No hace mucho me hablaba mi colega Julio Checa sobre el fascinante tema de la fisiognomia: la ciencia que intenta explicar el comportamiento de la gente a partir de sus rasgos faciales. Dice un refrán: la cara es el espejo del alma; y el presidente Lincoln, según cuenta la leyenda, tras sobrevivir a un atentado y reconocer al criminal a simple vista entre un grupo de sospechosos, lo explicó diciendo que, a partir de cierta edad, un hombre es responsable de su propia cara. Un reparto se hace, esencialmente, a base de caras, por encima incluso del talento de los actores. Por cierto que organizar el reparto es una de las cuestiones más endiabladas de una producción, como testificará cualquier director. Si aplicamos la cuestión a nuestros políticos, el resultado es de poner los pelos como escarpias: Artur Mas parece ese típico ranchero sonriente que ha hecho fortuna a base de mandar sicarios a robarles el terreno a los pequeños propietarios; Carod-Rovira sería, en ese mismo western, el mexicano que tiene una tienda en el pueblo pero se niega a vender a sus compatriotas (y a los indios y los negros) porque se cree mejor que ellos. Sebastián tiene el aspecto del poli antipático de Asuntos Internos que no le cae bien a nadie. Rajoy es el general ordenancista que se tituló con honores en West Point pero no había visto una bala hasta que lo dejaron en la playa de Tarawa bajo fuego japonés. Gallardón recuerda al Gobernador de Chicago, justo ése al que se ve a menudo cenando en casa de Capone y riéndole las gracias. Llamazares es el espía checheno que matan en los cinco primeros minutos de un James Bond (no da para más). Pepiño Blanco es sepulturero en una de Sergio Leone. Arnaldo Otegui un zombi, pero en una coproducción hispano italiana de los setenta. Zapatero tiene exactamente la cara de Damien, el chaval aparentemente bondadoso que luego lleva tres seises tatuados en el cráneo. Con este reparto montaba yo alguna obra de Lope: Los enemigos en casa, por ejemplo...