Sylvia-Plath

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Letras

Los últimos días de Sylvia Plath

12 abril, 2000 02:00

“Debería haber un ritual para nacer dos veces: remendada, reparada y con el visto bueno para volver a la carretera”. Ella no volvió. Se llamaba Sylvia Plath y era poeta. El 11 de febrero de 1963 preparó el desayuno para sus dos hijos, de uno y tres años, abrió la llave del gas y metió la cabeza en el horno. Así nació una de las leyendas del siglo, acrecentada por el carisma del marido que la había abandonado, el poeta Ted Hughes. Plath escribía desde los 11 años un diario cuya publicación Hughes censuró. Destruyó las anotaciones de los últimos meses e impidió que la mitad de los escritos aparecieran. Ahora la editorial Faber & Faber acaba de publicar en Inglaterra la versión íntegra, de la que ofrecemos varios fragmentos.

1951 7.30 p.m. Miércoles, 17 de octubre No sé por qué habría de estar tan horriblemente triste, pero tengo ese lamentable sentimiento de “nadie-me-quiere”. Llevo aquí arriba, en la enfermería, un día y medio, y tengo la cabeza mucho mejor, ya no está tan abotargada y todo eso. Pero aún me siento muy inestable, especialmente cuando me levanto, supongo que a causa de todas las pastillas que me han dado. Mañana me levantaré para retomar mi primer examen escrito, cuyo estudio he pospuesto estúpidamente leyendo viejos números de la revista New Yorker. También he contraído un compromiso para comer con alguien de Mademoiselle, que está realizando entrevistas a los millares de chicas que quieren participar en el concurso del Consejo del Colegio. No puedo pensar en qué me pondré. Toda mi ropa es marrón, azul marino o de terciopelo. Y ningún accesorio que combine bien. Demonios, cómo he despilfarrado el dinero, penique a penique, en prendas incombinables. ¿Cómo voy a criticar la más importante revista de moda del país si ni siquiera puedo vestirme correctamente? Para rematarlo, acabo de hablar con madre por teléfono y la he entristecido, he entristecido a Dick, me he entristecido yo misma. En vez de salir zumbando a una fiesta de fin de semana el viernes, con Carol, por Dick, clínica, fiesta en HMS, etcétera, languidezco. Ni siquiera realmente enferma aquí arriba, lo cual sería soportable. No. Podría irme a casa si quisiera. Pero sería una presión para mi salud y para mi trabajo académico. Es así, estoy temblorosa. Tengo que ponerme al día con dos semanas de trabajo atrasado. Es “lo mejor”, si atendemos al sentido común, acostarse pronto el sábado por la noche, para trabajar todo el fin de semana. Pero, demonios, sigo pensando en mí misma bailando con Dick con mi vestido de terciopelo, y encontrándome con sus fascinantes amigos... ah, bien. Cobra ánimos. Reconstruye tu cuerpo y prepárate para la próxima fiesta, para el próximo tipo, para el próximo fin de semana con fuerzas renovadas. Tal y como están las cosas, me siento demasiado bien para estar verdaderamente enferma, y mimada, demasiado inestable para que merezca la pena levantarme. La sinusitis me sume en una depresión maniaca. Pero, al menos, cuanto más abajo voy, más pronto llegaré al fondo y comenzaré a remontar la pendiente otra vez. 12 h. Viernes Ahora todo este dolor podría ser normal, dado que acabo de salir de la enfermería y aún tengo la cabeza repleta de mocos, lo que me tiene inestable y temblorosa. Pero de repente todas mis clases se me han ido de las manos -he perdido demasiado y me he retrasado por lo menos una semana en todas ellas. No sólo es eso, no sé si estaré o no en el Consejo de Prensa, o si puedo vender medias en mi tiempo libre, del que carezco. Y, por otra parte, ¿cómo voy a encontrar tiempo para trabajar en el hospital mental? Me desgarra el deseo de llegar a conocer de verdad a las niñas de mi casa -y charlar y jugar al bridge alguna vez. Pero lo peor es que tengo esta terrible responsabilidad de ser una estudiante de sobresaliente (todo el mundo me etiqueta así, ¡qué vana broma!) y no veo cómo puedo mantener esa fachada. El año pasado, por lo menos, tuve dos cursos fáciles. Este año el consejo directivo me ha fastidiado completamente -los alumnos de primer año han sido distribuidos en secciones de una manera brillante. La religión exige mucho -llevo una semana de retraso, atascado mi primer examen. En arte, he perdido unas buenas diez horas de trabajo. No importa cuánto tiempo invierta en ello, nunca superaré el notable -mi nota más optimista. Mi curso de literatura inglesa está sencillamente por encima de mis posiblidades a no ser que vaya a seminarios y lea montones de cosas adicionales. Mi curso de escritura creativa exige lo que más me gusta -trabajo y tiempo. Pero ¿cómo combinar los fines de semana con Dick, el trabajo intenso, la sociabilidad y, sobre todo, la salud? Dios sabe. Ahora sé por qué se fue Ann. ¿Cómo puedo pensar con esta carga de mucosa endurecida en mi cabeza? ¿De dónde me vienen las fuerzas? Jueves, 1 de octubre de 1957 Carta a un demonio: La pasada noche experimenté la sensación que mientras lo leía no encontré del todo en James: la enfermedad, el alma aniquilada en un flujo de miedo dentro de mi sangre agitando su corriente para una insolente lucha. No pude dormir, aunque estaba cansada, y me tendí sintiendo mis nervios apurados por el dolor y el quejido de una voz interior: oh, no puedes dar clase, no puedes hacer nada. No puedes escribir, no puedes pensar. Y yo yacía bajo el glacial negativo de la sangre denegadora, pensando que la voz era mía, una parte de mí, y que debe de alguna manera conquistarme y dejarme con mis peores visiones: teniendo que batallar con ella y ganar día por día, pero quedar acabada. No puedo ignorar este yo criminal: está ahí. Lo huelo y lo siento, pero no quiero darle mi nombre. Me avergonzaría. Cuando dice: no debes dormir, no puedes dar clase, yo voy a pesar de todo, queriendo partirle la nariz. Su arma más grande es tener y haber tenido la imagen de mí misma en el éxito perfecto: escribiendo, enseñando o viviendo. Tan pronto como inhalo la falta de éxito en forma de rechazos, rostros problemáticos en clase cuando me vuelvo un punto borrosa, o como frío horror en las relaciones personales, acuso a mi yo de ser un hipócrita, que se presenta mejor de lo que soy, sólo un culo asqueroso. Soy medianamente buena. Y debo vivir siendo medianamente buena. No tengo títulos superiores, no he publicado libros, no tengo experiencia docente [...]. No puedo pedirme seriamente ser mejor profesora que cuantos enseñan a mi alrededor con títulos, libros publicados y experiencia. Tan sólo puedo, día tras día, luchar por ser mejor profesora que el día anterior. Si, al fin de un año de duro trabajo, con parciales caídas, obstinada y parcial explicación de un poema o un relato, puedo decir que soy más suelta y más segura y mejor profesora de lo que era el primer día, habré conseguido bastante. He de hacer frente a esa imagen mía como algo bueno para mí, y no asustarme como gelatina estremecida porque no soy el señor Fisher o la señora Dunn ni ninguno de los otros. Yo tengo un yo bueno, que ama el cielo, las colinas, las ideas, los alimentos sabrosos, los colores brillantes. Mi demonio quiere asesinar a ese yo poniéndolo en comparación y diciéndole que debe huir si es menos que los otros [...] Jueves noche, 5 de noviembre de 1957. Nota breve: a mi yo. Es el momento de tomar mi yo entre las manos. Resulta pasmoso en lo lúgubre, negro, desolador, enfermo. Ahora debo construir en mi yo, darle una espina dorsal, aunque mucho me falte. Si pudiera conseguirlo este año, aunque fuera torpemente, sería la mayor victoria que podría alcanzar. [...] ¿Lo primero de todo? Mantenerme tranquila con Ted ante las preocupaciones. Con él cerca, me siento desastrosamente tentada a quejarme, a compartir miedos y miserias. La miseria ama la compañía. Pero mis miedos sólo se magnifican cuando se reflejan en él. [...] Después de esta semana, disfruto leyendo: preparo modos de presentar símbolos, estilo. Conferencias como confidencia. No mirar al año: de ahora a mañana. De entonces al día siguiente. De entonces a la siguiente semana. De entonces a la siguiente semana. Luego, el Día de Acción de Gracias, y la posibilidad real de rehabilitarme y trabajar. Caminaré penosamente hasta entonces. Quiero disfrutar esto tanto como pueda. Lo que quiere decir que debo trabajar para preparar y no dilatarme en el miedo y enseñar con la enfermedad del miedo. Confidencia. Empieza en casa. Protegiendo a Ted del conocimiento de lo peor. Pues yo misma no quiero conocerlo. Y debo vivir con ello. Descansa, tranquila. Nada me ayudará estar nerviosa, angustiada y preocupada. Salva la culpa sentir que “al menos estoy enferma y angustiada”, lo que resulta un pago por ser mala profesora.[...] Tengo una lucha interior que no quiere ser derrotada por un lema o la resolución de una noche. Mi demonio de la negación quiere tentarme día a día, y tengo que luchar con él, como algo distinto a mi yo esencial, que lucho por salvar: cada día debo tener algo que recomendarle: el honesto deleite de mirar el rápido y peludo cuerpo de una ardilla o sentir profundamente, el clima y el color, o leer y pensar en algo a una luz distinta: una buena explicación o 5 minutos en clase para redimir 45 malos. Minuto tras minuto luchando hacia arriba. Fuera de la sombra de esa nube negra que quiere aniquilar mi ser entero con su demanda de perfección y medida, no de lo que yo soy, sino de lo que no soy. Yo soy como soy y escribo, vivo y viajo: He tenido el valor que he ganado, pero debo trabajar para tener más valor. No quiero hacerme más ilusiones. 7 de junio de 1962 B ueno, Percy Key [un vecino] se está muriendo. ése es el veredicto. Pobre viejo Perce, dice todo el mundo. Rosa sube casi todos los días. “Te-ed”, llama con su voz histérica y vibrante. Y Ted viene, desde el estudio, desde la pista de tenis, desde el patio, desde donde sea, para llevar al moribundo desde su sillón a su cama. Después de todo, está muy tranquilo. Es un saco de huesos, dice Ted. Le vi en un “date la vuelta” o “haz”, tumbado boca arriba en la cama, sin dientes, con nariz y barbilla picudos, los ojos hundidos como si no tuviera, estremeciéndose y parpadeando de una manera aterradora. Y todo sobre la tierra es dorado y verde, chorreante de laburno y ranúnculos y el dulce hedor de junio. En la casa la chimenea está encendida y tenemos un oscuro crepúsculo. La enfermera ha dicho que Percy podría entrar en coma este fin de semana y que entonces “podría pasar cualquier cosa”. Rose dice que las pastillas para dormir que el doctor le da no le sirven para nada. Le llama toda la noche: Rose, Rose, Rose. Ha ocurrido tan rápidamente. Primero, cuando di a luz, Rose hizo que el doctor se parara a examinar el derrame en el ojo de Percy y a evaluar su pérdida de peso. Después fue al hospital para que le hicieran una radiografía de los pulmones. Después volvió a ingresar para una operación importante de “algo en el pulmón”. ¿Le encontraron tan consumido por el cáncer que le cosieron sin más? Luego de vuelta a casa, paseando, mejorando, pero extrañamente apagado en su brillantez y en sus canciones. Ayer encontré en el coche una bolsa arrugada de papel blanco con polvorientas gominolas de Rose. Luego sus cinco ataques. Ahora su disminución. Todo el mundo le ha abandonado tan fácilmente. Rose parece más y más joven. Sylvia Crawford se arregó el pelo ayer. Se sentía rastrera por ello, dejó a la pequeña Paula conmigo y llegó rodeada de reflejos con su falda de volantes, con el pelo oscuro, con la piel blanca, con su voz infantil, alta y dulce. Percy tenía un aspecto terrible desde que le vio por última vez, dijo. Ella creía que el cáncer se disparaba cuando se exponía al aire. El sentimiento generalizado de la gente de pueblo: lo único que hacen los médicos es experimentar con uno en el hospital. Una vez estás dentro, si eres viejo, estás en las últimas. 9 de junio M e encontré al rector cuando salía de su edificio al otro lado de la calle. Subió la avenida hacia Court Green conmigo. Pude percibir su seriedad profesional recayendo sobre él. Leyó la noticia en la puerta de Rose mientras yo subía, y después descendí de regreso. “¡Sylvia!” Escuché a Rose detrás de mí, y me di la vuelta. Estaba haciendo aspavientos por la llegada del rector, torciendo muecas y vomitando ademanes con una mano, muy jovial. 2 de julio P ercy Key ha muerto. Murió justo a medianoche, el lunes 25 de junio, y le enterraron el viernes 29 de junio a las dos y media. Lo encuentro difícil de creer. Todo comenzó por un ojo lloroso y Rose llamando al médico, justo después del nacimiento de Nicholas. He escrito un largo poema “Berck-Plage” sobre ello. Muy conmovido. Varias terribles visiones. Ted había interrumpido durante varios días el traslado de Percy desde la cama. No podía ingerir sus pastillas para dormir, ni tragar. El doctor había empezado a ponerle inyecciones. ¿Morfina? Cuando estaba consciente tenía dolores. La enfermera contó 45 segundos entre una inspiración y otra. Decidí verle, debía verle, así que fui con Ted y Frieda. Rose y la sonriente mujer católica se habían echado en las tumbonas del jardín. El pálido rostro de Rose se contrajo cuando intentó hablar. “La enfermera nos dijo que nos sentáramos fuera. Ya no hay nada que podamos hacer. ¿No es horrible verle así?” Ve a verlo si quieres, me dijo. Entré por la silenciosa cocina con Ted. El salón estaba atestado, callado, caldeado por una terrible traslación que estaba teniendo lugar. Percy yacía sobre un montón de almohadas con su pijama de rayas, su cara ya lejos de la humanidad, la nariz un pico descarnado y encorvado en el aire delgado, la barbilla caída en un punto apartado, como un polo opuesto, y la boca como un corazón negro invertido estampado sobre la carne amarilla que la rodeaba, una respiración ronca pasando por ella con gran esfuerzo, como un pájaro horrible, atrapado, pero listo para partir. Sus ojos se mostraban entre los párpados entreabiertos como jabones disueltos o como un pus coagulado. Me sentí muy mareada y tuve una migraña espantosa sobre el ojo izquierdo todo el resto del día. El final, incluso de un hombre tan marginal, un horror. Cuando la mañana siguiente Ted y yo fuimos en coche a Exeter para coger el tren a Londres, la casa de piedra estaba tranquila, pacífica y cubierta por el rocío, las cortinas agitándose con el aire del amanecer. Está muerto, dije. O estará muerto cuando regresemos. Había muerto esa noche, me dijo madre por teléfono cuando le llamé por la tarde. Volvimos después de su muerte, al día siguiente, el 26. Ted había estado allí por la mañana, dijo que Percy estaba todavía en la cama, muy amarillo, con la mandíbula atada y con un libro, un gran libro marrón, apuntalándola hasta que adquiriera rigidez. Cuando llegué acababan de traer el ataúd y le habían metido en él. El salón en el que había permanecido estaba patas arriba... la cama apartada de la pared, los colchones sobre la hierba, las sábanas y las almohadas lavadas y secándose al aire. Yacía en la habitación de costura, o la sala de estar, en un largo ataúd de roble anaranjado con agarraderos de plata, la tapa apoyada contra la pared, junto a su cabeza, con una inscripción en plata: Percey Key, fallecido el 25 de junio de 1962. La cruda fecha, un shock. Una sábana cubría el ataúd. Rose la levantó. Un palidísimo rostro picudo, como de papel, se erguía bajo el velo que cubría el agujero cortado en una tela almidonada. La boca parecía engomada, la cara empolvada. Rápidamente bajó la sábana. La abracé. Me besó y rompió a llorar. La oronda y oscura hermana de Londres con ojeras avioletadas deploró: No tienen coche fúnebre, sólo tienen un carro. El viernes, el día del funeral, cálido y azul, con teatrales nubes blancas atravesando el cielo. Ted y yo, vestidos de negro asfixiante, pasamos la iglesia, vimos a los hombres con sombrero de hongo saliendo por la verja junto a un carro negro, con ruedas de grandes radios como arañas. Van a por el cadáver, dijimos; dejamos un encargo en la carnicería. El terrible sentimiento de grandes sonrisas abriéndose en la cara, insoportable. Un alivio; este es el alojamiento de la muerte, estamos a salvo por el momento. Paseamos alrededor de la iglesia con el luminoso calor, los tilos verdes podados como bolas verdes, las colinas lejanas rojas, recién aradas, y una de ellas con gavillas de reluciente trigo nuevo. Debatimos si esperar fuera o entrar. Elsie, con su paso renqueante, estaba entrando. Luego Grace, la mujer de Jim. Entramos. Oímos al sacerdote yendo al encuentro del cadáver en la puerta, conjurando, acercándose. Pelos de punta. Nos detuvimos. El floreado ataúd, bamboleándose y agitando sus pétalos, encabezaba la nave de la iglesia. Los guapos plañideros de negro, de los guantes al bolso, Rose, tres hermanas incluyendo a la marmólea y hermosa modelo, un marido, la señora Crawford y la católica sonriente, sólo que no sonreía, la sonrisa en suspenso. Apenas escuché una sola palabra del servicio, el señor Lane por una vez aplacado por la grandeza de la ceremonia, un navío, como debe ser. Luego seguimos al cortejo fúnebre, detrás del ataúd, desde la puerta lateral a la calle, subiendo por la colina hasta el cementerio. Tras el gran carro negro, el cura, balanceándose en blanco y negro a un paso decoroso..., un coche, un taxi, después Jack Crawford, con semblante verde y asustado, en su gran coche rojo nuevo. Subimos con él. “Bueno, el viejo Perce siempre quiso que le enterrasen en Devon”. Podías percibir que intuía que él sería el próximo. Sentí la llegada de las lágrimas. Ted me giró para que pudiera ver, en el patio de la escuela, las caras de los niños que se alzaban levemente hacia nosotros, todos sentados en alfombras, sorprendentemente sin dolor en sus rostros, tan sólo simple curiosidad. Atravesamos la puerta del cementerio, el día resplandeciendo. Seguimos las espaldas negras de las mujeres. Seis sombreros de hongo de los mozos descansaban en los primeros arbustos. El ataud sobre los hombros, las palabras dichas, las cenizas a las cenizas...eso es lo que permaneció, ni la gloria, ni el cielo. El sorprendentemente estrecho cajón deslizado por la estrecha apertura de tierra roja, abandonado. Las mujeres alrededor, en una especie de círculo de despedida, Rose absorta y hermosa y congelada, católica, arrojando un puñado de tierra que resonó sobre la madera. Un gran impulso me empujaba a fundirme con la tierra también, pero se me antojó indecente apresurar a Percy en el olvido. Dejamos la tumba abierta. Un sentimiento incompleto. ¿Se va a quedar ahí descubierto, sólo? Caminamos de vuelta a casa por la colina de atrás, recogiendo inmensos tallos de dedaleras fuxias y balanceando nuestras chaquetas en el calor. 4 de julio [última anotación] Me encontré a Rose, con un sombrero prestado de terciopelo y la invité a entrar en casa. Se marcha a Londres, pero volverá en una semana. Ha ido a arreglarse el pelo, con remordimiento, una ola de rizos tirantes. “Tenía tan mal aspecto”. Ha traído dos libros (estoy segura que uno de ellos era el que sujetaba la barbilla de Percy), un montón de capullos, con los que hacer tarjetas para vender, una estampa del Court Green, también para el negocio familiar, y unos pocos cuadernos: lastimosas reliquias. He pasado una vez y he visto a dos mujeres, su pelo protegido del polvo con pañuelos, de rodillas en la sala, esquivando variados objetos y cercadas por colchones y ropas de cama de motivos florales brillantes. Rose dijo que había escuchado a una pareja fuera de nuestra casa “Oh, pero tiene el techo de paja y es demasiado grande para nosotros”. Ella salió. ¿Estarían buscando una casa? Sí, se iban a retirar de Londres y querían una casita de campo. Habían venido a North Tawton, en lugar de a South Tawton, por error. Qué extraño, dice Rose, estoy intentando vender esta casa. Oh, es justo lo que queremos, exclaman. Ahora me pregunto, ¿regresarán? Sylvia PLATH