Sol, sexo y playa: Aquiles antes de la tragedia
El estreno de 'Aquiles en Esciros' será el gran acontecimiento de la temporada del Real. El filósofo Javier Gomá y el conservador del Prado Alejandro Vergara reflexionan sobre la oculta adolescencia del héroe en la isla griega
9 marzo, 2020 08:06Hubo un Aquiles antes de Troya. Adolescente. Con la libido descontrolada y un montón de mujeres bellas a su alcance. Vida despreocupada y gozosa en una isla griega. Sol, sexo y mar. Incluso amor. En fin, el paraíso en la tierra. Ese protohéroe, ajeno todavía al hecho de que la vida va en serio (la suya particularmente), es el que nos da a conocer Aquiles en Esciros. Adentrarnos en su psique, previa a la adultez, es uno de los grandes atractivos de esta ópera que desempolva el Teatro Real el próximo 17 de marzo.
Es un estreno en tiempos modernos, con la salvedad de unas representaciones ofrecidas en el Moody Performance Hall de Dallas en 2018. El responsable de estas, por cierto, se quejó al Real cuando el coliseo madrileño anunció el proyecto advirtiendo –de buena fe– que sería el primero en escenificarla desde su premiere en el Casón del Buen Retiro en 1744. Lo de Dallas arruina el titular pero no resta un ápice de interés y mérito al trabajo desarrollado aquí para recuperar una gema de nuestro patrimonio lírico.
Porque Aquiles en Esciros fue compuesta en España. Por un italiano, vale. Pero un italiano que vivió en nuestro país casi medio siglo y murió en Madrid en 1778. Hablamos de Francesco Corselli, compositor que vino de la mano de Isabel de Farnesio en 1733. Cinco años después asumió el cargo de maestro de la Real Capilla y lo ostentó hasta su fallecimiento. Compuso por tanto para tres monarcas: Felipe V, Fernando VI y Carlos III. Todo un hito. Para el primero, casado en segundas nupcias con Isabel de Farnesio, escribió esta ópera. Su finalidad era aderezar los esponsales dinásticos de la infanta María Teresa Rafaela con el delfín de Francia. Una boda con mucha miga geoestrátegica al aliar a las dos potencias.
En los preparativos del gran acontecimiento (social, político y musical) se ha sumergido a fondo Álvaro Torrente, director del Instituto Complutense de Ciencias Musicales y perseverante investigador (y valedor) de las partituras de Corselli. “Tiraron la casa por la ventana para tan sólo dos representaciones. Trabajaron entre 100 y 150 personas simultáneamente armando la puesta en escena. Hubo que arreglar el tejado del Casón del Buen del Retiro. Ocho pintores se ocuparon de los decorados. Y los días de función había movilizados unos trescientos operarios. Hay que tener en cuenta que debían calentar el Casón y manejar todo el sistema escénico. Como se iluminaba con velas y lámparas de aceite, un buen número de bomberos tenía que estar alerta”, explica.
"Metastasio es una figura clave en la vertebración de la identidad cultural europea". Álvaro Torrente
Corselli contó además con un elenco de gran altura, estrellas internacionales incluidas. Algunos de los cantantes eran buenos amigos de Farinelli, el famoso castrato, ‘fichado’ por Isabel de Farnesio para aliviar con su canto las profundas depresiones en que caía su cónyuge. “Ese detalle induce a pensar que Farinelli estuvo muy presente en todas las decisiones relativas a esta producción”, colige el musicólogo madrileño. El cantante era el principal asesor musical de Isabel de Farnesio, por lo que la deducción tiene una sólida base.
Otro detalle que revela que Farinelli pudo mover desde el principio los hilos del mastodóntico evento es el libreto sobre el que trabajó Corselli. Lleva la firma de Metastasio, figura capital en la ópera del siglo XVIII. “Se escribieron, calculo, unas 900 óperas a partir de sus 27 libretos. Es sin duda una las figuras principales en la vertebración cultural de Europa en esa época, porque sus libretos se pusieron en música desde Lisboa hasta San Petersburgo, desde Estocolmo hasta Nápoles, pasando por Madrid, París, Barcelona, Londres, Copenhague, unas quince o veinte ciudades italianas y otras tantas del Imperio Germánico…”, señala Torrente, que anda enfrascado –como director– en una investigación sobre la ópera del siglo XVIII financiada con dos millones y medio de euros por la Comisión Europea y cuyo primer resultado visible es el estreno en el Teatro Real de Aquiles en Esciros. Metastasio era íntimo amigo de Farinelli, de ahí que la elección de un libreto suyo para la boda seguramente partiera del popular cantante. No es algo que esté documentado fehacientemente pero los indicios conducen a esa razonable conclusión.
Torrente, que lleva más de 20 años aireando pentagramas de Corselli, señala que el drama de este como creador es que salió del radar de la musicología cuando entró en España, país en el que no suelen reparar demasiado los estudiosos foráneos. Y, para más inri, hasta tiempos recientes no se reivindicaba por los académicos propios “por no ser español pata negra”. Fue así víctima de una encrucijada perversa de la que ya se le está resarciendo. “Hoy se ha normalizado su presencia en las programaciones”, admite Torrente. Lo prueba, por ejemplo, el concierto casi monográfico que le dedicará el 23 de marzo en el FIAS 2020 uno de nuestros cuartetos más prometedores: L’Apothéose. Torrente, consciente de su potencial dramático y de su riqueza sonora, ya le habló en 2001 de esta ópera a Ivor Bolton, con el que colabora desde hace más de dos décadas. Pero fue en 2015, al asumir este la dirección musical del Real, cuando el sueño de mostrarla al público empezó a cristalizar.
Contrapunto galante
Bolton, experto en este repertorio (aquí tendrá a sus órdenes a la Orquesta Barroca de Sevilla), defiende el altísimo nivel que la escritura de Corselli alcanza en Aquiles en Esciros, adscrita al stilo galante, tejida a base de contrapuntos, salpicada de sorprendentes soluciones armónicas y abierta a curiosos instrumentos como el salterio. “Es muy expresiva, los colores están muy bien definidos para cada aria, que son reflexivas y profundas. Está armada de manera muy inteligente”, afirma Bolton en uno de los mullidos salones del teatro, donde acaba de finiquitar un ensayo individual con Francesca Aspromonte. La soprano italiana encarnará a Deidamía, hija del rey de Esciros (Licomedes) y novia de Aquiles. El guerrero en ciernes ha recalado en la isla de la mano de su madre, Tetis, que lo ha escondido allí para evitar que lo recluten para la guerra de Troya. Ataviado con vestimentas de mujer, entra a formar parte del gineceo del monarca insular. El futuro líder de los mirmidones aprovecha la coyuntura para dar rienda suelta a sus instintos, hechos de los que se hace eco Estacio en la Aquileida.
"Tiene sentido plantear aquí una confusión homoerótica, como precedente de su relación con Patroclo". Mariame Clément
En el Real lo interpreta uno de los grandes contratenores del momento, Franco Fagioli. “El travestismo de Aquiles recuerda mucho al universo de los castrados, que entraban en el teatro mediante la interpretación de personajes femeninos”, explica a El Cultural. Es el suyo un papel muy sugerente para un cantante de su tesitura. Al fin y al cabo, un contratenor es un hombre que canta como una mujer. El enredo de identidades sexuales, fuente de constante comicidad durante toda la primera parte de la ópera, se complica todavía más con la llegada de Teagene, el príncipe elegido por Licomedes para casarse con su hija y que, al final, acaba prendándose de esa doncella musculada que acompaña a su prometida. Aquiles no recoge el guante de sus galanteos pero sí se produce cierta confusión en su fuero interno. “Esto no es algo que esté en el libreto pero sí en nuestra puesta en escena”, confiesa Mariame Clément, la regista. “Tiene todo el sentido plantearlo así porque de alguna manera es un precedente de lo que luego ocurrirá con Patroclo”. La directora gala, especialista en el repertorio barroco (acaba de dirigir Agrippina en La Maestranza), alude a la relación que Aquiles mantuvo con su compañero de armas, marcada presuntamente por una pulsión homoerótica.
De esa arcadia feliz es arrancado por Ulises, siempre audaz. Sabedor de que sin Aquiles los aqueos no tienen ninguna opción de derrotar a los troyanos, se desplaza a la isla para movilizarle. Mediante un ingenioso ardid consigue identificarlo. Convence a Licomedes de que le deje entrar en palacio para ofrecerles unos regalos a las cortesanas. Entre ellos, cuela una espada. Al verla, el campeador griego no puede contener su deseo de blandirla, lo que le delata. El gesto le obliga a asumir su destino mortal, trágico pero glorioso, como recoge Javier Gomá en Aquiles en el gineceo, segundo volumen de su Tetralogía de la ejemplaridad. El filósofo se inspiró en el cuadro de Rubens (y Van Dyck) Aquiles descubierto por Ulises y Diómedes, expuesto en el Prado, donde, precisamente, al hilo de las representaciones del Real, impartirá el 11 de marzo una conferencia en la propia pinacoteca sobre este destierro: del paraíso divino de Esciros debe viajar al infierno humano de Troya.
Un vitellone griego
"La partitura es muy expresiva, los colores están muy bien definidos en cada aria. Es muy inteligente". Ivor Bolton
Clément, por su parte, concibe la orografía aislada de Esciros como una extensión del claustro materno, donde Aquiles ha sido llevado por su asustada progenitora y, cual itálico vitellone, vive acunado en un entorno de armónica sororidad. Su puesta en escena tiene un pie en el siglo XVIII porque quiere evocar la imaginería de la bodas que originaron la composición, y otro en el mundo clásico, de donde salen los protagonistas de esta bildungsroman lírica.
“No he construido una atmósfera naturalista. Es un mundo de fantasía. Esto es lo que me encanta del barroco. Al contrario que la ópera del siglo XIX, tan realista, suele ser ambigüo y, por tanto, da más libertad para proponer distintas lecturas”, apunta Clément. En esa estética híbrida conviven pues las pelucas rococó con las túnicas grecolatinas. Aquiles, en cualquier caso, deberá despojarse de todo disfraz y afrontar que su carácter guerrero es indisociable de su destino trágico. Ha de morir para ser inmortal: ahí estriba la gloriosa (y dolorosa) paradoja del héroe.
Aprender a ser mortal
En Imitación y experiencia (2003), primera entrega de la Tetralogía de la ejemplaridad (Taurus, 2014; DeBolsillo 2019), desarrollé una teoría general de la ejemplaridad. Y anunciaba la segunda entrega: la historia subjetiva de entrada a esa ejemplaridad. Y eso es lo que conté en Aquiles en el gineceo, o aprender a ser mortal (2007). Tomando como motivo el suntuoso cuadro de Rubens Aquiles descubierto por Ulises y Diómedes (Museo del Prado), el libro medita sobre el significado filosófico-existencial de un Aquiles adolescente disfrazado de mujer en el gineceo de Esciros y siendo inmortal como un dios, imagen del estadio estético, que en un momento culminante de su vida decide salir de ese regalo y placer, quitarse el disfraz y participar en la guerra de Troya donde lograría la victoria para los griegos pero perdería la vida (imagen del estadio ético). El ensayo se pregunta: ¿por qué renunció a la inmortalidad? Eligió ser mortal porque comprendió que la mortalidad es privilegio de una individualidad plena y auténtica, condición para llegar a ser el Aquiles que estaba llamado a ser, el mejor de los hombres. Y como Aquiles, nosotros. Porque los dos estadios compendian la totalidad de la experiencia humana, y el viaje emprendido por Aquiles del gineceo a Troya enseña el camino, estudiado por el libro, para llegar a ser (ejemplarmente) mortal. Javier Gomá
La doncella de brazos poderosos
Rubens repara en este momento de la vida de Aquiles porque, como dejó escrito en algunas cartas y reflejó en su pintura, una de sus motivaciones constantes fue recuperar la grandeza de la antigüedad clásica. Es lógico por tanto que se fijara en el instante en que el héroe griego empuña la espada evidenciando su impulso guerrero. Por un boceto previo que se conserva en el Fitzwilliam Museum de Cambridge, cabe pensar que Rubens en un principio quiso mostrarlo en actitud avergonzada. Pero, finalmente, optó por retratarlo con un porte más heroico, en consonancia con esa pretensión de traer a la actualidad la gloria del pasado. Es un cuadro ambicioso, de gran tamaño, tema importante y retórica grandiosa. También es un cuadro de mucha calidad, que además documenta lo forma de trabajar de Rubens. El pintor lo ofreció por carta a un noble inglés, afirmando que lo había pintado el mejor de sus asistentes y que él mismo lo había retocado enteramente. Su ayudante más dotado en ese momento era Van Dyck. Es probable por tanto que el cuadro sea una obra conjunta de ambos pintores. Alejandro Vergara