Image: El problema de la señora Blynn. El problema del mundo

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Letras

El problema de la señora Blynn. El problema del mundo

por Patricia Highsmith

29 mayo, 2003 02:00

Patricia Highsmith, por Grau Santos

No hay monstruos, horrores preternaturales ni vampiros que valgan: el mayor terror nos lo procuran siempre los otros, muy de carne y hueso, demasiado cotidianos. Y nadie lo sabía mejor que Patricia Highsmith (1921-1995), la última maestra de la novela de terror, de la que está a punto de aparecer un volumen de cuentos inéditos, Una afición peligrosa (Anagrama). El Cultural publica un fragmento de un cuento inédito, con tintes autobiográficos.

La señora Palmer se estaba muriendo, ni a ella ni a ninguna otra persona de la casa le cabía la menor duda al respecto. Los habitantes de la casa habían pasado de ser dos, la señora Palmer y Elsie, la doncella, a ser cuatro en los diez últimos días. La hija de Elsie, Liza, que tenía 14 años, había acudido a ayudar a su madre y se había llevado a su peludo perro pastor, Princy, que para la señora Palmer era el cuarto habitante de la casa. Tenía leucemia. No sufría ningún dolor, pero estaba terriblemente débil. Tenía 61 años. Su hijo Gregory, oficial de la RAF, estaba destacado en Oriente Próximo. Tal vez llegaría a tiempo y tal vez no. La señora Palmer, de forma deliberada, no le había mandado un telegrama urgente, pues no quería molestarle ni importunarle, y en su telegrama de respuesta, él había dicho simplemente que haría lo posible para conseguir un permiso e ir a verla, y que le comunicaría la fecha exacta de su llegada. Su propio telegrama había sido cobarde, pensó la señora Palmer. Por qué no había tenido el valor de decirle claramente: "Me estoy muriendo, no creo que dure más de una semana. ¿Puedes venir a verme?".

La señora Palmer no tenía amigos íntimos en el pueblo, porque sólo llevaba un mes allí. Se dirigía a Escocia cuando la invadió otra vez aquella debilidad y se desmayó en el andén de la estación de Ipswich. Un largo viaje a Escocia en tren o incluso en avión pareció entonces fuera de lugar, de modo que, siguiendo las indicaciones de un médico desconocido, la señora Palmer había cogido un taxi y se había desplazado a un pueblo de la costa este llamado Eamington, donde, según el propio médico, había una enfermera que visitaba a domicilio, y donde el aire era espléndido y vigorizante. Había contratado a Elsie, ofreciéndole un salario por encima de lo habitual en Eamington, le pagaba a la señora Blynn una guinea por una visita de media hora diaria (y la mayor parte de aquella media hora se consumía con el té) y pronto daría trabajo a la funeraria, al sacristán y tal vez también a la floristería.

Al oír unos pasos rápidos en el pavimento, en un momento de calma del rugido del viento, la señora Palmer se incorporó un poco en la cama. Llegaba la señora Blynn. Un ansioso ceño transformó la fina piel de la frente de la señora Palmer, pero ella sonrió cortesmente, con uan cortesía anticipada. Cogió el espejo de mango largo que había en la mesita de noche. Su cara grisácea había dejado de impresionarla o avergonzarla. La edad era la edad, la muerte era la muerte y aunque no era guapa, seguía sintiendo el impulso de hacer lo que pudiera por parecer más agradable al mundo. Elsie llamó a la puerta y la abrió al mismo tiempo.

-La señora Blynn, señora.
-Buenas tardes, señora Palmer -dijo la señora Blynn, bajando los dos escalones desde el umbral a la habitación de la señora Palmer. Era una mujer corpulenta, con el pelo rubio oscuro y de altura mediana, de unos cuarenta años. Como muchas mujeres de Eamington, era viuda de marino, y había empezado a trabajar de enfermera después de los 40. En el pueblo la consideraban una mujer enérgica que hacía su trabajo eficazmente-. ¿Cómo se encuentra esta tarde?

Pero su expresión cambió al instante. Hurgó en su bolso negro en busca de la jeringa y el frasco de claro fluido que no serviría de nada. Su boca perdió la sonrisa y se curvó hacia abajo y se acentuaron las arrugas en las comisuras. Cuando se concentraba en el descarnado cuerpo de la señora Palmer, sus ojos verde grisáceo se volvían vidriosos, como si no viera nada ni necesitara ver nada: aquél era su oficio y ella sabía cómo hacerlo. La señora Palmer era un objeto, que pagaba una guinea por la visita. El objeto iba a morir.

-¿Va a venir su hijo? -preguntó la señora Blynn en voz alta y clara, mirando directamente a la señora Palmer.
La señora Palmer no sabía lo que Elsie le habría contado a la señora Blynn. Ella le había dicho a Elsie que su hijo tal vez viniera, eso era todo.
-Aún no lo sé. Supongo que está esperando a decirme la fecha exacta... o para comprobar si puede o no. Ya sabe cómo son las cosas en las fuerzas aéreas.
-Hummm -dijo la señora Blynn a través de un bollo, como si por supuesto tuviera que saberlo, ya que su marido había sido militar-. Si no me equivoco, es su único hijo y heredero.
-El único -contestó la señora Palmer.
-¿Está casado?
-Sí. -Y anticipándose a la siguiente pregunta-: Tiene una hija, pero aún es muy pequeña.

Los ojos de la señora Blynn vagaron hacia la mesita de noche de la señora Palmer y, de pronto, ésta se dio cuenta de que estaba observando... su broche de amatista. La señora Palmer lo había llevado en su rebeca unos días, hasta que se había encontrado tan mal que el broche ya no la animaba.
-Es un broche muy bonito -dijo la señora Blynn.
-Sí. Me lo regaló mi marido hace años.

La señora Blynn se acercó a mirarlo, pero no lo tocó. La amatista rectangular estaba engarzada en diminutos brillantes. Se quedó allí de pie, mirándolo con ojos atentos y saltones.
-Supongo que se lo dejará a su hijo... o a su mujer.

La señora Palmer enrojeció, incómoda o disgustada. La verdad era que no había pensado a quién se lo iba a dejar.
-Supongo que mi hijo se lo quedará todo, como mi heredero.
-Espero que su mujer sepa apreciarlo -dijo la señora Blynn con una sonrisa, dándose la vuelta para dejar la taza de té en el platillo.

Luego, la señora Palmer cayó en la cuenta de que la señora Blynn llevaba días mirando aquel broche, cada vez que sus ojos se desviaban hacia la mesilla de noche. Cuando se marchó la señora Blynn, la señora Palmer cogió el broche y lo guardó en la palma de su mano, con actitud protectora.

La señora Palmer murió dos días más tarde. Fue un día en que la señora Blynn entró y salió de la casa seis u ocho veces. Por la mañana había llegado un telegrama de Gregory, diciendo que por fin había conseguido un permiso y que saldría en cuestión de horas y aterrizaría en un aeropuerto militar cerca de Eamington. La señora Palmer no sabía si llegaría a verle o no
-Su hijo vendrá hoy -había dicho, medio preguntándolo, la señora Blynn en una de sus visitas.
-Sí -contestó la señora Palmer.

Ya empezaba a oscurecer, aunque sólo eran las 4 de la tarde. Aquéllas fueron las últimas palabras claras que intercambió con alguien, porque después se sumió en una especie de ensoñación. Veía a la señora Blynn mirando la cajita azul de la estantería, mirándola fijamente incluso mientras sacudía el termómetro. La señora Palmer llamó a Elsie e hizo que le acercara la caja. La señora Blynn ya no estaba en la habitación.
-Esto es para mi hijo, cuando llegue -dijo la señora Palmer-. Todo. Cada una de las piezas. ¿Entendido? Está todo escrito... -Pero aunque estuviera todo detallado, una pieza suelta como el broche de amatista podía extraviarse y tal vez Gregory nunca hiciera nada al respecto, tal vez ni siquiera lo echaría en falta, o tal vez pensaría que ella lo había perdido en alguna parte durante las últimas semanas y no lo había comunicado. Gregory era así. Luego la señora Palmer sonrió para sí, y también se regañó un poco. No puedes llevártelo contigo. Aquello era una verdad como un templo, y la gente que lo intentaba era despreciable y bastante absurda.- ¡Elsie, esto es para usted! -dijo la señora Palmer y le tendió a Elsie el broche de amatista.
-¡Oh, señora Palmer! ¡Oh no, no puedo aceptar algo así! -dijo Elsie, y no sólo no lo cogió sino que incluso retrocedió un paso.
-Ha sido muy buena conmigo -dijo la señora Palmer. Estaba muy cansada y su brazo cayó sobre la cama-. Está bien -murmuró, al ver que era inútil.

Su hijo llegó a las seis de aquella tarde, se sentó al borde de su cama, le cogió la mano y le besó la frente. Pero cuando se murió, la señora Blynn estaba más cerca, inclinándose sobre ella con su ancha cara lisa y aterciopelada y sus ojos verde grisáceo, tan inexpresivos como los de un fantástico reptil.

En un instante, la señora Palmer vio toda su vida -su despreocupada niñez y su juventud, su matrimonio feliz, la sombra de la muerte de su otro hijo a los 10 años, el impacto de la muerte de su marido 8 años atrás-, pero en conjunto había sido una vida feliz, pensó, aunque le hubiera gustado tener mejor carácter, más puro, no haber mostrado nunca mal genio o egoísmo. Todo formaba ya parte del pasado, pero lo que quedaba era una sensación de que ella había sido imperfecta, inadecuada, como lo era ahora la presencia de la señora Blynn, como la débil sonrisa de la señora Blynn, inadecuada para el momento y la ocasión. La señora Blynn no la entendía. Ni siquiera la conocía. En cierto modo, la señora Blynn no podía comprender la buena voluntad. ése era el error, el error de la propia vida. La vida es un largo fracaso de comprensión, pensó la señora Palmer, una larga y falsa cerrazón del corazón.

La señora Palmer tenía el broche de amatista en la mano izquierda cerrada. Horas atrás, en algún momento de la tarde, lo había cogido con la idea de preservarlo, pero ahora se daba cuenta de que había sido absurdo. También había querido dárselo a Gregory directamente y se le había olvidado. Su mano cerrada se levantó dos o tres centímetros, sus labios se movieron, pero no salió de ellos ningún sonido. Quería dárselo a la señora Blynn: un gesto positivo y generoso que todavía podía compensar aquella esencia de incomprensión, pensó, pero ya no tenía fuerzas para realizar su voluntad, y aquello también era como la vida, todo llegaba un poco demasiado tarde. Los párpados de la señora Palmer se cerraron ante la visión de los vidriosos y atentos ojos de la señora Blynn.