Teatro

Cómicos y poetas de la escena

por Javier Villán

20 octubre, 2005 02:00

25 años del Premio Príncipe de Asturias

La escena también ha tenido su reconocimiento en los Príncipes de Asturias. Dos autores teatrales se han hecho hueco entre los galardonados en la categoría de Letras: Arthur Miller (2002) y Francisco Nieva (1992). Y dos cómicos, también directores y autores, y con una importante carrera cinematográfica, han ganado el de las Artes: Fernán Gómez (1995) y Vittorio Gassmann (1997). Este año el premio ha recaído en dos figuras indiscutibles del mundo de la danza, la rusa y "Prima ballerina absoluta" Maya Plisetskaya, y la madrileña Tamara Rojo, hoy una de las grandes estrellas del National Royal Ballet.

Cuatro galardones de los Príncipes de Asturias han ido a parar en los últimos años a hombres de teatro; cuatro excelencias del mundo de los cómicos, cada uno con su singularidad, con su peculiar sentido de la vida y del arte; porque no hay arte sin vida y a la inversa: no puede haber vida sin arte; y mucho menos sin teatro. Los cómicos, desde hace siglos, no son ya los seres malditos obligados a aparcar sus desvencijadas almas extramuros de las ciudades; ni la canalla alborotadora de vida disipada a la que se negaba el entierro en sagrado. Aquello pasó, pero no está de más que, a la mesa de príncipes y reyes, se recuerde aquella altísima condición, agitadora y plebeya, de la farándula. Sobre todo, en estos tiempos en que la Academia Sueca se ha fijado en dos heterodoxos provocadores de la escena: el bufón italiano Dario Fo y, la semana pasada, el airado Harold Pinter. Dentro de la totalidad de los Premios no es excesivo este porcentaje teatral; aunque pudiera haber muchos más y sin duda los habrá, Vittorio Gassman, Fernán Gomez, Arthur Miller y Paco Nieva, son de los mejores. Algunos de ellos, en el imaginario popular, están marcados por un halo más expansivo que el estrictamente escénico; pero eso no hace otra cosa que reforzar su contundente personalidad. Si con una o dos palabras hubiera que definir a cada uno de ellos, Gassmann sería la romanidad clásica; Fernán Gómez, la memoria herida; Nieva, el renacimiento. Y Miller el contrapoder.

Por ejemplo, Vittorio Gassman y Fernando Fernán Gómez son más conocidos por la amplitud menos universal de sus actividades cinematográficas; aunque su peso intelectual, y eso debió de ser lo que movió al jurado, vaya mucho más alla del resplandor popular del celuloide. Gassman y Fernán Gómez son dos grandísimos actores y eso ya sería suficiente para haberlos distinguido. Pero además son también dos hombres de nuestro tiempo, dos creadores con rasgos de un sólido humanismo, en cierta medida renacentista, a los que nada, o casi nada, les resulta ajeno. Vittorio Gassman murió en Roma hace cinco años dejando un estela inconfundible de magisterio, un perfume de aquel pirandeliano hombre con la flor en la boca que hacía del escenario un lugar de prodigios. Gassman es una de las referencias míticas y sagradas del mejor cine internacional; pero sus fundamentos, la base de su calidad de actor, era emocionalmente poética y esencialmente teatral. Entre sus libros publicados, a los que no es ajena la poesía, destaca la autobiografía, Un gran futuro a la espalda. A los 20 años, según aparece en alguna de sus biografías, debutó en el teatro profesional con La máquina de escribir, de Cocteau, dirigido por Visconti. Dirigió durante mucho tiempo una escuela de teatro, La Bottega, en la que vertió lo mejor de sus inquietudes dramáticas.

Fernán Gómez es en la actualidad un icono de la cultura española, un "viejo cascarrabias" que vive una absoluta libertad creadora; con cientos de películas de todo orden, incluso de todo desorden, que resumirían la precaria historia del cine español, no es sólo, como Gassman, un gran actor. Es académico de la Española de la Lengua, un lúcido articulista y un notable narrador; su vida está recogida en un libro melancólico y autobiográfico: El tiempo amarillo. Pero Fernando Fernán Gómez es, sobre todo, el autor de una de las obras de teatro más intensas y conmovedoras del último medio siglo: Las bicicletas son para el verano. Se trata de una visión amarga y desesperanzada de la Guerra española; su espíritu, resumido por el protagonista que, con las banderas triunfantes, ve aproximarse los ajustes de cuentas, queda reflejado en una frase convertida ya en el santo y seña de un par de generaciones de españoles: "no ha llegado la paz, ha llegado la victoria".

Algo similar, sobre la amplitud de conocimientos y la expansividad de su obra, podría decirse del norteamericano Arthur Miller y del español Francisco Nieva. Miller, muerto a principos de este año, es el máximo representante de la tragedia del hombre de nuestro tiempo: la tragedia de la esperanza. El hombre es un ser trágico por la posibilidad de elegir, de configurar su destino y por el poder de rebelarse. No está predestinado por unos dioses lejanos, sino por unas fuerzas sociales muy concretas y próximas. En La muerte de un viajante, por ejemplo, un hombre vale más muerto que vivo y en la póliza de seguros radica la salvación de su familia. Si el viajante ha sido uno de los personajes que más fama y crédito dieron a Miller no hay que olvidar Todos eran mis hijos, Panorama desde el puente, El precio o, entre otras más, Después de la caida y Las brujas de Salem, textos en los que se acerca críticamente a lo más lacerante de la sociedad norteamericana: el militarismo corrupto, la manipulación del papel de los intelectuales, la caza de brujas del mcCarthysmo. La altura moral de Arhur Miller, que nunca descendió, se mostró especialmente en su resistencia al siniestro Comité de Actividades Antiamericanas que buscaba delatores más que culpables. Miller fue condenado por desacato, aunque finalmente resultó absuelto.

Francisco Nieva es uno de los grandes hombres del panorama escénico español. Pese a ello y pese a los reconocimientos de que ha sido objeto, su teatro es hoy poco representado. Su ausencia de los escenarios acaso se deba al contenido crítico de sus obras y a la estética furiosa de la mismas, definición tanto moral como estilística, que fue la que le dio fama. Su último gran éxito fue Pelo de tormenta, hace varios años, dirigida por Juan Carlos Pérez de la Fuente e interpretada por Pilar Bardem, Gloria Muñoz, Agatha Lys, Chinarro y otros actores de feliz recordación, en el María Guerrero. Manchego, de Valdepeñas, Nieva emigró a París en los años 50 y logró escapar de la asfixia política e intelectual de la España de aquellos años. Esto, para Nieva, partícipe del postismo de Carlos Edmundo D, Ory y Gabino Alejandro Carriedo y otros vanguardistas, fue determinante. En París descubrió el teatro de vanguardia de Jean Genett, Arrabal, Bertold Brecht, Adamov, Ionesco, Beckett y parte de las corrientes subterráneas del absurdo las trasladó a su obra. La formación inicial de Francisco Nieva o, al menos, lo que sentó las bases de su personalidad dramática, fue plástica, como pintor y como alumno de Bellas Artes. De ahí que, a su vuelta a España, sus primeros éxitos en los escenarios fueran como escenógrafo. Este impulso óptico, sin diluir el sentido ceremonial y agitador de su dramaturgia, determina, en cierta medida, el carácter de su teatro. Paralelamente a su labor como creador de decorados y de espacios escénicos, Francisco Nieva fue escribiendo una obra dramática que, a la postre, se ha impuesto a sus otras facetas. Títulos como el ya citado Pelo de Tormenta, Sombra y quimera de Larra, El combate de Opalos y Tasia o La carroza de plomo candente, son definitivos en su producción y acaso en la historia del teatro español de los últimos decenios.


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