Los troyanos en el reciente montaje de la English National Opera. Foto: Laurie Lewis
El mundo de la música celebra el 11 de diciembre el bicentenario de Hector Berlioz (1803 - 1869), uno de los más grandes compositores de la historia. El creador de la Sinfonía Fantástica ha tardado años en ser valorado, sobre todo en el mundo de la ópera, pese tener en su haber títulos como Los troyanos o Benvenuto Cellini. Las celebraciones de su doscientos aniversario le han proporcionado nueva vitalidad. El Cultural estudia al personaje y presenta una discografía complementaria.
Francia vivirá hoy con gran intensidad las celebraciones de éste, su hijo, que no siempre ha reconocido. En Rusia o Alemania también se han programado numerosos homenajes mientras que en Inglaterra o Estados Unidos, se ha insistido con interés sobre su figura. En otros países, caso de España o Italia, los doscientos años de su nacimiento han transcurrido sin pena ni gloria. Ninguna de nuestras temporadas líricas le ha encontrado un hueco. Más aún, ni el Teatro Real ni el del Liceo, desde sus respectivas reaperturas, han tenido “tiempo” para ubicar sus óperas.
Quizá haya habido cierta mala suerte en la vida de este hijo de Sagitario, como Beethoven, y en su resurrección. Habría que incidir en el adjetivo “cierta” porque no se puede considerar que el autor de la
Sinfonía Fantástica -una de las obras orquestales más grabadas de la historia- sea un desconocido. Más bien estamos ante uno de esos creadores con una obra cuyo éxito ha acabado ocultando el resto de su corpus. En parte se debe a que su concepción musical ha necesitado mucho tiempo para que su estatua, que se yergue con actitud desafiante en el Olimpo, respetada y reverenciada por algunos, adquiera una cierta proximidad.
Tiene su lógica si constatamos que es fruto de lo que, como mínimo, puede calificarse de personalidad creativa diferente. De carácter genial, traumatizado por una infancia sometida a un padre demasiado estricto, pertenece a ese bloque, lleno de neuróticos insignes, que hizo arrancar el romanticismo. Era dos años más joven que Bellini y cinco que Donizetti y Schubert. Por su parte, Glinka era un año menor, Schumann siete, lo mismo que Chopin, mientras que Liszt lo veía ya con la distancia de ocho años. En el fiel de la balanza de lo más granado de la creación musical europea en una Francia convertida en uno de los motores culturales de Occidente.
El talante de Berlioz se desarrolló en una vía muy particular en casi todo. Frente a los grandes virtuosos del piano, él sólo se movía con comodidad en la guitarra. Distante de las virtudes académicas propuestas por el Conservatorio de Cherubini, configuró su propio mundo dentro de un transcurrir vital excesivo, descontrolado, imprevisible, en una mente hipersensible, cuya genialidad era reconocida de inmediato. En una carta de Wagner, dirigida a Liszt, le expone su peculiar impresión sobre el autor de la
Fantástica: “También él es tierno y profundamente sensible, hasta el punto de que todo el mundo le hiere y abusa de su enfermiza irritación para arrastrarle, con el concurso de las influencias que le rodean, a prodigiosos extravíos, convirtiéndolo en un ser tan extraño que, sin saberlo, se hace daño a sí mismo. Pero a fuerza de ahondar en ese extraño fenómeno me he dado cuenta de que el hombre de dotes extraordinarias sólo puede hallar en otro hombre superior el amigo que le comprenda, y he llegado a la conclusión de que nosotros formamos hoy una tríada exclusiva de otra naturaleza, porque somos parecidos. Esa tríada está formada por ti, por él y por mí. Pero tenemos que guardarnos de decírselo, pues no quiere oír hablar de ello. Un dios que sufre tan cruelmente no es más que un pobre diablo”.
Mirada a Alemania
Frente a esa tendencia a mirarse al ombligo que se daba en muchos compositores de la Francia de principios del XIX, Berlioz dirigió sus ojos hacia Shakespeare y, sobre todo, hacia Alemania. Fue uno de los primeros galos en resaltar la aportación de Beethoven. Y también fue un admirador de Weber, lo mismo que de Goethe o Heine en el terreno de la literatura. Fruto de una insatisfecha imaginación, no tuvo inconveniente en idear una orquesta imposible, provista de más de ochocientos instrumentos, que se convertiría en modelo para el gigantismo post-romántico. A raíz de este inmenso conjunto, Pierre Boulez ha encontrado un curioso punto de contacto. En opinión del creador y director galo, “Berlioz se pone a hacer un catálogo preciso de los efectos que se podrían obtener de esta orquesta; y debo decir que la lectura de ese catálogo me ha sugerido siempre una comparación de lo más incongruente, el final de los
Cien días de Sodoma: Sade, en la imposibilidad provisoria de acabar su obra, hace un catálogo de las perversiones aún por describir... Hay en el catálogo del marqués de Sade, como en el de Berlioz, una especie de obsesión por el análisis combinatorio, que obedece a la misma razón: la insaciabilidad, compensada por un desenfreno imaginario: ¡único punto en común, sin duda, entre Berlioz y Sade!”.
Ese talento excepcional para pensar orquestalmente le ha generado seguidores y críticos. A Stravinski la fama de Berlioz como instrumentador le pareció siempre “muy sospechosa. Desde luego fue un gran innovador y, además de conocer la técnica de cada nuevo instrumento que empleaba, podía imaginar perfectamente su sonido. Pero la música que tenía que instrumentar era frecuentemente de construcción armónica pobre”.
Y aunque en su vida pudo pesar esa habilidad -que, por mucho que le moleste a Stravinski, le convertiría en uno de los grandes referentes del siglo XIX- Berlioz aspiraba a ser considerado un hombre de teatro musical.
Infausta maldición
Debussy, en una famosa crónica, acabó por echarle casi una infausta maldición que se ha mantenido durante gran parte del siglo XX. Así, le acusa de que “no fue nunca un músico de teatro. A pesar de las bellezas auténticas que encierran
Los Troyanos, los defectos de proporción hacen difícil su presentación y casi uniforme su efecto, por no decir aburrido... Además, Berlioz no aporta en ella ninguna novedad. Se acuerda de Gluck, que le gustaba apasionadamente, y de Meyerbeer, a quien detestaba religiosamente. No, no es ahí donde hay que ir a buscar a Berlioz”.
Ha habido que esperar a la segunda mitad del pasado siglo, para que se tomara en serio su aportación dramática y, en parte, algunas de sus obras religiosas. Y hubo que cruzar el Paso de Calais para que aparecieran sus campeones. Entre ellos, Sir Colin Davis, que gracias a la firma Philips ha dejado un gran legado.
Es posible que todavía sea pronto para comprender el mensaje futurista de Berlioz. Sus filigranas orquestales, su combinación de grandes masas sonoras alcanzan un grado que, fuera de su contexto, pueden sonar vacías pero que en su verdadero concepto, se aprecian como resultado de otro modo de pensar la música que no ha tenido continuación. Ha sido el último mohicano de una tribu que empezaba y acababa en él. Quizá por ello, frente a tanta incomprensión, lanzó su queja a Lo Más Alto: “¡Ay, Dios mío! ¡Qué mundo tan fastidiado nos has dejado! Hiciste mal en descansar el séptimo día. Mejor habrías hecho en seguir trabajando, porque quedaba bastante por hacer”.