Image: El artista y su cadáver

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Letras

El artista y su cadáver

Fernando Aramburu

6 marzo, 2002 01:00

Tusquets. Barcelona, 2002. 174 páginas, 12 euro

Dos novelas extensas (Fuegos con limón y Los ojos vacíos) y un libro de relatos (No ser no duele) han bastado para colocar a Fernando Aramburu -San Sebastián, 1959- a la cabeza de los narradores españoles aparecidos en el último decenio. Aramburu ha demostrado ser un gran fabulador y, a la vez, un prosista dueño de un idioma que, sin caer en el abismo arcaizante, recuerda, por su plasticidad y su riqueza, los grandes modelos de la literatura clásica en nuestra lengua. Si no fuera por estas excepcionales circunstancias, El artista y su cadáver podría ser un libro menor, puesto que se trata de un conjunto de prosas, muchas de ellas simples y escuetos bosquejos, publicadas inicialmente, aunque en edición poco difundida, por la Universidad del País Vasco en 1993. Pero Aramburu no es un escritor de poca monta. Una sola página suya tiene a priori más interés que muchas de muchos de sus coetáneos habitualmente ovacionados y bendecidos en cada aparición. La lectura de El artista y su cadáver lo confirma.

Los textos que forman el volumen son de muy distinta naturaleza. Los hay que constituyen bocetos de historias, pero muchos otros evocan experiencias infantiles, esbozan un autorretrato o dan forma narrativa, como si de parábolas se tratase, a diversas ideas acerca de la creación artística o de la relación del escritor con el lenguaje. Quien desee entender cómo se fue gestando el quehacer literario del autor donostiarra, cuáles fueron sus estímulos y qué principios esenciales lo dirigen, encontrará noticias imprescindibles acerca del escritor que decidió un buen día "dar forma escrita a los incidentes de mi conciencia" (pág. 66), como él mismo escribe con extraordinaria precisión. Aquel lector cuyas miras sean otras y sólo aspire al entretenimiento y a la fruición de la lectura, encontrará igualmente motivos de satisfacción, porque Aramburu, como todo narrador auténtico, tiene la virtud de proporcionar interés a cuanto convierte en relato. Léanse, a propósito de la formación literaria del autor, textos como "El padre Manzano" -o "El primer libro", otra versión del mismo asunto-, "Deudas literarias", "Orígenes lingöísticos de algunas de mis dolencias" y "La otra música de fondo", estos dos últimos transmutados ya en imaginativas alegorías sobre la cuestión, porque la transformación de ideas o confesiones en relato es propia de Aramburu.

El brevísimo relato titulado "Evoca, hallándose lejos, su ciudad mientras friega la vajilla" es una muestra insuperable de mezcla de planos cronológicos, sentimentales y visuales en la que se actualizan procedimientos que no hubiera desdeñado Rimbaud. "Elogio sentimental de la bicicleta" es homenaje a Baroja -por el título- y a Machado, cuyo poema "Recuerdo infantil" se halla parafraseado en las primeras líneas. "Un rostro en Hamm" se encuentra, por la intensidad de la experiencia evocada, en los límites de la lírica, y "Cómo fundar una religión en menos de veinte minutos" es una de esas parábolas que Aramburu erige con maestría y que abren un amplio haz de aplicaciones posibles.
Pero no tiene mucho sentido señalar estas o aquellas páginas porque ninguna es desechable y todas están sostenidas por la potencia y la fertilidad de un escritor cuidadoso, convencido "de la conveniencia de perseverar en el sosiego y de rehuir a cualquier precio lo superfluo en lo que más importa" (pág. 98). En lo que más importa se halla la literatura, como el mismo autor deja entrever al preguntarse "cómo es posible que yo haya acabado amando la literatura por encima de todas las cosas" (pág. 124). Una literatura desprovista de los fastuosos oropeles con que la revisten algunos y considerada sin más como noble instrumento del limitado placer humano: "Si algún ideal ha de animar con preferencia mi escritura, se me antoja que sea el de contribuir en algo a que el hombre llegue a ponerse un día a la altura de su capacidad de placer, aunque tan sólo sea de una vez para siempre, y luego muera dando pena de su fortuna a la misma muerte que lo disuelve" (pág. 42). También en estas páginas podrá el lector galvanizar su capacidad de placer, acaso aletargada por el influjo de otras lecturas menos estimulantes.