Letras

Aranmanoth

Ana María Matute

31 mayo, 2000 02:00

Espasa. Madrid, 2000. 191 páginas, 2.500 pesetas

Matute ha hecho en Aranmanoth una historia amena, fluida y sobria. Ha embridado los elementos imaginativos hasta contenerlos y se ha socorrido con comedidos recursos expresivos

Después de haber cultivado durante años el testimonialismo, Ana María Matute pasó a la literatura histórico-fantástica con La torre vigía (1971). Esa primera incursión en una Edad Media caballeresca adquirió dimensiones torrenciales en Olvidado rey Gudú (1996). Asentada con esta obra sin incertidumbres en ese terreno de lo legendario, y sabedora de los buenos resultados que le ha dado y de la utilidad para sus fines comunicativos y morales, vuelve en Aranmanoth a una alta Edad Media de perfiles imprecisos, mágica, heroica y espantosa a la vez. Aranmanoth se parece a estas dos novelas. Con la primera la emparenta un mundo feudal. En él, un caballero sirve con extrema fidelidad al Señor a quien debe vasallaje. La segunda se relaciona por la irrupción libre de presagios, visiones, encantamientos, elfos y seres sobrenaturales. Ahí vive uno de los protagonistas, un niño sagrado cuyo nombre da título al libro, de naturaleza mitad humana y mitad mágica.

En ese territorio medieval ensoñado y ajeno a cualquier verdad historiográfica trenza Matute una historia de amor que, sin perder su interés intrínseco, se convierte en una alegoría, no del presente, sino de todo el tiempo, del tiempo entero que abarque la naturaleza humana. El niño Aranmanoth y la niña Windumanoth se conocen de muy pequeños y se hacen adultos buscando un Sur mítico. Se trata de un recorrido iniciático de dos seres que tras perder la inocencia y acceder a la madurez pagan el precio de alcanzar el conocimiento. La historia de amor de la pareja, tierna, pero en ningún momento ternurista, se explaya en apuntes sobre los sentimientos, el recuerdo, la nostalgia, el paso del tiempo, la libertad inalcanzable o la muerte. También se llena de elementos significativos que recrean la compleja y contradictoria realidad del mundo. Unos son negativos: la dureza de la infancia, el horror de la guerra, la injusticia, la traición, el odio, la envidia, el rencor y la venganza. Otros son positivos: la ternura, la piedad, el llanto, la lealtad a sí mismo (determinante de un inesperado y revelador final, que aquí no debo aclarar), y sobre todo el causante de la suma felicidad, el amor, la palabra "más simple y poderosa, la única capaz de distinguir a las criaturas humanas de las que no lo son".

Este conjunto de valores transforma una anécdota entretenida en un orbe imaginario de índole moral. El escenario, entre refinado y feroz, se puebla de animales con carga simbólica y los hechos poseen un sentido trascendente. Con todo ello, la novela encierra una auténtica tesis, dicho en un sentido noble del término. Vemos que la vida es absurda, terrible y llena de dolor. Pero en ella hay también un puñado de experiencias tan intensas y gratificantes por sólo las cuales ya merece la pena vivir. Matute pone en una balanza lo uno (el mal y la culpa) y lo otro (la felicidad) y saca una consecuencia. Comprendemos que "la vida no es más que una trampa" y comprobamos también que "el Sur no existe". Sin embargo, todas las desgracias se compensan con algunos instantes de plenitud posibles "en el ardiente, cegador y breve -demasiado breve- verano de la vida", por decirlo con el moderado optimismo que cierra la obra.

Este es el mensaje vitalista, de un realismo lúcido y no complaciente, que comunica la escritora. La autenticidad de la novela no está en la verdad del mensaje que subyace a esa propuesta sino en la emocionalidad contenida con que se explica. En la vida sufrimos mucho, viene a decirnos, pero también tenemos a nuestro alcance la posibilidad de algunos intensos disfrutes. ¡Cuánto padecemos, pero, algunas veces, qué bien lo pasamos!: ésta podría ser una pragmática síntesis de la obra y de su reivindicación de un gore precario.

Matute ha hecho en Aranmanoth una historia amena, fluida y sobria. Ha embridado los elementos imaginativos hasta contenerlos en un justo punto y se ha socorrido con comedidos recursos expresivos (paradojas, símbolos, innumerables anotaciones cromáticas). Y, sobre todo, ha apelado a una calculada emocionalidad que suena a sincera porque debajo de los hechos y palabras nos parece escuchar el latido de una experiencia personal decantada en un puñado de notas esenciales.

La novela tiene un narrador omnisciente engañoso. El narrador es la misma autora, a quien, aunque no aparezca como tal, incluso se le escapa alguna explícita apostilla moralizadora. Ella le presta al libro su verdad sencilla y rotunda, y también un tono entrañado, que no procede de la anécdota sino del sentimiento que pone quien la cuenta, que es quien la escribe. Ana María Matute se remonta a un ayer inverificable para dar rienda suelta a lo más cálido y firme de sí misma poniendo en un paisaje con hadas su propia autobiografía íntima.