La alargada, sinuosa y siniestra sombra de Nosferatu en el cine
- El monstruo de Murnau, nada que ver con un galán nocturno como Drácula, es el vampiro más influyente del cine. Rastreamos su huella.
- Más información: Robert Eggers exhuma a 'Nosferatu', el vampiro original, en un filme tan repulsivo como bello
Luces y sombras, pero sobre todo sombras, son la clave mágica y cinematográfica de la obra maestra de Friedrich Wilhem Murnau Nosferatu (1922). Es la alargada, sinuosa y siniestra sombra del Conde Orlok, encarnado por el no tan misterioso como nos gustaría Max Schreck, la que se arrastra, camina y vuela siempre por delante del vampiro. La que estruja lasciva el corazón de la casta y sacrificada Ellen, interpretada por Greta Schröder, para quedar, paradójicamente, prisionera de su pureza y de su luz, que le llevará a la destrucción.
Dirigida por Murnau y concebida en gran parte por su amigo, socio y quizá amante Albin Grau, Nosferatu no es sólo “una sinfonía del horror”, sino también y sobre todo “un filme-erótico-ocultista-espiritista-metafísico”, según lo definiera Grau, cuya naturaleza alquímica nos fuera descubierta y documentada exhaustivamente por el mayor experto en Murnau: Luciano Berriatúa, que nos regaló también la versión restaurada más completa que existe.
Es quizá por esa naturaleza mágica por lo que su sombra ha superado los abismos del tiempo y el espacio para extenderse a lo largo de toda la historia del cine y la cultura durante más de un siglo.
El Conde Orlok, por mucho que se inspire en el Drácula de Bram Stoker, está físicamente en las antípodas no solo del vampiro de la novela, sino más aún de sus intérpretes en la pantalla. Teatro y cine, al margen de Murnau, consagraron la imagen de Drácula en particular y del vampiro en general como la de un galán de la noche. Un Don Juan de ultratumba.
Desde Béla Lugosi hasta Tom Cruise, Brad Pitt o Gary Oldman, pasando por Christopher Lee o Udo Kier, con todos los matices que se quiera, Drácula es un “bello tenebroso” con pose de dandi, que hipnotiza mujeres y hombres por igual con su atractivo masculino. Orlok, no.
El primer vampiro del cine es una figura de exquisita fealdad. Calvo cráneo, nariz larga y afilada, punzantes y salientes incisivos, orejas grandes y puntiagudas, ojos rasgados e inyectados en sangre. Imagen en la que algunos vieron una cruel caricatura antisemita, pero que sobre todo transmite su carácter insectil, reptiliano, de depredador oportunista y chupóptero. Portador, como ratas y mosquitos, de virus y pestíferas infecciones. Su sombra le precede y nos alcanza, más allá y más acá del nuevo Nosferatu de Eggers.
Cada vez que el cine –y la literatura, el cómic, las series, los videojuegos y los juegos de rol– quiere asustar con un vampiro, nos lo presenta con la facha cadavérica, calva y rapaz del conde Orlok.
No se trata solo de los varios remakes, como la versión naturalista, romántica y gélida de Werner Herzog de 1979, donde Klaus Kinski dio vida (o lo que sea) al personaje, con atormentado angst germánico, sino de su sorprendente y contagiosa reaparición donde menos se lo esperaba.
Por ejemplo, en la primera y mejor adaptación de Salem’s Lot, la épica vampírica de Stephen King que llevó Tobe Hooper a la pequeña pantalla en 1979, convirtiendo al redicho Kurt Barlow de la novela en el descaradamente “nosferatado” monstruo que encarna Reggie Nalder con escalofriante acierto. Un cambio radical.
Lo mismo ocurre con la primera temporada de la mítica serie Buffy, cazavampiros, donde el villano principal, El Maestro (Mark Metcalf), evoca también la facha de Orlok. Tanto en las Crónicas vampíricas de Anne Rice como en el juego de rol Mascarada, cuando aparecen los vampiros más antiguos y ancestrales, lo hacen a imagen y semejanza de feos “nosferatus”, salvajes e inhumanos.
Incluso en la parodia Lo que hacemos en las sombras, película de 2014 y serie posterior, el abuelo de los simpáticos vampiros protagonistas es un fiero, gruñón y desagradable “nosferatu”, al que mantienen encerrado en el sótano, dentro de su ataúd. Curiosa imagen freudiana de represión del “Ello”.
Se da con Orlok y Nosferatu un curioso isomorfismo: al igual que el filme de Murnau es el clásico original, primitivo y seminal del cine de vampiros, su Orlok es el antepasado físico y moral original, primitivo y seminal del moderno y galante chupasangre. La bestia atávica, sedienta y arcaica que acecha en su pasado, en su ADN.
Cuando el vampiro quiere dar miedo, recupera su ancestral genealogía y deviene “nosferatu” depredador, incluso sexual, como el delirante Nosferatu en Venecia (1988) de Augusto Caminito, donde Kinski se toma la revancha de Herzog. O el divertido Orlok/Schreck de Willem Dafoe en la cinéfaga y cinéfila La sombra del vampiro (2000) del amigo de Marilyn Manson E. Elias Merhige.
Pero la fuerza del “nosferatu” no reside solo en su icónico aspecto, sino sobre todo en su sombra. Es la sombra de Nosferatu, película y criatura, la que sobrevuela e inspira los mejores momentos del Drácula (1992) de Francis Ford Coppola. Es usando sus mágicas sombras como se materializan los vampiros de la estupenda saga de Serie B iniciada por Ted Nicolau con Subspecies (1991), llegando hasta el presente con Subspecies V: Blood Rise (2023), a mayor gloria de Anders Hove como Radu, “nosferatu” repulsivo y fascinante al tiempo.
A través de su sombra sobrenatural e inmortal, tanto o más que de su infecto aspecto carroñero, el Conde Orlok sigue entre nosotros. Su prole se mezcla a menudo con la del romántico y elegante Drácula, pero conservando siempre su propio carácter diabólico, animal. Para recordarnos que por mucho que se les quiera domesticar, por muchos “crepúsculos” de guapos vampiros convertidos en virginales criaturas de luz, en su interior oscuro y primitivo está y debe estar siempre la sombra de Nosferatu, película y criatura. Que muerde.