Teatro

El virus exhibicionista de Talía

Boadella publica "El rapto de Talía"

5 abril, 2000 02:00

La sociedad actual está contaminada por el virus del exhibicionismo, no tiene escrúpulos en hacer de la vida real una continua representación. Albert Boadella, director de la compañía de teatro Els Joglars, analiza esta "patología" en El rapto de Talía,(Plaza & Janés, Círculo Cuadrado), el primer ensayo que escribe y que verá la luz la próxima semana.

La escenificación no es el invento de unos especialistas (los actores) ni exclusiva del lugar donde aparece generalmente (el teatro). La interpretación forma parte de un instinto latente en todo individuo, utilizado unas veces como defensa, otras veces como agresión e incluso como terapia. [...] Los que se especializaron en este instinto y lo evolucionaron hasta convertirlo en su modo de vida, lo hicieron tratando de sublimar esta acción funcional puramente zoológica en una sofisticada forma de comunicación para dominar también emotivamente a una masa de humanos. El éxito de la empresa dependía de cómo mejor y más intensamente dominara al auditorio, primero como brujos y después como sacerdotes y actores. Todo ello se concentraba en un tiempo y espacio determinado, produciéndose lo que viene a llamarse de forma común como espectáculo, o sea una especulación más refinada de los primitivos impulsos iniciales, que tiende a mostrar algo reconocible sin que necesariamente sea real.

No obstante, en las últimas décadas este concepto ha sufrido enormes mutaciones y en la actualidad el espectáculo propiamente dicho ya no se halla exclusivamente entre la embocadura escénica, sino que un delirio general se ha extendido por toda la ciudadanía produciendo espectáculos de toda clase completamente integrados en la vida cotidiana y apareciendo en los lugares más insólitos.

Guy Debord en su ensayo La sociedad del espectáculo describe a las naciones postindustriales como generadoras de obras de arte totales en su más baja calidad, es decir, unas obras de entretenimiento de un nivel absolutamente degradado que utilizan como materia prima la propia realidad. [...] A una sociedad en la que sólo existen las cosas si se habla de ellas, es decir, según la cantidad de espectáculo que se les dedique, habría que añadir que esta misma sociedad ha encontrado su gran caldo de cultivo en la excitación exhibicionista de las masas, aumentada hasta lo demencial a través de la explosión mediática.

El exhibicionismo ha penetrado en los lugares más recónditos de nuestras sociedades industrializadas e informatizadas y todo el mundo se cree dotado para detallar públicamente incluso su propia intimidad, convirtiendo lo privado en público sin ninguna clase de pudor [...].

En mis cuarenta años de trayectoria profesional en el teatro, he tenido la oportunidad de experimentar un fenómeno muy curioso que avala la tesis sobre la nueva patología pública del exhibicionismo. Durante las representaciones que ofrecíamos los primeros años había en el público una escrupulosa reverencia hacia nuestra labor de especialistas, quiero decir con ello que podía gustar o no lo que presentábamos, pero no recuerdo que nadie se atreviera a expresarnos cómo debíamos resolver tal o cual situación. Existía todavía por parte del público la sensación de estar asistiendo a un ritual donde los oficiantes formaban parte de la sacralización general del acto y al mismo tiempo se les reconocía dotados por la diosa Talía para pasearse por el altar-escenario en virtud de sus conocimientos cercanos a la magia. Ello no impedía los pataleos, silbidos o tomates si el invento no era del gusto del respetable, pero nadie osaba dictarle al comediante especialista cómo debía hacerlo, sólo el crítico oficial estaba autorizado para una labor tan arriesgada.

Pues bien, hoy el panorama es completamente distinto, han desaparecido de los teatros las broncas y los tomates, los asistentes se comportan con una correcta hipocresía capaz de aplaudir la peor bazofia, pero eso sí, una vez finalizada la representación, un enjambre de espectadores espera en la salida de los camerinos para tomar al asalto a algún sufrido y agotado actuante al que se tortura con toda clase de consejos sobre lo que debía hacerse en tal o cual situación [...]. No es que tengan especial interés en la obra, en lo que realmente están interesados es en mostrar su dominio del drama, que es para ellos algo tan sencillo como la vida misma. Una confusión cada día más generalizada. Los profesionales del oficio teatral nos encontramos pues con que hoy todo ciudadano por el hecho de nacer, vivir, reproducirse y morir cree sinceramente que está realizando un espectáculo real, donde él ejerce de actor protagonista ante una gran masa de público (la sociedad) que asiste interesadísimo a la representación de su existencia [...]. Los efectos de esta patología exhibicionista han cambiado radicalmente la catarsis tradicional entre actuantes y receptores, ya que hoy la identificación del público no se halla simplemente en los contenidos sino como persona. Son los receptores los que se imaginan a sí mismos actuando en el escenario o pantalla y sintiendo en su propio cuerpo la admiración que provocan con su supuesta maestría de actores. [...]. Por ello, en los conciertos, óperas o teatros, esas grandes ovaciones interminables no van destinadas esencialmente a los actuantes, el público se aplaude fervorosamente a sí mismo por ser precisamente tan extraordinario como público tan culto, tan sensible y, en suma, tan inteligente.

[...] La idea que el hombre de hoy tiene de la poesía y lo poético es casi nula [...]. En el teatro, durante la época de los decorados pintados, aunque se intentaba mostrar la realidad con apreciable fidelidad, como toda pintura no dejaba de significar cierta abstracción. Ni el material, ni el forillo simulando un palacio eran lógicamente auténticos, así nada transgredía pues el concepto poético destinado a provocar la excitación imaginativo-sensorial. [...] Si alguien asesinara de forma real a un actor sobre la escena, posiblemente encontraría en esta falta de manipulación una interpretación muy poco convincente. Así, podemos afirmar que es más muerte la muerte interpretada y más vida la vida sobre la escena. Lamentablemente la tendencia a presentar el hiperrealismo como materia artística es cada vez más generalizada. [...] Hace un tiempo hubo una agria polémica sobre la necesidad o no de matar un toro en la obra Carmen de Salvador Távora. No cabe duda de que el acto real era mucho más burdo que cualquier acción simulada, que además hubiera reflejado con mucha más amplitud y sugerencia los contenidos mitológicos que puede conllevar un acto de esta naturaleza [...]. Se puede detectar actualmente una invasión de acciones hiperreales en los terrenos de las artes, con la paradoja de que esta ingenua búsqueda en las realidades objetivas convierte su resultado en una insulsa ficción totalmente desoladora y estéril. [...] La arrogancia de un hombre que cree dominar la naturaleza exterior y también la interior porque controla algunos virus y bacterias genera como consecuencia directa el desprecio a cualquier forma de tradición o conocimiento de un pasado no superior a cinco años.

El mundo de la farándula significó en el pasado un refugio para toda clase de inadaptados que, con excepción de alguna figura de público reconocimiento, obtuvieron el prestigio de no ser enterrados en camposanto. Un prestigio sostenido durante muchos siglos con el pedigrí de pícaros y canallas como virtuosos adornos de un oficio practicado por sujetos de dudosa moral y vida errante. La súbita aparición del cine, encumbrado por las suculentas inversiones económicas, borró de un plumazo la aureola marginal y convirtió a sus actuantes en los nuevos iconos de la sociedad occidental.

La estimulante fama de personas poco fiables ha cambiado de tal manera que incluso algunas rancias empresas que restringían la entrada de actores en sus instalaciones hoy se desviven para tenerlos como clientes.
[...] La compulsiva iconoclastia del siglo XX ha relegado a los grandes dioses históricos a la condición decorativa en templos y museos, por lo que el nihilismo campando a sus anchas glorifica a un nuevo dios a su medida: el actor de cine [...]. En este sentido, los actores cinematográficos representan perfectamente la divinidad moderna, es decir, dioses de quita y pon muy acordes con las necesidades cambiantes del mercado, pero como el mercado no tiene forma visible, los actores ceden sus imágenes cautivadoras como reclamo para introducir los más variados consumos [...].

En estos reportajes (de los dominicales) los actores hablan de sus personajes en paralelismo siempre a sus propias vidas y, sin aparente transición, nos venden sus intimidades, sus amores, sus nimiedades como un acto de prostitución dirigido a una masa sedienta de trivialidad, interesada sólo en vivir también su propia existencia como actores cinematográficos de fama y éxito. Los personajes que interpretan los actores de cine tienen como único objetivo la consecución del triunfo para alcanzar el Olimpo de los envidiados y admirados dioses mediáticos. [...]
Para conseguirlo se empeñan en practicar durante muchas horas un trabajo monótono y duro ante las cámaras, una especie de coitus interruptus frustrante sin la aclamación del público en directo. [...]. Este proceder nos revelará cómo actualmente incluso los actores confieren mayor importancia a vivir la vida simulando que a simular la vida tal como se hacía en el antiguo arte de Talía.