Rafael Spregelburd: "Me limito a prepararle al espectador una fiesta agridulce"
Rafael Spregelburd en SPAM. Foto: Hernán Corera.
El autor argentino presenta en Festival de Otoño su monólogo SPAM y reestrena en los Teatro Lucha La estupidez.
Pregunta.- Presenta SPAM como una ópera hablada. ¿Tiene algo que ver con la técnica del recitativo o el sprechgesang germano?
Respuesta.-La sprechoper, u ópera hablada, es un género muy extendido en los países de habla germana y algo totalmente anómalo en los de lenguas latinas. En principio, lo único que es definitivo es que la música ocupa el 100% del tiempo del texto. Pero el texto no es cantado sino que es dicho. La obra está escrita teniendo en cuenta el ritmo que produce toda escritura en verso, pero al mismo tiempo sin que esto se note demasiado. Las rimas son libres y las irregularidades en el ritmo responden también a la música sumamente singular de Zypce, capaz de interpretar un arpa hecho de cuerdas de cortadora de césped o de sumergir un celular bajo el agua para ver cómo suena.
P.- ¿Cómo construye estas óperas habladas con Zypce? ¿Cuál es su 'método' de trabajo?
R.- No sabría ponerlo en reglas ya que lo hemos hecho sólo dos veces y por motivos diferentes. La primera vez fue en Apátrida, donde el texto (basado en cartas reales de finales del siglo XIX) se me hacía impensable si no era montado en una estructura musical: una música violenta y anacrónica que complejizara la retórica de ese pasado perdido. En esta segunda ocasión intentamos hacer casi todo lo que no nos permitimos poner en práctica en Apátrida, en principio porque SPAM tiene una estructura desaforadamente híbrida y con algo de performance multimediática. La música tiene -en teatro- posibilidades extraordinarias: sus climas pueden reforzar o contradecir lo que se actúa, y sus marcas emocionales son de una intensidad que los actores envidiamos. A su vez, tanto Zypce como yo no nos sentimos nada cómodos con la expresión "teatro musical", que suele aplicarse a un pasatiempo frívolo y de melodías de mercado. Lo que hacemos en estos dos espectáculos está muy lejos de eso y es bastante inclasificable. Y es probable que no lo volvamos a hacer más. Fue simplemente la forma que mejor canalizaba estos dos textos tan disímiles entre sí.
P.- Afirma que es una obra llena de pistas falsas y verdaderas. ¿Cuál es la intención de ese 'juego' que plantea al público?
R.-Es sólo una cita a la supuesta realidad. La vida de las personas también está llena de aparentes pistas. Los humanos tratamos de entender lo que nos sucede a través de un ilimitado sistema de interpretación. Muchos interpretan su propia vida recurriendo al psicoanálisis o a la astrología. Pero los signos verdaderamente orgánicos no funcionan como pistas de un policial. Es un tema arduo en la literatura. Chejov adscribió a la idea de que si aparecía un arma en escena, ésta debía dispararse en el último acto. Pero nunca dijo cómo, ni si debía matarse a alguien con ella. Paul Auster, también obsesionado por el tema del azar en las estructuras ficcionales, ha reflexionado ampliamente sobre el tema del significado de los indicios: si mi vecino dice en la vida real "Me voy a Jerusalén", yo pienso simplemente: "Qué bien, se va a Jerusalén." Y no mucho más. Pero si es el personaje de una ficción quien lo anuncia, entonces debo pensar en Jerusalén como un cúmulo de indicios políticos, sociales, históricos, religiosos, etc. Si hay alguien detrás de las acciones de los personajes, entonces nada es elegido por simple azar, y alguien está tratando de decirnos "algo". Esto es cierto, pero también es relativo, o por lo pronto ha conducido en la larga historia del teatro occidental a un exceso de interpretación en las salas de nuestras ficciones. Entonces muchas veces el público cree que su función es simplemente adivinar qué significan las referencias culturales que se le ofrecen como pistas de un policial que es el mundo.
P.-¿Y cuál es la consecuencia más nefasta de esa tendencia?
R.-Algo que puede resultar muy aburrido, sobre todo cuando esas referencias están globalizadas, o son las mismas que difunden las noticias, las redes sociales, el sentido común. Me gusta ensayar en mis obras algo que imagino como la "organicidad pura de la biología": algunas cosas ocurren como pistas de otras, otras son simplemente catástrofes, y a veces las causas no preceden a los efectos. En SPAM esto se obtiene mediante un sencillo procedimiento técnico: las escenas se ven en total desorden, y al atacar la flecha del tiempo, causas y efectos se muerden la cola de una manera al menos escandalosamente divertida. Pero hay otros procedimientos, que también ensayan mis obras recientes: varias causas distintas para un mismo efecto; o causas sin efecto futuro que aparecen ligadas a efectos sin ninguna causa aparente en el pasado. Son intentos de plasmar algo del funcionamiento de la realidad más allá del ordenamiento que de ella haga la razón. En cuanto al público, todo procedimiento quiere lo mismo: invitarlo a una experiencia. La singularidad de la experiencia debe ser única e irrepetible. La experiencia contemporánea tiene mucho más de rompecabezas, de aventura, de viaje que de instrucción moral y cívica.
P.- En su ciclo sobre El Bosco retrata la inclinación del hombre a cometer los siete pecados capitales. ¿Qué pretende, por su parte, poner en solfa con SPAM?
R.- SPAM es una suerte de triste opereta apocalíptica. Cuando se estrenó, en 2012, el calendario maya llegaba a su fin, la economía mundial tambaleaba, el terrorismo global levantaba sus banderas, la especulación financiera había vaciado varios países (el mío entre ellos) y la crisis europea preanunciaba un fin del mundo muy concreto en Italia, en Portugal, en Grecia o en España (y efectivamente, hay mundos que acaban dentro de este mundo hecho de muchas cosas). SPAM fue una pieza pensada por encargo para engalanar la ridícula crisis sociopolítica italiana del fin de la era berlusconiana. Pero sus vértices son un poco más universales: en SPAM se combinan imágenes tan disímiles como el hundimiento del Costa Concordia, la muerte de Caravaggio, una muñeca mecánica ensamblada en China que dice malas palabras a su pequeña dueña, la desaparición de una lengua antigua de la Mesopotamia asiática, la crisis ecológica producida por la acumulación de la basura (real y virtual) y un sinfín de episodios de este comienzo de milenio que se ha despertado muy estúpido.
P.- Dice un crítico argentino que sus obras últimas parecen "alephs enloquecidos". ¿Qué le parece tal definición?
R.- No hay otro aleph que el que está un poco enloquecido. ¿Un punto en el que coincidan todos los vértices?
P.- ¿Es Borges su referente literario más influyente?
R.- No necesariamente. Pero por supuesto que me gusta mucho su escritura. Es enorme e inspiradora. Borges nos ha enseñado a los argentinos que se puede ser absolutamente libre a la hora de escribir; él localizaba sus ficciones en el barrio de Palermo o en la Arabia medieval, liberándose aparentemente del peso de "pintar tu aldea", que siempre ha sido una frase muy bonita y muy cómodo para que Europa siguiera produciendo los clásicos del mundo y las culturas periféricas apenas nos limitáramos a comentarlos. O -en el peor de los casos- a consumirlos como productos de importación. Sí, supongo que podríamos decir que Borges -a quien he estudiado no muy conscientemente- es una influencia genética difícil de sacudirse. Pero mis influencias son tantas y tan disímiles que el gen se diluye en el cruce racial: desde Chejov a Tarantino, desde Joyce al tango, pasando por la experiencia del art-brut, por Pinter, por Buster Keaton, por Tarkovski, por Sartre o el cine de Paul Thomas Anderson, Rainer Werner Fassbinder o Woody Allen. Cabe aclarar que es común en las culturas latinoamericanas que la alta cultura y la baja cultura se den la mano de manera natural. Esto no es tan común en Europa, donde las influencias reconocidas parecen ser siempre aquellas que la cultura ya ha consagrado como sacrosantas.
P.- Últimamente tiende a escribir pensando en usted como el actor encargado de encarnar el texto. ¿A qué cree que se debe esta propensión?
R.- Es pura casualidad. A veces siento más necesidad de actuar que de otras cosas. Por eso me vuelco desesperadamente al cine (donde respondo a instrucciones de otros directores con una obediencia firme y sospechosa) o a encarnar mis propios antihéroes, a los que creo conocer muy bien. Así que me he visto al menos en dos ocasiones concibiendo obras para mí mismo como actor. Pero esto no me priva de seguir montando espectáculos con elencos más numerosos, en los que a veces me conformo con actuar y otras con sólo dirigir. Mis dos últimas obras se estrenarán en Bruselas ("Philip Seymour Hoffman, por ejemplo") y en Bregenz, Austria ("Inferno") y yo lógicamente no estaré en ellas.
P.- ¿Hasta qué punto el delirio y el absurdo en su obra son un espejo o un retrato de la sociedad contemporánea?
R.- Siempre guardan relación con la sociedad contemporánea. Pero no sé si retrato o espejo son las palabras más precisas. Si son espejos, lo serán seguramente deformantes, ya que toda ficción supone una nueva elección de prioridades, una supresión de ciertos detalles, una mentira existencial que haga posible la aparición de lo singular.
P.- Si es así, ¿qué efecto pretende crear en el espectador: que vea sobre el escenario el absurdo en el que está embarcado?
R.- No tengo una intención moralizante y no sé qué debe hacer el espectador. Yo me limito a prepararle una fiesta agridulce. Lo invito a que se pierda en ella. Es probable que para que esto ocurra deba suspender algunas incredulidades. Pero eso sucede con cualquier obra, creo yo.
P.- ¿Qué piensa cuando escucha que sus obras son largas, complejas, barrocas, caóticas?
R.- Que tienen razón. Las cuatro cosas han sido buscadas con enorme pasión.
P.- Por cierto, el protagonista se llama Mario Monti. ¿Es casualidad que ese fuera el nombre también del exprimer ministro tecnócrata que sustituyó a Berlusconi?
R.- No, no es para nada casual. La anécdota de Mario Monti, el real, me ha parecido apetitosa. Al salir Berlusconi, luego de un reinado de ignominia, el pueblo italiano (harto ya de toda política, o al menos de eso que se le presentaba como política en su contexto), de pronto ve que un tal Mario Monti asumía el poder provisorio de lo que quedaba del Imperio Romano. Monti: un tecnócrata, un gerente, un desconocido que -a los ojos del pueblo- era el único capaz de comprender la crisis bancaria y responder a las órdenes de la Europa Central. Todo es muy penoso. Mi personaje se llama Mario Monti y en un momento de la obra pierde la memoria; despierta en un hospital de la isla de Malta con su pasaporte y muy pocas cosas más. Cuando trata de descubrir quién es en internet, se sorprende con horror al ver que toda referencia a su persona ha desaparecido, ya que toda noticia en la red refiere a otro Mario Monti, de idéntico nombre, de mayor popularidad. Así son las cosas: llamarse Mario Monti, o José Pérez, puede ser letal en el cybermundo.
@albertoojeda77