"Me importa una mierda lo que tu mamá y tu papá os hicieron a ti y a tu hermano. Si los tuviera aquí les habría torturado hasta sacarles las putas tripas, igual que voy a torturarte a ti ahora hasta sacarte tus putas tripas. Porque dos maldades no hacen un bien". Así se expresa el policía Ariel de la obra El hombre almohada, de Martin McDonagh (Teatro Español), enfrentado al escritor Katurian, acusado de asesinar niños. El policía Ariel no es un hombre agradable; pero está convencido de que algún día, cuando sea ya un anciano jubilado, los niños se acercarán a él para regalarle caramelos, porque gracias a su dureza se habrán salvado muchas vidas. Vidas de niños que, en manos de criminales como Katurian no habrían llegado a crecer. Pero, ¿es realmente Katurian un asesino? Lo que sabemos de él es que escribe tenebrosos cuentos infantiles que, en su sadismo, recuerdan a las historias de Edward Gorey. Y que esos cuentos febriles, salvajes, estremecedoramente bellos, son el producto de una infancia destrozada por el suplicio al que le sometían unos padres aún más sádicos. Katurian fue torturado por sus padres cuando era un crío y es torturado ahora, de adulto, por la policía, en un estado totalitario donde la imaginación es un pecado tan grande como el asesinato o aún peor: así que no será él quien sobreviva para agradecer al viejo Ariel su celo. El hombre almohada es uno de los mejores textos dramáticos del último cuarto de siglo, una de esas obras que seguiremos recordando dentro de unos años, cuando el policía Ariel haya alcanzado, por fin, la edad de la jubilación y el escritor Katurian lleve mucho tiempo enterrado. Por entonces viviremos todos asfixiados por leyes como esa, decididamente fascista, contra la que ningún intelectual ha protestado, que nos obliga a dar nuestros datos cuando compramos un teléfono móvil. Todo sea en nombre de una espectral seguridad que no distingue entre inocentes y culpables; todo sea para que el policía Ariel recoja sus caramelos de las manos de los niños.