Auschwitz ni la mató ni la calló: un libro recoge el testimonio de Simone Veil en el campo de concentración
En 'Solo la esperanza calma el dolor', la expresidenta del Parlamento Europeo relata con detalle su experiencia como prisionera durante la II Guerra Mundial.
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Habían pasado quince años de la liberación del campo la primera vez que Simone Veil (Niza, 1927 - París, 2017) volvió a Auschwitz. Los rusos habían organizado los fastos conmemorativos en una Polonia sometida al control soviético y Veil, que trabajaba en el Ministerio de Justicia francés, sustituía al ministro Edmond Michelet, superviviente también, en su caso de Dachau, que no había podido viajar al país.
Veil volvió más veces a Auschwitz, pero tuvo que esperar al 60º aniversario, en 2005, para que el destino de los pueblos exterminados sistemáticamente –judíos como ella, pero también gitanos–, soslayado durante los años rojos para no ensombrecer el calvario de los miles de presos políticos, tuviera, en su opinión, un reconocimiento justo. Aquel día la acompañaban sus nietos. Por primera vez, recordaba, “por voluntad política de los polacos”, la deportación judía “ocupó un lugar importante y, sobre todo, la conmemoración tuvo una dimensión internacional”.
Uno de los asuntos que vertebra Solo la esperanza calma el dolor (Lumen), el libro-testimonio de Veil, es precisamente el antagonismo interesado entre las víctimas. Cuenta Veil que, al volver de los campos y pasar por la Federación Nacional de Deportados Resistentes, en París, las echaban de allí en cuanto descubrían su origen: “Prácticamente nos llamaban sucias judías, diciéndonos: ‘No, aquí es la Resistencia’”.
Enseguida dejó de mostrar el brazo tatuado, pues así se ahorraba los comentarios hirientes: “¡Ah, creíamos que estaban todos muertos, mira por dónde, hay algunos que han sobrevivido!”, le decían. Veil nunca negó el heroísmo de los luchadores antifascistas, que “fueron deportados y fusilados, pasaron largo tiempo en prisión, fueron torturados”. Pero no se cansó de insistir en la singularidad del exterminio planificado de pueblos y etnias. “Siempre he dicho que los miembros de la Resistencia eran héroes porque sabían muy bien a lo que se arriesgaban”, decía. Ellos, en cambio, eran solo víctimas.
La deportación de los judíos fue, en su opinión, muy diferente: “En primer lugar, porque detuvieron a personas con bebés de solo dos, tres semanas o unos meses, y porque la gente que llegaba a Auschwitz o, peor aún, a Majdanek o a Treblinka, era sistemáticamente exterminada”. El asesinato de bebés causó un tormento indeleble en la política francesa, que nunca dejó de señalar esos crímenes como un rasgo definitorio del Holocausto. “Llevo mucho tiempo diciéndolo, y vuelvo a decirlo: en mi lecho de muerte, creo que pensaré en eso, no en mis padres. En el hecho en sí. Los bebés. Un millón y medio de niños. Así, gratuitamente”.
Se entiende, pues, el dolor que le causaron ciertas reacciones a la “ley Veil”, de 1972, con la que, siendo ministra de Sanidad en el Gobierno de Giscard d’Estaing, impulsó la despenalización del aborto en Francia. “Lo que usted está haciendo a esos fetos es como lo que les hicieron a los bebés que fueron arrojados a los crematorios”, le espetó un diputado de su propio partido. En 2006, Veil aún recibía cartas que comparaban su ley con las prácticas nazis: “Muy bonito, nos hace usted llorar por la situación de los judíos, pero usted ha matado el mismo número de niños con su ley”.
Las entrevistas que recoge el libro –presentadas como monólogos independientes– son parte de un proyecto de la Fondation de la Mémoire de la Shoah, que incluye ciento quince testimonios de “deportados, de niños escondidos, de Justos entre las Naciones y de actores de la memoria”. Pueden consultarse íntegras en Internet. Veil recuerda su infancia bajo el sol de Niza y las vacaciones junto al mar, la vida despreocupada en una familia laica y burguesa, patriota y republicana; la guerra, la expulsión del instituto, la clandestinidad y el arresto, el destino desconocido de su padre y su hermano (deportados a los países bálticos), la muerte de su madre (de tifus, en el último mes, infernal, antes de la liberación), la suerte de sus dos hermanas (de Milou, que la acompañó en Auschwitz y Bergen-Belsen, y de Denise, miembro de la Resistencia deportada a Ravensbrück) y, por último, la liberación, los estudios y el inicio de su compromiso político.
El 13 de abril de 1944 Veil fue deportada a Auschwitz junto a su hermana y su madre. Tenía dieciséis años, estaba bronceada y, por alguna razón, no le raparon el pelo. Gozaba de buena salud. Esto, a la postre, sería su salvación. Un día la jefa del campo, una prisionera polaca llamada Stenia, sacó a Simone de una fila y le dijo: “Eres demasiado guapa para morir aquí”.
Uno de los asuntos que vertebra el libro es el antagonismo interesado entre las víctimas
Le ofreció un traslado y Veil le contestó que no se iría sin su madre y su hermana. Stenia aceptó. Antes de irse, las tres pasaron revisión médica con Mengele. Las desnudaron y Mengele apartó a su madre. Entonces Stenia se acercó a Mengele y le dijo algo al oído. Y acto seguido trasladaron a las tres a Bobrek, un campo más pequeño y menos duro. Estuvieron allí hasta el 18 de enero de 1945, cuando empezaron las marchas de la muerte. Veil, su hermana y su madre llegaron a Bergen-Belsen, donde se quedaron hasta la liberación del campo en abril. Más de un mes después las repatriaron a Francia.
Veil termina su relato reconociendo, por un lado, la importancia de la creación de Israel (“el lugar en el que mis compañeras polacas podían vivir”) y, por otro, “el valor de los franceses de a pie”. Hubo denuncias, dice, pero, en general, la sociedad estuvo a la altura. Gracias a las familias que escondieron a los perseguidos en sus casas, que allanaron la huida de muchos a Suiza o España, Francia tuvo una de las tasas de supervivencia de judíos más altas de Europa: de un 75%, según Serge Klarsfeld.
El dato contrasta con el 25% de supervivientes de Países Bajos y con el 45% entre los judíos belgas; también, por supuesto, con el caso de los judíos polacos, rumanos o húngaros, exterminados en su mayoría. “Eso demuestra, sin duda, que hubo mucha solidaridad”, concluye.