Esperando a Godot
Es difícil resaltar unos elementos más que otros. El mínimo espacio escénico -una "repisa", decía Pasqual poco antes del estreno-, subraya el vacío y la crueldad que apunta el texto entero. Amat ha convertido la carretera donde esperan Vladimir y Estragón en un monocromo vertedero de basuras confeccionado a base de caucho negro, y el ciclorama de fondo que utilizó Beckett, en un desdibujado paisaje celeste. Sobre este desolado espacio ha dispuesto Pasqual a sus cuatro personajes salidos de un circo.
No ha inventado nada, todo ello estaba ya en el texto de Beckett, pero su mirada ha sabido reforzar con inteligencia lo que la obra apunta: Vladimir (Lizaran) es un clásico "augusto". Estragón (Fernández), un "clown". Pozzó (Orella) aparece como un domador de fieras. Lucky (Martínez) como la bestia amaestrada. Todo son piezas de un engranaje que funciona a la perfección.
Pero hay una fuerza indiscutible que empuja a la maquinaria entera: el memorable trabajo actoral, que convierte las más de dos horas de representación en una demostración de cualidades interpretativas: naturalidad, facilidad para pasar de un registro a otro -de la comicidad a la amargura, del drama a la parodia-, dominio de la tensión dramática, de los silencios... el equilibrio es tal que es fácil llegar a pensar que ninguno de los cuatro actores podría interpretar otro personaje sino el suyo. Y, desde luego, que no hubiera sido posible este espectáculo sin el oficio de Anna Lizaran y Lluís Pasqual. Por eso merecía la pena esperar casi treinta años.