Isabel Allende
Sin la escritura sería una eterna desterrada
12 septiembre, 2002 02:00Isabel Allende, por Gusi Bejer
En 1982 una periodista chilena en el exilio alcanzaba el éxito con La Casa de los Espíritus. Desde entonces no ha dejado de maravillar a lectores de todo el mundo: Eva Luna, Paula, Retrato en Sepia o su último libro, La Ciudad de las Bestias, una novela juvenil situada en la Amazonía, son sólo algunos de los títulos que avalan la fulgurante trayectoria de una autora que se atreve con todo.La próxima semana llega a España para protagonizar, del 16 al 22 de septiembre, la Semana de Autor de la Casa de América y presentar su novela.
-¿Se pasa a la literatura juvenil con La Ciudad de las Bestias?
-Escribí La Ciudad de las Bestias para jóvenes, pero mis editores lo han publicado "para todas las edades" y, en realidad, los adultos que lo han leído me lo han celebrado más que los niños. Desde que escribí La Casa de los Espíritus no había vuelto a hacerlo con tanta inocencia, tan juguetonamente.
Balcells y los espíritus
-Veinte años después de La Casa de los Espíritus, ¿cuál es su bagaje?
-Cuando se publicó mi primer libro, yo trabajaba en una escuela en Caracas. No tenía ninguna experiencia en el mundo de la literatura, pero con la ayuda de mi agente, Carmen Balcells, y la protección de algunos espíritus traviesos enviados por mi abuela desde el Más Allá, pude sobrevivir el impacto y continuar escribiendo. En estos veinte años he adquirido cierta seguridad. Al principio me parecía que cada libro era como un regalo, algo que sucedía en una dimensión desconocida a la cual tenía acceso por casualidad, pero que no volvería a repetirse. Ahora sé que puedo escribir siempre si me doy tiempo y silencio para escuchar a los personajes.
-José Donoso se preguntaba si acaso había algo más que literatura. ¿Podría vivir hoy sin escribir?
-Podría vivir sin escribir, pero no sería la persona que soy. La escritura es como un universo paralelo, donde vivo la mitad de mi tiempo. Sin la escritura yo sería una eterna desterrada.
-¿A qué se refería cuando afirmó que la literatura es un viaje sin retorno?
-Al comenzar La Casa de los Espíritus no sabía lo que estaba haciendo, pero instintivamente adiviné que había cruzado un umbral misterioso y había entrado a un espacio oscuro. A las pocas páginas adiviné que tenía entre las manos algo más fuerte que yo: un potro bravo, incontrolable, poderoso, aventurero. Supe también que dedicaría el resto de mi vida a alumbrar los rincones de ese espacio con la luz de la palabra escrita. Y que ya no volvería atrás... Mi vida cambió y yo también.
-¿Escribe por instinto?
-Empiezo a escribir con la mente casi en blanco. A veces sé dónde y cuándo voy a situar la historia, luego entro con mi lámpara en ese espacio oscuro, que mencioné antes, y busco a los personajes con paciencia. Ellos aparecen de a poco, primero difusos y casi mudos, pero día a día van perfilándose cada vez con más claridad. No tengo idea por qué hacen y dicen lo que aparece en las páginas, pero sé que hay una lógica implacable en sus destinos.
-En uno de los diálogos que mantiene Paulina del Valle con su nieta Aurora, ésta le dice: "usted es inmortal, abuela". A lo que ella responde, "no hija, sólo lo parezco". Ello me recordó a otra conversación, en La Nieve del Almirante, de Mutis. ¿Qué inspiran ese tipo de personas a las que alguien les ennoblece con la inmortalidad?
-Esas personas que uno considera inmortales son los leones de este mundo. Conozco por lo menos dos: mi agente, Balcells, y mi padrastro, Ramón Huidobro. No puedo imaginar el mundo sin ellos. Si se mueren antes que yo me consideraré profundamente traicionada.
El poder de la palabra
-A una escritora que como usted moja su pluma en la memoria, ¿le vienen muchos con quejas de lo que cuenta o de cómo lo cuenta?
-Al principio había gente que se molestaba con mis libros, sobre todo miembros de mi familia, que se sentían desnudados o caricaturizados. Pero ya nadie me reclama, supongo que se han acostumbrado a la idea de que un escritor no puede desperdiciar el buen material que hay a mano. Con una familia como la mía no se necesita imaginación para escribir.
-¿Dónde termina la libertad del escritor?
-No puedo contestar por otros, pero sé exactamente dónde termina la mía. Hay una responsabilidad moral, la misma que tienen los médicos: no hacer más daño. Por ejemplo, aunque sé mucho del tema, no describo escenas de tortura, porque no quiero poner ideas en la cabeza de algún loco. En cambio, describo escenas de amor, para poner ideas en la cabeza de los tímidos. Creo que la palabra escrita tiene un tremendo poder, por lo mismo lo uso con sentido de responsabilidad.
-La iniciativa de escribir Paula viene de Carmen Balcells, cuando le recomienda escribir para vencer el dolor. Después, ¿ de qué forma fue operando en usted esa carta?
-No lo recuerdo. Fue un tiempo tan oscuro, tan doloroso, que lo he ido borrando. Lo único que me acuerdo es que cada día me levantaba a duras penas de la cama, me vestía y me iba a mi cuchitril a escribir. Encendía una vela ante la foto de Paula y me ponía a llorar. Mi marido me traía una taza de café, me daba un beso y me dejaba sola, porque sabía que la escritura era lo único que podría ayudarme. No quise admitir que mi hija estaba perdida hasta tres o cuatro días antes de su muerte, cuando fue evidente que se estaba despidiendo de nosotros y su espíritu estaba listo para irse.
-Cuando hablamos de dios, de lo eterno, ¿a qué nos estamos refiriendo? O como se preguntaba Neruda, y usted misma le traslada esa pregunta a su hija Paula, ¿qué quiere decir para siempre?
-Creo que hay algo eterno en todo lo que existe. Esa sustancia espiritual es para siempre. Lo material cambia y perece, tal vez renace en otra forma; pero el espíritu no muere. Lo veo como un océano espiritual y las manifestaciones físicas en el universo son como gotas que se han desprendido y cuyo destino final es volver a incorporarse a ese inmenso mar. Mis creencias son sólo eso: creencias. En asuntos religiosos o filosóficos nada puede probarse.
-¿Supera la realidad a la imaginación?
-¡Claro que sí!. Cuando escribí El Plan Infinito salió una crítica en un periódico de San Francisco en la cual decían que "era imposible que sucedieran tantas cosas en la vida de una persona". Resulta que yo había omitido más de la mitad, porque nadie me creería. Y como bien sabemos la primera condición de una novela es que sea creíble. Los libros memorables, los personajes que nunca nos abandonan, son aquellos con los cuales nos identificamos, porque sabemos que nos muestran una profunda verdad humana.
Adicta a narrar
-Al final de Retrato en Sepia se paladea con extraordinaria nitidez el placer de narrar. "¿Qué pasó entonces oi-poa?, pregunta Aurora. Y su abuela, sabía ya de tanto amar y sufrir, responde simplemente que hizo lo que debía hacer." Así termina. ¿Es el placer de narrar el motivo de su obra o sólo una consecuencia?
-Narrar es un vicio, una adicción. La he tenido siempre, desde que aprendí a hablar. Descubrí la escritura cuando ya tenía cerca de cuarenta años, pero el placer de narrar lo tuve desde que me acuerdo. Por eso escribo: por pura sensualidad. La misma razón por la cual hago el amor.
- Aquella vena exhibicionista que demostraba en su programa de TV en Chile, ¿era el pulso latente de la escritora que habría de ser?
-No lo sé. Creo que la vena exhibicionista era un deseo incontrolable de escandalizar a la pudibunda sociedad chilena. Apenas salí de Chile se me pasó. Pero cada vez que vuelvo a mi país me dan ganas de ponerme plumas de avestruz en el trasero y salir en la televisión bailando can-cán.
-¿ Se arrepiente de haberse exiliado?
-No. Si me hubiera quedado en Chile habría muerto sofocada por el ambiente represivo de la dictadura. Treinta años después sigo teniendo rabia y espanto por las atrocidades cometidas, pero no guardo rencores ni odios de ninguna clase. Gracias al juez Garzón y el arresto de Pinochet en Londres en l998, se destapó la verdad en Chile. Ya nadie puede negar o ignorar lo ocurrido. Admitir la verdad es el comienzo de la reconciliación. Tal vez nunca me hubiera convertido en escritora si no me hubiera visto obligada a empezar de nuevo, lejos de mi patria.
-Escribe Todorov que quienes han visto el mal de cerca lo saben: es inútil acariciar la esperanza de que el mal encarna en seres enteramente diferentes de nosotros.
-Eso es lo más horrible de la tortura y otros crímenes: cualquiera puede cometerlos. La mayoría de nosotros ni siquiera puede imaginarlos, porque ha tenido la suerte de que no haber sido sometido a las circunstancias en las cuales se tortura o se cometen otras atrocidades. Pero si se dieran esas circunstancias ¿cuántos de nosotros nos comportaríamos como demonios?
-Después de una vida como rivales, Aurora del Valle y Amanda Lowell sellan su reconciliación con una carcajada. ¿Es la risa el verdadero sacramento de comunión y perdón?
-El humor es algo maravilloso, no sólo como sacramento de comunión, también como arma contra la opresión, herramienta para desenterrar las verdades, bálsamo para aliviar el dolor.
-En La Casa de los Espíritus empleaba como recurso estilístico imágenes descabelladas que sin embargo han desaparecido de sus últimos libros.
-Eran anécdotas basadas en cuentos que escuché a mi abuelo y otras personas. Por ejemplo, la cabeza perdida que yo atribuyo a Clara clarividente ocurrió en una familia que conozco, aunque la idea de ponerla sobre el armario cuando nacen los mellizas fue aporte mío... En este momento estoy dedicada a escribir novelas para jóvenes y estoy usando nuevamente esos elementos de realismo mágico, que no aparecen en otras novelas escritas en los últimos años.
-¿Cuál es la patria del escritor en un mundo en el que el riesgo se contempla como una enfermedad del alma?
-En mi caso la vida y la escritura se mezclan. No tengo miedo. No pretendo seguridad. Tampoco evito el sufrimiento. En la literatura me arriesgo y en la vida también. Mis libros son mi patria.
Isabel Allende podría perfectamente ser una de sus criaturas de ficción, dadas las vicisitudes sufridas a lo largo de sesenta años cuajados de alegrías, amores y desengaños. Nacida en Lima en 1942, a los tres años se trasladó a Chile con su madre y sus hermanos. Entre 1959 y 1965 trabajó para la FAO y en 1973 abandonó Chile tras el golpe de estado que derrocó a Salvador Allende. Caracas fue la primera estación de un exilio que acabaría llevándola a California. Pero lo que cambió su vida fue la publicación de su primera novela, La casa de los espíritus (1982), a la que seguirían, entre otras, De amor y sombra, Eva Luna, El plan infinito, Hija de la fortuna o Retrato en sepia.