Teatro

Georges Lavaudant

Fanfarrias

15 noviembre, 2000 01:00

Pido a mis actores sobriedad y sencillez, no me interesa la exageración trágica. Director del Odeón Théâtre de L’Europe, George Lavaudant ha trabajado sobre todo en el teatro público, donde dice haber encontrado la libertad. Por eso, sus montajes son de gran formato, con exquisitas puestas en escena aunque de aparente sobriedad. Tras haber estrenado recientemente en Barcelona La Orestíada, el 23 de noviembre presenta en Madrid, dentro del Festival de Otoño, Fanfares (Fanfarrias), una producción que él define como un poema visual sin apenas texto, inspirado en Jean Luc Goddard y Gilles Deleuze.

Georges Lavaudant no ha dejado de ser un habitual de los escenarios españoles en los últimos tiempos. Hace dos años participó en el Festival de Otoño con dos piezas de Bertolt Brecht (Tambores en la noche y La boda de los pequeño burgueses) y la temporada pasada montó en el Teatro Nacional de Cataluña Los gigantes de la montaña, de Pirandello. Su Ayax/Philoctète fue uno de los platos fuertes del pasado Festival Grec y hace apenas unas semanas dejó un magnífico sabor de boca entre el público barcelonés con La Orestíada. Ahora le toca el turno a los espectadores madrileños -sus amigos, prefiere llamarles-, con Fanfarrias, un espectáculo que se estrenó en París la temporada pasada, que rompe con el texto y vuelve a un teatro más poético, más de atmósferas, en la línea de algunos de sus anteriores trabajos como Tierra incógnita o Veracruz.

-últimamente se ha dedicado usted más al teatro de texto. A aquellos que no conozcan bien su trayectoria puede sorprenderles que Fanfarrias sea un espectáculo sin apenas palabras.
-Me gusta sorprender a mis amigos. De hecho, Fanfarrias me sorprende incluso a mí. Ni yo mismo acabo de entender este espectáculo. Es cierto que últimamente he trabajado sobre todo en el teatro de texto. No hay más que ver mis últimos montajes: La Orestíada, por ejemplo, se vale de un estilo muy sobrio donde prácticamente sólo está la palabra, el texto apoyado en la interpretación de los actores y en algunas imágenes que también parten de la obra. Sin embargo, Fanfarrias es el ejercicio contrario. Un espectáculo sin apenas texto en el que sólo hay música, ruido, objetos, movimiento e imágenes. Es una especie de sueño, un cuadro, un poema visual.

-La parte textual del montaje, además, no tiene que ver con el teatro.
-Exacto. Hay sólo dos textos que se pueden escuchar: los del filósofo francés Gilles Deleuze hablando de los animales y otro de Jean-Luc Goddard sobre el arte y el cine. Además, y para ser claros, los textos se utilizan igual que la música. Quiero decir que no son los actores quienes los dicen. Lo que me interesa es la voz de quienes los recitan, no su sentido.

Pasión por la vida

-En Fanfarrias participan artistas de otros ámbitos, como los coreógrafos Jean-Claude Gallota o Mathilde Altharaz. ¿Trata usted de aproximar su teatro a otras manifestaciones artísticas?
-Decidí hacer teatro cuando tenía 20 años. No sabía nada: nunca había visto montajes teatrales, no conocía los textos y sólo sabía un poco quiénes eran Shakespeare, Molière o Brecht. Lo que entonces me entusiasmaba era el rock & roll, el jazz, las chicas que paseaban por la calle, las playas… todo eso. Pensé: quiero hacer un teatro que explique este sentimiento, la pasión por la verdadera vida. Cuando he montado obras contemporáneas siempre he tratado de permanecer fiel a esta primera idea que yo tenía del teatro. Es como una especie de noviazgo, como un encuentro que se produce una noche y que termina de madrugada. Es una idea pasajera de las cosas, si usted quiere, pero que a medida que transcurre el tiempo nos queda un recuerdo increíble de la vida.

El director tiene una particular idea del teatro y del papel que juega en la sociedad. Cree que es una de las pocas artes donde los deseos auténticos pueden seguir existiendo de forma colectiva, donde el sueño de alguien puede arrastrar al sueño de un colectivo de trabajo, gracias a su naturaleza artesanal. En alguna ocasión ha manifestado: "no se hace ningún sondeo previo entre el público, ni entre las cadenas de televisión, ni una encuesta de espectadores del Odeón para saber qué obra conviene montar la próxima temporada. Frente a todas esas formas de trabajar, tan sistematizadas, resulta hermoso que el teatro sea capaz de apartarse, de alejarse un poco de la actualidad. Hoy día, eso es algo que le honra. Creo que los tiempos han cambiado. Cuando Jean Vilar escenificaba La Paz de Aristófanes, porque le parecía que correspondía a una serie de desafíos planteados por la guerra de Argelia, se estaba comportando de forma honrada y clara, fiel a su concepción del teatro como elemento cívico. Hoy estamos en una sociedad del espectáculo. Cualquier cosa capaz de hacer fracasar las expectativas es política. Y se trata de algo cada vez más difícil. En mi opinión, desbaratar las expectativas de esta sociedad es la primera cosa necesaria para llevar a cabo un verdadero acto de compromiso e invención".

-Parece que su conocimiento del teatro parte de la observación y la intuición.
-Sí, sí, no sabía que iba a ser así, ni lo había reflexionado demasiado. En la adolescencia todo el mundo va perdido, todo el mundo cree que reflexiona sobre grandes cosas -adónde voy, de dónde vengo, por qué hay estrellas en el cielo, la muerte, el suicidio…- pero al mismo tiempo todo el mundo es muy superficial, todos quieren saber cómo comprarán la moto o cómo amarán a tal hombre o a tal mujer. Mi primer encuentro con el teatro fue mirar la vida y sorprenderme por la variedad del mundo, sorprenderme porque hay nubes, colores, sueños -en los que consumimos la mitad de la existencia-… Quiero ser fiel a esa idea ingenua.

Retorno a los griegos

-¿Cómo varió esa idea con la madurez?
-Mi posicionamiento no ha cambiado tanto. He aprendido técnica o cultura, pero sigo pensando lo mismo en lo que al origen de las cosas se refiere. Tal vez por eso vuelvo siempre a los griegos. Antes del gran período de la tragedia clásica estuvieron los pre-socráticos (suena muy intelectual esta palabra), quiénes todavía no eran filósofos profesionales, sino poetas, profesores, amantes, pastores, pero que ya se formulaban preguntas: Por qué el fuego quema, por qué no conviene bañarse dos veces en el mismo río, por qué la anchura del sol parece la misma que la de una mano o un pie. Los grandes hombres se formulan estas preguntas.

-¿También los grandes dramaturgos? ¿Es por eso que los elige?
-A veces, no siempre. Pirandello, por ejemplo. Pirandello se preocupó mucho por el teatro, la ilusión, la psicología, mientras vivía una existencia tremenda. Vivió con una mujer de la que se decía que estaba loca. Tal vez la habían vuelto loca. Vivía, en todo caso, una relación con la realidad muy adulterada, porque la locura siempre te hace pensar cosas que nunca pensaste antes. Pirandello, además, era siciliano, y Sicilia es una tierra muy griega. Hay grandes poetas griegos que nacieron allí.

-De un modo u otro, siempre regresa usted a los griegos.
-No, no siempre. No todo nos remite a Grecia, afortunadamente. Pero Pirandello sí tiene algo que ver con los griegos. Si habláramos de Shakespeare no sé qué podría decirle. En Hamlet yo veo a Orestes.

-¿Es ese eterno retorno lo que le ha llevado a interesarse y a conocer bien a los autores griegos?
-A los autores griegos les conozco de un modo general. Conozco, sobre todo, La Orestíada, que me sedujo por ser la única trilogía que conocemos. Tenemos suerte de conocer la obra de Esquilo de principio a fin, y no sólo un episodio.Cuando la monté tuve, además, la inmensa suerte de tener cerca a un especialista en teatro griego, Daniel Loayza, el autor de la traducción, quien me ayudó a entender el intríngulis del texto. Había que conseguir dos cosas: Estar informados sobre ese mundo que retrata el teatro griego y que nos es muy lejano. No debemos olvidar que la obra se escribió hace 2.400 años. Los griegos tenían un gran instinto a la hora de explicar historias.
Pese a que encontramos en ellos imágenes que parecen un tanto desfasadas, o que se escapan a nuestro entendimiento, la historia siempre es sencilla y clara. Hay que saber valerse de ello.

La sobriedad del teatro

-¿Y qué hay de la contemporaneidad de los clásicos?
-Debemos ir con cuidado. El lenguaje en sí mismo es arcaico y los temas tratados -derecho, religión, formas de vida- son del todo distintos a cómo los vemos hoy. No se trata tanto de adaptar las obras, eso sería catastrófico, aunque ha habido muchos autores que sí lo han hecho creando demasiados edipos y antígonas… Lo que a mí me preocupa es hacer inteligible este texto de hace 2.400 años, saber qué sentían entonces 10.000 personas griegas viviendo en Atenas, por qué les interesaban estas historias, por qué nos interesan todavía... Y todo eso sin modificar absolutamente nada.

-Sus espectáculos siempre golpean visualmente al espectador. ¿Cómo trabaja esta intensa relación con el público?
-Es un trabajo muy difícil. Los actores siempre tienen ganas de encarnarse en los personajes y yo les pido justamente lo contrario: que sean muy sencillos, muy sobrios… eso genera una especie de frustración en algunos actores, porque no pueden hacer todo lo que quisieran. Al mismo tiempo, hay también momentos de locura, de violencia, y entonces hay que ser muy bueno para que las cosas funcionen. Intento que logren acompañar al texto y ver en qué momento deben producirse esas roturas, hacer las cosas de modo que no parezcan una copia de lo que se ve en la televisión. No me interesa la exageración trágica de la psicología.

-Es usted director de uno de los teatros públicos europeos más
emblemáticos, en un país , Francia, que mima su patrimonio teatral. ¿Qué opinión le merece el teatro público?
-Soy un gran defensor del teatro público, tal vez porque en él he hallado mi libertad. Yo sé que el dinero que utilizo para mi programación no es el de alguien que se beneficia de una empresa concreta sino que utilizo una parte muy pequeña de los impuestos de todas las personas. Eso implica una enorme responsabilidad, porque sé que podría suprimirse esa pequeña contribución. No conozco demasiado la situación cultural española, pero en Barcelona he observado que jamás se habían construido tantos teatros como en los últimos años. Es como si hubiera ahora un interés increíble por parte de los políticos y también de los ciudadanos. Está bien que se construyan salas, pero hay que meditar bien cuál es el repertorio que van a tener, qué tipo de interpretación esperamos de sus actores, si hace falta que haya compañías estables o no… cuestiones muy importantes.

Al encuentro de lo cotidiano

Lavaudant opina que a la hora de montar un obra, su decisión depende relativamente del contexto social y político. Recuerdo unas lúcidas declaraciones suyas en las que hablaba de la función del teatro: "más bien son las propias urgencias biográficas las que hacen que uno quiera montar esta o aquella obra. ésa es precisamente la belleza del teatro, su función, el no querer rendir cuentas inmediatas de la actualidad. El teatro no tiene porqué correr sistemáticamente y por fuerza al encuentro de lo cotidiano. Las obras son icebergs, están escritas en el tiempo. Si una pieza topa de forma genuina con la realidad, mejor. Pero montar Macbeth para evocar el final de Ceaucescu o Arturo Ui por la ascensión de la extrema derecha me parece una concepción muy limitada del teatro". Quizá por eso, el repertorio de Lavaudant alterna piezas clásicas no muy conocidas con otras contemporáneas y gusta de mezclar diversos géneros, ópera, teatro, danza.

-¿Cree que se va imponiendo en los teatros una revisión del repertorio?
-Depende de cada director. No tengo ninguna teoría personal al respecto. Fabrico el año teatral pensando en mis amigos, los que vendrán al teatro: en sorprenderles, en quererles, en responder a sus preguntas, que pueden coincidir con las que me formulo a mí mismo. Procuro darles una oferta variada. Si alguien es muy monolítico todos acaban cansándose de uno. El director, además, es el primero que se cansa de lo que hace. El aburrimiento es terrible.

-En la presente temporada del Odeón dirigirá usted un vodevil, Un Fil a la patte, de Georges Feydeu. ¿Se ha cansado de los clásicos?
-Hay aún unos cuantos clásicos que sé que montaré en el Odeón. También debo aceptar que no lo haré todo. Una de las desgracias del mundo moderno es esta creencia general de que hace falta saberlo todo, verlo todo y hacerlo todo. Y no se pueden ver todas las películas, leer todos los libros ni viajar a todas partes. Creo que hay que saber encontrar la felicidad en las cosas que no hacemos. Por eso sé que jamás llegaré a montar algunas de las obras que considero fundamentales.

-¿Y cuáles son esas obras?
-Su pregunta es complicada. Uno puede adorar diez obras… Hamlet, Julio César, La gaviota… pero el orden en que debes montar esas obras depende mucho del espectáculo anterior que has hecho. Ahora llevo tres años trabajando en el teatro griego y, evidentemente, estoy harto de griegos… la próxima cosa que haga quiero que sea una comedia del siglo XIX, ligera, superficial… Tal vez cuando la haya estrenado desearé regresar a Shakespeare o a Chéjov. Lo mismo sucede en la vida: necesitamos sorpresas. Y las sorpresas no se logran aplicando un programa, ni tachando una obra de una lista. Las obras vienen a ti, te llaman, te piden que las montes. En la vida es necesario escoger.