su monumental engaño (a la familia, al mundo entero, a sí mismo), casi hasta su tumba.
Los autores del filme, Aitor Arregi (Oñate, 1977) y Jon Garaño (Ergobia, 1974), son los primeros en huir de esa necesidad explicativa, ni siquiera se sienten tentados más allá de un flashback a la juventud “anarquista” del sujeto, a la génesis de su fabulación. También huyeron de esa imposibilidad Santiago Fillol y Lucas Verlan cuando filmaron al personaje real en Ich bin Enric Marco (2009), precisamente cuando visita el campo de Flossënburg junto a su mujer.
El estreno del documental se integra convenientemente en esta ficción que, en una cartela final, se integra a su vez en la reescritura de la historia inventada, al confesar que la propia película “trató de ser fiel a la realidad, pero fue inevitable caer en la fabulación”.
Especialmente a partir del ecuador, una vez que el fraude ha saltado por los aires, la orgánica hibridación de imágenes de archivo televisivas con la puesta en escena alcanza su esplendor especular en la presentación del libro de Javier Cercas sobre el personaje y sobre sí mismo (El impostor, 2014), donde el propio Marco apareció por sorpresa.
La solvencia dramática de los autores de La trinchera infinita (2019) privilegia la fluidez narrativa sobre la impronta estética o poética de trabajos previos, como Loreak (2014) y Handia (2017).
Son conscientes de que tienen entre manos una historia que se alimenta de la propia esencia fabuladora del cine en un continuo y retorcido juego de espejos ficción-realidad (el filme abre con la claqueta que da paso a la ficción) y, sobre todo, la absoluta entrega de un animal de la interpretación que, evidentemente fascinado con el misterioso personaje al que incorpora (que a su vez interpreta una fabulación), entrega un trabajo descomunal.
Una historia que se alimenta de la esencia fabuladora del cine en un retorcido juego de espejos ficción-realidad
En un momento dado, Marco se mira al espejo, se tiñe el bigote, y aunque el mundo que ha inventado se cae a su alrededor, sentimos en su mirada que nada va a detener su performance, que lo suyo es casi un acto de fe dadaísta: la negación por sistema. No sabremos sus motivaciones, pero nos embauca con su determinación.
El núcleo del drama (que podemos incluso apreciar como una comedia sobre los límites de la falsedad) se centra en el año 2005, en las cruciales semanas alrededor de las conmemoraciones de la liberación de Mauthausen, donde Marco debía tomar la palabra en representación de los supervivientes de toda Europa y en presencia del presidente del Gobierno.
Los deportados españoles simbolizaban entonces todo aquello que las políticas de “memoria histórica” de Zapatero querían transmitir. En la era de las fake news, esta historia no deja de representar irónicamente la “memoria inventada”, aquella que cree en la convicción del autoengaño para engañar a todo el mundo. Su vergonzosa transgresión moral fue también, a su modo, anticipatoria del frágil, inconsistente mundo que nos esperaba.