Feria del Libro: Paseantes y piratas
El próximo viernes comienza la Feria del Libro de Madrid. Hasta el 11 de junio, lectores y autores están convocados a mil firmas cómplices, mientras que editores y libreros se afanan ya con la esperanza de superar las cifras del pasado año: medio millón de ejemplares vendidos por un total de 1.187.699.912 pesetas. Pero EL CULTURAL no quiere caer en el error de reducirlo todo a cifras. Por eso, recorre el ayer y el hoy de esta fiesta cultural, de la mano de Luis Antonio de Villena. También reúne, cara a cara, a Antonio Gala y a Arturo Pérez-Reverte. Son los autores más vendidos, pero uno no falta nunca y el otro no va jamás . Y aquí desvelan las razones de su presencia y de su ausencia.
L a Feria del Libro de Madrid empezó en los días de la 2ª República y entre los árboles del Paseo de Recoletos, por los mismos lugares donde hoy está la estatua de Valle-Inclán, que paseaba por allí en aquellos años 30. Mediando los 60, cuando yo, estudiante adolescente, acudí por primera vez a aquel llamado de los libros, aún seguía en el mismo sitio. Me parece a mí que entonces no sólo era una Feria espacialmente más pequeña, sino que el señuelo de las firmas tenía menos o casi ninguna importancia.En los primeros 70 la Feria del Libro -creciendo- ya se había internado en el parque de El Retiro. Aunque, al menos dos años, a finales de aquella década, la Feria fue equivocadamente llevada al Pabellón de Cristal de la Casa de Campo, un recinto cerrado y nada céntrico, y un edificio pensado para muy otros fines. Supongo que serían los años menos garbosos de la Feria, aunque yo no debiera ser ingrato con aquel acalorado edificio. Fue allí -principios de junio de 1978- la primera vez en que alguien me invitó a acudir a la firma. Meses antes yo había publicado un libro sobre los goliardos -Dados, amor y clérigos- y un libro de poemas, El viaje a Bizancio, que había tenido eso que suele llamarse una muy buena acogida crítica. Supongo que ése sería el motivo por el que la dueña de una librería (siento no recordar su nombre, fue una dama generosa) me pidió que acudiera a firmar. Pero, como suele ocurrir con los neófitos, la experiencia fue un fracaso. Creo que solo firmé tres ejemplares, y uno a la dueña del stand. Claro, en la Casa de Campo había menos público que en El Retiro, pero esa tonta sensación de ceniza apagó mi posible orgullo, cubierto de elogiosas reseñas, a mis 26 años. Más tarde me tranquilicé cuando Juan García Hortelano me contó (con el buen humor y la inteligente zumba con que solía hacerlo) que él una de las primeras veces que acudió a firmar libros, una tarde entera, en la librería Clan de Madrid, prestigiosísima en la época, no firmó ni uno -lo decía riendo- y eso que ya había ganado el famoso premio Biblioteca Breve con Nuevas amistades. No sé si será bueno o malo (digamos que malo) pero lo cierto es que las buenas críticas venden menos que la popularidad indiscriminada.
La primera vez que fui a la Feria del Libro con la intención de que un autor me firmara un ejemplar fue en 1970. Yo era muy tímido y acercarme a la caseta me producía incomodo y corte. Sabía que Guillermo de Torre había sido un poeta ultraísta, aunque no hubiera leído ni un solo verso suyo (ahora tengo la primera edición de Hélices, una rareza) ni tampoco sabía que aquel señor era el cuñado de Borges, autor al que yo ya admiraba mucho. Pero me gustaban los amenísimos libros de crítica de De la Torre y me acerqué -sin decir otra cosa que no fuera mi nombre, aterrorizado casi- a que aquel hombre atildado y mayor me firmase Las metamorfosis de Proteo. él hablaba con los libreros, me miró, me sonrió, me dedicó el libro, pero tampoco me dijo nada.
Por aquellos años las máximas colas en la Feria las tenía un novelista al que yo había leído en el colegio por recomendación de algún cura progre. Quien más firmaba, el autor del éxito plural, era José Luis Martín Vigil, con aquellas novelas de adolescentes o para adolescentes como La muerte sale al encuentro o Los curas comunistas. Pero yo ya había pasado esa etapa, así como la de Gironella, otro best seller del momento al que nunca vi en la Feria. Me acuerdo -sería en 1974, me parece- del altísimo Julio Cortázar, que casi no cabía en la caseta. Hubiese ido a que me firmara Rayuela pero la tenía en casa, y tampoco era cosa de volver a comprarla... Hoy lo lamento, evidentemente.
En poesía, las colas eran para Celaya. Ahora -incrementadas- las ha heredado Benedetti. Uno empieza acudiendo a la Feria del Libro, como es lógico, para comprar libros algo más baratos, pero termina acudiendo sólo por las firmas, pues -para ser sincero- en una buena librería se está más cómodo y si eres cliente el librero te hará, en cualquier época del año, el mismo descuento. Ah, pero las firmas... Es una afición (en mí muy antigua, cuando mi prima me regalaba un libro le pedía que me lo dedicara) que va en aumento. Un libro dedicado o firmado -no es lo mismo- tiene por supuesto más encanto, dado, como es lógico, que el autor te interese. Todos los que hemos ido a firmar tenemos, sin duda, miles de anécdotas. Todos, alguna vez, también hemos querido ligar por amor a la literatura. A mí una dama muy fina, señora de un embajador, me dijo hará unos diez años que se hacía mi secretaria gratis (o que simplemente se ponía a limpiar el polvo en mi casa) para estar conmigo y oírme. Me compró muchos libros y hasta me llamó por teléfono pero también es verdad que yo era entonces rubio y peroraba todas las semanas en un famoso programa televisivo -nada que ver con lo actual- que guiaba Manuel Hidalgo. Todos hemos sentido envidia o desdén altanero hacia los que firman muchísimo (no más de 7 u 8) y pena, penita pena hacia los compañeros de caseta que no firmaban nada o casi nada (muchísimos). Un autor que firme, en una tarde, 40 libros o poco más es un autor sólido. Y es imposible firmar más de 300 porque no daría tiempo. Ahora los autores tenemos la sana costumbre de no visitarnos, a no ser que nos encontremos inevitablemente. Pero hace años (había menos autores o menos firmantes) era de rigor hacerse visitas testimoniales, y cuando preguntabas: "Cómo va la cosa...", el preguntado respondía con ambigua sonrisita: "Bueno, me duele la mano de echar firmas". Los escritores (sólo algo menos que los actores) somos una raza muy vanidosa.
Por lo demás ya se sabe que hay autores que detestan ir a firmar y que lo consideran un acto ridículo de dudosa y pavitonta comercialidad. Juan Goytisolo jamás firma. ¿Y se imaginan ustedes firmando a José ángel Valente, entre regañina y regañina? No, no es posible. Claro que mi amigo Trapiello tampoco va ya a firmar, porque al parecer fue una vez y no le vio sentido. ¿Me equivoco? A ratos te alegras de firmar, a ratos -cuando se firma menos- te acuerdas añorante de la prestigiosa torre de marfil. Quizá le pasó eso a Gala (últimamente máximo firmante) cierto día, hace unos cuantos años, en que una señora ya firmada se volvió entre el tumulto de damas, y gritó: "Señor Gala ¿cómo me ha dicho que se llama la comida que le da a Troylo?" Yo estaba en la caseta de enfrente y no oí la contestación de Gala -si la hubo- pero si vi su cara de mal genio. Con cierta lógica.
Maruja Torres y Terenci Moix firman y charlan con el público. Carlos Fuentes se quejaba el año pasado de no tener tanto público como pensaba, alrededor de Los años con Laura Díaz. A Borges -ciego- le encantaba firmar, en sus últimos años, aunque sólo hiciera un garabato. Otro tema es qué poner en la dedicatoria. ¿Cómo dedicar verdaderamente un libro a alguien que no conoces? Por eso yo suelo decir que más que dedicar se firma. Yo tengo, sobre todo, señoras de unos 60 años y chicos de veintitantos, que a veces mandan a su novia, porque ellos no se atreven. "Para Luisa y Miguel", me dijo una vez una señorita. Vi a Miguel parado en medio del paseo. "¿Miguel es él?", pregunté. Me contestó que sí, y que era muy tímido. Supuse, para mis adentros, que Miguel me leía pero debía considerar que yo, autor heterodoxo, andaría muy cerca de ser un leopardo...
La Feria del Libro es hoy una caminata, un espectáculo circense y un estupendo juego de complicidades y miradas. Javier Marías firma mucho. Yo firmo algo menos. Fernando Savater firma pero tiene prisa. Soledad Puértolas lleva sombrero. Almudena Grandes es muy simpática. José Luis Sampedro se abanica. Alfonso Ussía pone cara de azor. José Luis de Vilallonga fuma un puro. Los autores entramos y salimos por detrás de las casetas, siempre con gafas de sol, enigmáticos y esquivos. José María álvarez, un año, firmó sus traducciones de Kavafis... Se pasa calor. Llueve. A menudo te cansas de mascar polvo y coca-cola light, pero, si estuvo Julio Cortázar y Rosa Chacel y Ramón María del Valle-Inclán, ¿quién podría rotundamente negarse? ¡Vaya hombre, con lo bien que se está en casa o en una librería de paz y fondo, a tus anchas!