
Daniel Guzmán, productor, director y protagonista de la película 'La Deuda'. Foto: EFE/María Alonso
El 'thriller' sobre desahucios de Daniel Guzmán inaugura un Festival de Málaga en el que brilla Celia Rico
El certamen abrió la competición con 'La duda', el errático regreso del cineasta, Biznaga de Oro en 2015, y con una notable adaptación de 'La buena letra', novela de Rafael Chirbes.
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Daniel Guzmán cierra su trilogía sobre los desheredados con La deuda (2025), una película errática que carece de la concisión y la naturalidad de A cambio de nada (2015), y del mordiente y la comicidad de Canallas (2022).
El planteamiento del nuevo trabajo del actor, guionista y director ya da una idea de lo complicado que resulta alcanzar cierta unidad tonal en un guion con espíritu de perro flaco al que se le van pegando las desgracias como si fuesen pulgas.
Lucas (Daniel Guzmán), un cuarentón en paro, vive y cuida a Antonia (Rosario García), la nonagenaria que hizo lo mismo por él cuando era un crío. Una orden de desahucio pesa sobre la casa en la que viven, última celda de una colmena de pisos a los que les quedan días para convertirse en apartamentos turísticos.
Una decisión desafortunada, improvisada para saldar las deudas contraídas, terminará con Lucas en la cárcel. A partir de ahí, el guion se despliega en tres focos narrativos que dañan su estructura y en una mezcla de géneros que en nada beneficia a este relato de tono lánguido que sobresale cuando se desvía hacia la comedia, cae en los abismos de lo sobreexplicativo cuando se hunde en el melodrama y se pasa de frenada cuando quiere convertirse en un thriller fibroso.
Es, precisamente, el humor bañado en ternura el registro en el que La deuda gana enteros, también es el entorno en el que al Guzmán actor, que carga con el peso de la función, se le nota más cómodo. Las conversaciones entre Lucas y Antonia, que sin duda imprimen la cadencia que debería gobernar toda la historia, o el atisbo de comedia romántica que late en cada encuentro entre Lucas y la enfermera que le atenderá tras un incidente carcelario, interpretada por la siempre efectiva Susana Abaitua, constituyen las partes más logradas del tercer largometraje del director madrileño.

El equipo de 'La Deuda', dirigida y protagonizada por Daniel Guzmán(sentado d) junto a (izq a dch) Pedro Hernández, Luis Tosar, Susana Abaitua, Itziar Ituño y Álvaro Begines, y sentada izquierda a Rosario García, durante la presentación de la película en el Festival de Cine de Málaga. EFE/María Alonso
En cualquier caso, la película se bifurca en múltiples vericuetos narrativos que abundan en una dispersión que no juega, precisamente, a favor de obra. Una indecisión de orden dramático que también se traslada a una planificación ciertamente extraña, con constantes e injustificados cambios de escala. Valga como ejemplo la conversación que el protagonista mantiene con el recluso interpretado por Francesc Garrido en el patio de la cárcel.
Aunque, con toda probabilidad, sea la vía de acceso al desenlace el segmento que mayores problemas presenta y que da la medida de los vaivenes de un guion que necesitaba de una intensa labor de pulimento en aras, cuanto menos, de una mayor concisión. Lucas duerme en casa de Gabriela (Itziar Ituño), una mujer con la que traba una amistad que esconde una desesperada búsqueda de redención. Él es consciente de que al día siguiente debe efectuar un último trabajo que le proporcionará el dinero que le falta para saldar la deuda de su hipoteca.
La responsabilidad que pesa sobre Lucas, un tipo por lo demás honesto y cumplidor, ya supone suficiente motivo para que esté alerta. Sin embargo, el guion decide trasladarlo de casa de Gabriela al coche abandonado en el que pasa las noches que, para más inri, la grúa se llevará sin que a nuestro (anti)héroe le dé tiempo a apearse en ningún semáforo o en cualquiera de las paradas que pudiera haber de camino hasta el cementerio de chatarra al que se dirige. Todo termina en un secuencia caprichosamente espectacular en la que veremos como la grúa levanta el turismo y lo deposita en lo alto de una torre de esqueletos metálicos, para que luego observemos salir a Lucas del interior del maletero.
Esa estampa que solo obedece al interés de Guzmán por lograr 'ese' plano, contiene lo mejor y lo peor de La deuda, pues cuando el director se centra en capturar el imaginario de los humildes sin necesidad de forzarlo, su relato se llena de verdades poligoneras, de la esencia de los bares de extrarradio y de la imperfecta hermosura de esos atardeceres surcados por los cables del tendido eléctrico.
No convendría, sin embargo, cerrar esta revisión sin mencionar la evidente lectura social de todo el asunto que, más allá de los subrayados de turno, se sustenta en una delirante, terrible y certera paradoja: que el fraudulento sistema crediticio en el que andamos inmersos es el que empuja a Lucas al pozo del lumpen, pues estamos ante alguien que se ve forzado a ejercer como mensajero del hampa no para enriquecerse, sino para liquidar una préstamo.
Chirbes por Celia Rico
En su adaptación de La buena letra, novela breve de Rafael Chirbes, la directora y guionista Celia Rico somete el material original a un interesante destilado sin por ello renunciar al poso amargo que serpenteaba como un acuífero silencioso debajo de cada uno de los escuetos capítulos de aquel libro.
Rico poda las hojas del árbol genealógico de la familia protagonista para reducirlo a una relación a cuatro, siempre contada desde la perspectiva de Ana (Loreto Mauelón), la esposa de Tomás (Roger Casamajor) y cuñada de Antonio (Enric Auquer), cuya boda con Isabel (Ana Rujas) zarandeará el ya de por sí débil tronco parental. Este retrato íntimo de la posguerra en un pequeño pueblo valenciano adopta las formas de un melodrama familiar construido con los ladrillos del silencio, las elipsis que dividen cada uno de sus cuatro capítulos como una argamasa sobre la que cimientan los agravios, los rencores y el dolor.
Al igual que en la novela, no busquen aquí certitudes ideológicas ni confirmaciones rotundas; para hallar respuestas necesitaran descifrar la espartana propuesta que nos lanza la directora de Viaje al cuarto de una madre (2018). El desencuentro entre dos hermanos adscritos al bando republicano irá creciendo en el interior de una casa con perfil de calabozo. Su relación se asemeja a la de una balanza que va desnivelándose con cruda parsimonia y Ana, encarnada con imponente austeridad por Loreto Mauelón, es la viga que trata de mantener un equilibrio imposible.
Aquí las consecuencias de la guerra civil se palpan en la cotidianidad. Una cruz situada en el segundo termino del encuadre tutelando la conversación entre las dos cuñadas a propósito de los roles femeninos, con una Ana Rujas que parece directamente entresacada de un melodrama de los años 30 y cuya voluntad de emancipación esconde un arribismo feroz (no hay nada simple en esta notable película). O la claudicación definitiva ante el nuevo régimen, que aquí adopta la forma de un coche prestado, de una criada que sirve el té o de un desalentador relevo generacional, pues todo concluye con la significativa coincidencia de una muerte y un nacimiento.
La dirección de Celia Rico es sobria y punzante. Filma la disolución de un matrimonio cambiando el angulo desde el que miramos el lecho que comparten. En la primera comida familiar de la que participa Isabel, la planificación la presenta como un elemento disruptivo que quebrará la relación entre Ana y Tomás. En resumen, La buena letra es, como la novela, una contenida tragedia familiar envenenada por aquellas palabras que se tragó el orgullo, por la pesadumbre y por el hambre (¡cómo come el Antonio de Enric Auquer!). La tragedia de que, al final y como decía Chirbes, “tanto esfuerzo no ha servido para nada”.