No conviene darles argumentos a posibles contradictores. Por eso es una ingenuidad innecesaria que Guede escriba en el programa de mano que cree "no haber deshonrado a Shakespeare", porque aunque discutible, este montaje tiene cierta dignidad honrada. Se resiente del generalizado mal de la actualización; es decir, el despropósito y el desajuste entre apariencia y palabra, entre el discurso y su emisor. Acaso quieran dar a entender que el poder, incluso el más diabólico y cruento, es miserable y débil. Esta perfidia refinadísima de Ricardo III viene a ser aquí cosa de tenderos y de sicarios mafiosos de medio pelo. Hay una escenografía muy funcional en la que, lo único claro, parece ser el núcleo central: una especie de cueva que rezuma sangre. Todo tiene un cierto aire doméstico y de andar por casa, aunque, en líneas generales los intérpretes manifiestan temperamento y solidez. Olveira (Ricardo III) es un malvado en pelele, prenda íntima anterior al delicado pijama; y eso quita grandeza a la maldad. Me recuerda a Eligio, un sagaz tabernero de Vigo que solo me daba el mejor vino cuando iba acompañado de los entrañables Lodeiro o Méndez Ferrín; o cuando pagaba Cunqueiro, escritor antagónico de Ferrín aunque venerado por éste.