García Calvo destila la poética de Liszt
Guillermo García Calvo. Foto: David Bohmann
El joven director se sube al podio de la Orquesta Nacional para desarrollar un sustancioso programa con la infrecuente Sinfonía Fausto de Liszt como base. Lo completan piezas de Frans Schreker y Ramón Humet.
En el podio figura el director madrileño Guillermo García Calvo (1978), sorprendente inquilino de la Ópera de Viena, en la que ha dirigido diversas óperas, entre ellas La flauta mágica de Mozart. Es un adicto a la música de Wagner, de quien ha hecho ya en Oviedo las dos primeras óperas de la Tetralogía. Su afición a los pentagramas del alemán le viene de antiguo: se graduó en la Universidad vienesa con una tesis sobre Parsifal. Excelente actuación la suya en el reestreno de Curro Vargas de Ruperto Chapí en el Teatro de la Zarzuela.
Por todo ello y por lo que ya le hemos visto, no hay duda de que este joven maestro, delgado, enteco, elástico, de amplio y seguro gesto que bate en todas las direcciones con brazos ágiles y móviles, que marca y subdivide con eficacia, que está atento a todo, que sabe embarcar y perfilar, que mantiene un tempo-ritmo férreo, puede extraer mucho partido a una partitura tan compleja y enjundiosa como es la citada sinfonía, estrenada el 5 de septiembre de 1857. Composición verdaderamente singular en la que brilla el arte lisztiano, basado fundamentalmente en la variación continua, en lo que podríamos denominar transformación temática, lo que deja en segundo plano el arte de la confrontación de distintos motivos.
El título completo de la obra es Una sinfonía de Fausto en tres estudios de carácter (según Goethe): Fausto, Gretchen y Mefistófeles. Liszt juega constantemente con pequeños sujetos, células breves. No trataba el músico de recrear al detalle la historia del literato alemán. Lo que persiguió fue realizar una serie de apuntes en torno a los caracteres de los tres personajes. Lo que prevalece, lo que subyace bajo la música es una idea poética o filosófica que se constituye en motivo expresivo, que favorece la ansiada libertad formal.
La iridiscencia de esos pentagramas, tan impetuosos como líricos, mesuradamente descriptivos, está en conexión con el trabajo que décadas más tarde practicaría en algunas de sus creaciones Schreker, amigo de la extrema sensualidad de la materia, tan propia de la cultura morbosa del expresionismo, del exultante espíritu del Jugendstil, tan paralelo, por un lado, a la pintura negra de un Egon Schiele y, por otro, a la más decorativa y elegante de un Gustav Klimt.
El empleo de un intenso cromatismo, dentro de un planteamiento básicamente tonal, y el uso de escalas de tonos enteros y de agregaciones politonales, en cercanía a ciertos procedimientos straussianos, acaba por definir el espectro de la sinuosa y sugerente música del autor. Rasgos apreciables ya en la obertura que se interpreta.