Mis diarios
Los diarios de Bloy son como una iglesia románica: oscuros, cerrados, donde la estética se transforma en teología y la teología en palabra profética. Quien en ellos nos habla es un personaje de una enorme angustia vital, un herido por las turbulencias de la melancolía a quien se le podrían aplicar estas palabras: “Me he dirigido a un muerto y me ha respondido como ha podido, desde el fondo de un abismo...”. Sus anotaciones son, por eso, la obra de alguien, exiliado en su religión y en sus metafísicas, que le ha declarado la guerra al mundo, y su estilo, lacerante, el de un duelista que reta los valores de nuestro siglo con la pistola de la polémica.
Escritos desde 1892 hasta 1917, nada hay, ni de sí mismo ni de su época, que se resista a sus invectivas, aunque quizá lo que aliente todo su pensamiento sea la recuperación de un estado espiritual perdido del que culpa a las nuevas ideas que trae el mundo moderno. Por eso los juicios que sobre él se han dado no escapan de mostrárnoslo como un reaccionario que criticó la democracia, el materialismo o el ateísmo y que los vio como formas demoníacas. Es la mezquina fama de un escritor soberbio del que se ha querido caricaturizar sus modales de energúmeno, más que comprender que su acíbar hacia la modernidad venía de una tragedia interior que él amplió a todo. Sus descalificaciones, sus insultos no son gratuitos sino reveladores de su crítica cruel, de su malestar, de sus visiones apocalípticas, de su ataque a todas las formas de banalización, incluidas las literarias. En eso se basa para decir que Mis cárceles de Verlaine era “literatura de borracho”, que Dante era un periodista teológico, dando opiniones parecidas a Zola (un chapuzas) o a El Quijote. De ahí que Rubén Darío lo llamara “Verdugo de la literatura”.
La profunda melancolía que nos causa su diario no es, sin embargo, por sus juicios, que nunca caen en la comidilla literaria o de sociedad, sino por lo desventurado de su destino personal. En efecto, los ocho tomos de su diario son una biografía que retrata la aventura espiritual de un hombre que vive en medio de un tiempo atribulado. Un tiempo donde se están perdiendo las dimensiones fuertes del espíritu para caer en unos sistemas de pensamiento que atentan contra él. De ese estado de aflicción es de donde arrancan sus profecías y sus visiones. Nota a nota, Bloy, como excelente diarista, nos sumerge en las miserias de su vida cotidiana, en la pobreza de su casa, en la marginalidad de su posición. Y lo hace con una prosa de una naturalidad salvaje, en todo momento preparada para la caricatura o para la injuria.
Pocas veces una obra literaria de esta envergadura encuentra para su edición y para su traducción un espíritu tan afín como en este caso. En efecto la labor de Cristóbal Serra ha de ser merecedora de todos nuestros elogios, no sólo porque ha realizado una antología extensa y adecuada, sino porque a través de ella se nos muestra la verdadera personalidad de esta obra, depurándose de cualquier pesadez, de cualquier asomo de retórica. Serra nos da, pues, un Bloy depurado e intenso, sin perder nunca de vista las múltiples aristas que concurren en un diario. Su traducción además es meritoria porque ha sido capaz de verter al castellano ese tono constante de imprecación apasionada, los gritos y los lamentos con que Bloy expresó siempre sus ideas.
“Los grandes hombres que todos conocemos, se contentan con ser bonzos” nos dice nuestro escritor francés. Son los extremos y las furias de este lector de La Vulgata que nos llega a asustar al convertirse en un testigo terrible de nuestras miserias y al que vemos complacido con sus propias desventuras y sus sufrimientos. Pero del que admiramos que su iracundia fuera trasformada en este terremoto literario que son cada una de las páginas de su diario que de forma tan excelsa nos entrega Serra.