Teatro

El sol siempre naciente

Portulanos

6 octubre, 2005 02:00

Cada vez que veo un Onnagata pienso, de inmediato, en Harry Langdon, aquel cómico del cine mudo hoy casi olvidado. Quizá sea por el rostro de perpetuo asombro, con los ojos tan abiertos; quizá por la piel blanqueada con polvos de arroz y la boquita mínima, dibujada sobre los labios como para arrojar besos pequeños, o para decir, exclusivamente: ¡Oh! El Onnagata es el personaje femenino del Kabuki, representado siempre por un hombre. Se trata, por tanto, de una doble ficción: como mujer y como personaje. Se mueve en escena como si una mariposa hubiera entrado en nuestra habitación por sorpresa; quizá la misma mariposa que cantó Moritake en un célebre haiku. Agita un abanico rojo, pasea una sombrilla naranja. Camina por un bosque que no existe junto a un río que no fluye: el Kabuki es así, lo tiene todo y no tiene nada, un teatro de espadas y peonías, un frenesí de colores, un revoloteo de sonidos caóticos que traen a la escena el eco del agua y la madera. Poesía nacida en los burdeles, ¡como el tango! y reconvertida, a través de los siglos, en arte depuradísimo nunca melindroso. En Los 47 ronins está toda la violencia, todo el desvarío narrativo que luego encontraremos en las películas de "yakuzas" de los años 60; porque la violencia extrema es parte esencial de este drama literalmente excéntrico.

De todas las formas tradicionales del teatro oriental, el Kabuki es, seguramente, la más agradecida para un espectador de Occidente. Porque no es sólo bello sino también enormemente divertido y muy, muy espectacular. Los cambios de decorado del Kabuki harían palidecer a algunos musicales que presumen de eso. Lo que presenciamos esta tarde de septiembre en un acogedor salón del Centro Cultural Conde Duque no es, obviamente, un Kabuki completo, sino una aproximación a este teatro, una lección magistral compuesta con valioso afán didáctico y mostrada con un sentido del humor que los espectadores agradecemos sinceramente. Suenan las cuñas del tsuke golpeando la madera y el Onnagata hace su entrada: un busto de Utamaro sobre un fondo de Hiroshige; o acaso Harry Landgon, preguntándose, con melancolía, por qué nadie le recuerda ya.