Escritores-10

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Letras

Clásicos futuros: los 10 mejores narradores jóvenes

¿Quiénes eran los 10 narradores españoles más prometedores hace casi 20 años? Los críticos de El Cultural seleccionaron en 2003 a los diez mejores narradores menores de 40 años. ¿Donde están hoy?

26 junio, 2003 02:00

Luisa Castro

Apenas tenía veinte años Luisa Castro (Foz, Lugo, 1966) cuando publicó su primer libro de poemas, Los versos del eunuco (Hiperión, 1986), tan aclamado como sorprendente. Desde entonces, su visión poética se derrama en libros de versos y novelas como El somier (finalista del Premio Herralde en 1990), La fiebre amarilla (Anagrama, 1994), El secreto de la lejía (Planeta, 2001, Premio Azorín) y Viajes con mi padre (Planeta, 2003). Como poeta ha publicado De mí haré una estatua ecuestre.

¿Por qué la literatura periférica (en gallego, en catalán) es tan narcisista, se mira tanto el ombligo?
Me aburre el esquema de las literaturas periféricas, los países en miniatura y las culturas de bolsillo, detesto a los que lo patrocinan, lo consumen y se benefician de él. Adoro las lenguas y los ombligos, sobre todo si son bonitos.

Cuando más feliz soy

En momentos como éste es cuando yo echo de menos a mi esclavo. No me sucede con mucha frecuencia pero se repite siempre en circustancias parecidas: yo estoy echada en el sofá en una tarde de sábado, los niños se han ido y toda la casa respira silencio, una sensación de libertad plena y de paz absoluta lo invade todo, leo un libro que me descubre el mundo (qué otra felicidad se puede pedir, qué más) y, entonces, en ese preciso momento cuando más feliz soy noto esa falta de mi esclavo.

Lo noto hondamente, es una de esas sensaciones que no te engaña, como el hambre o el sueño, echo en falta al esclavo que sin duda tuve un día y que ahora no recuerdo cómo ni cuándo perdí. Lo echo de menos por la casa, casi se me viene a la boca su nombre, pero es un nombre que desconozco, que olvidé, tanto tiempo debe hacer que mi esclavo y yo no nos vemos. Con este descubrimiento, la calma de la que apenas empezaba a disfrutar se ve interrumpida por una inquietante pregunta, ¿dónde andará mi antiguo siervo, mi esclavo leal? Más que nunca en estos instantes echo de menos sus servicios, esas pequeñas comodidades superfluas, esos mínimos detalles que convierten a un esclavo en alguien de tu familia, casi de tu misma sangre, por quien matarías. Le pediría en este instante, sin levantar la voz ni mucho menos, que me trajera una copa de agua, o de vino. Apenas dejar su nombre suspendido en el aire (¿Flavio? ¿Tristán?) y que acudiera él solícito con mi deseo en una bandeja de plata, acercándola a la altura justa de mi mano. O ni siquiera formular el deseo sino dejar que él lo adivine, mirarle como sólo se mira a aquellos que van a entendernos, porque un esclavo sabe perfectamente, sobre todo si es un esclavo sencillo como el mío y no un oficioso y turbio camarero, que en cuanto me estiro en el sofá y cojo un libro enseguida necesito, apenas quince segundos o medio minuto después, una copa de agua o un vaso de vino.

No lo echo de menos cuando hay que hacer la compra, ni cuando hay que cocinar, ni cuando baño a los niños. Yo, que en alguna transmigración de almas debí de ser una aristócrata rusa, me acostumbro sin problemas a esta vida que me es ajena, esta vida extraña de jornada doble y trabajo doméstico. A lo largo de los siglos eso he aprendido de cambios y mudanzas, y no se me caen los anillos. Pero a poco que en mi vida actual asoma el placer, esos fugitivos momentos de sosiego, es cuando pienso en la suerte que correrá mi esclavo por esos mundos de Dios, a qué amo servirá, qué dueña le habrá deparado esta terrible tómbola de la vida, o quizás ahora él vaga convertido en paloma.

Intento recordar su nombre pero no se me viene a la boca, tales son las tremendas privaciones del Tiempo, no poder ni siquiera llamar por su nombre a quien tanto y tan bien te sirvió. Me consuela saber que un día lo tuve, que algún día fuimos uña y carne él y yo, qué importa que ahora no pueda él acudir en mi ayuda, en cuantos momentos no sería él testigo y destino de mi antiguo placer. Ya se sabe que a un exclavo no se le pide que sea muy competente ni práctico en extremo, ni que venga a resolverte los problemas diarios, cosas que al fin y al cabo empiezas por organizar y acabas supervisando. Un exclavo en realidad sólo es necesario en momentos muy precisos. Un verdadero exclavo para lo que de verdad sirve es para verte feliz.

Carlos Ruiz Zafón

Carlos Ruiz Zafón (Barcelona, 1964) obtuvo con El príncipe de la niebla, el Premio Edebe de literatura juvenil en 1992. Afincado en Los Angeles desde 1993, compagina la escritura de guiones con una carrera novelística que continua con El Palacio de la Medianoche (Edebé, 1994), Las Luces de Septiembre (Edebé, 1995) y Marina (Edebé, 1999). En 2000 emprende su proyecto más ambicioso, La sombra del viento (Planeta), finalista del Premio Lara 2001, ejemplo de cómo el boca a oreja puede ayudar, en tiempos de promoción desaforada, al éxito de una novela.

¿Qué sería de usted hoy sin el boca-oreja que decía que había que leer su novela?
La literatura pertenece a sus lectores. Un autor cuya obra no interesa a nadie tiene un destino triste y amargo. Todos queremos ser leídos y nos da cierta paz sentir que aquello que da sentido a nuestra vida también forma parte de la de otros.

Ex Libris

(Extracto del informe pericial #55263-878 instruido por el agente J. L. Brodie en el caso de la desaparición de 7 tomos de la sexta galería.)

El ladrón accedió a las dependencias de la biblioteca secreta del Vaticano a través de un túnel practicado en el subsótano primero de la basílica de San Pedro que comunica con la antigua red de alcantarillado que se extiende desde el Viale Giulio Cesare hasta la plaza de la columnata. Una vez en los subterráneos de la basílica, el malhechor procedió a internarse en los pasajes que descienden hasta las dependencias de la biblioteca. Dichos pasajes están dispuestos en una retícula de espirales que conduce a la cámara de acceso a la biblioteca, equipada con sensores de movimiento y lectores de cambios de micro densidad y temperatura en el aire de la bóveda que inexplicablemente no registraron la presencia del intruso. La cámara de acceso, reformada en 1714 por el polaco Janus Radinski, contiene las siete compuertas de entrada a las galerías, o avenidas, que forman el tramado de la biblioteca. Cada una de ellas conduce a las diferentes secciones de la biblioteca, ordenadas por temática y cuyo trazado data del laberinto proyectado en 1356 por Pietro Draconis, arquitecto de la sede que falleció durante la construcción de la obra al extraviarse en los túneles y cuyos restos fueron encontrados al pie de la llama avenida del alba en 1467 en estado de perfecta momificación. Las compuertas están protegidas por un mecanismo de fulcros y poleas a cuyos códigos de apertura sólo tienen acceso su santidad, el secretario general de la curia y dos cardenales elegidos por votación cada seis años. El ladrón consiguió introducirse en la llamada sexta galería, o avenida de la sombra, entre la noche del viernes, instante de la última visita autorizada que consta en el registro de acceso a la biblioteca, y el amanecer del sábado, momento en que el crimen fue descubierto. La avenida de la sombra se compone de nueve niveles concéntricos que albergan los llamados libros prohibidos requisados por el santo oficio y la colección Marinetti de tratados de demonología procedentes de la diócesis de Turín. Su fondo editorial es de 25.978 títulos e incluye un anexo abierto en 1945 que contiene 99 tomos procedentes de Berlín y entregados en custodia por el alto mando alemán a las vísperas de la entrada de las tropas soviéticas en la ciudad. Los títulos sustraídos por el ladrón son los siguientes:

I. De Re Obscura (1476), Fray Sebastián de Morena. Crónica de los sucesos acontecidos a bordo de la fragata Reina de Castilla en rumbo a Sevilla en la que la práctica totalidad de la población pereció víctima de un organismo o parásito de apariencia humana recogido de un galeón hallado a la deriva frente a las costas de nueva española y declarado desaparecido en 1432.

II. Cantos de vísperas (?), Dante Alghieri. Colección de cantos procedentes de la Divina Comedia en los que el poeta narra su conversación en las simas del averno con un ángel rebelde llamado Príncipe de los Mendigos.

III. El Libro de las Almas (418 a.c). Traducción de un manual copiado en las dependencias de la desaparecida biblioteca persa de Al Maian que versa sobre la resurrección de los cuerpos.

IV. Minutas de Monseñor Marceau (1896). Diario de juventud del célebre sacerdote y teólogo francés que falleció en la víspera de la elección papal de 1913 en el que narra sus experiencias en torno al caso de posesión demoníaca de un niño de 11 años en el distrito parisino de Les Gobelins.

V. De Rerum Maligna (1514). Borrador de la encíclica suprimida del Papa enloquecido Sabino V en la que menciona las revelaciones que le hace una presencia femenina nocturna durante siete noches en su cámara papal.

VI. Ars Belica (33 b.c). Tratado sobre el arte de la guerra y la expansión comercial del imperio romano.

VII. El Informe Carmody (1946). Testimonio del oficial de infantería del ejército norteamericano Michael John Carmody en el que relata sus experiencias al mando del primer comando aliado que penetra en el bunker berlinés del alto mando Nazi y describe la destrucción de los cuerpos de Adolf Hitler, Eva Braun y un tercer personaje sin identificar, así como el requiso de diversa documentación por parte del servicio de inteligencia norteamericano.

Eloy Tizón

Eloy Tizón (Madrid, 1964) empezó, como casi todo el mundo, por la poesía, y publicó, a los veinte años, el conjunto de poemas en prosa La página amenazada (Arnao). En 1992 comenzó su periplo narrativo con un libro de cuentos, Velocidad de los jardines (Anagrama) que tuvo una excelente acogida crítica. Su obra se completa con dos novelas: Seda salvaje (1995), y Labia (2001), acerca de un muchacho que en el Madrid de los setenta encuentra un camino que lleva al tiempo de Carlomagno.

¿Qué le resulta más tentador, la escritura fácil de algunos novelistas de su generación o el silencio voluntario de tantos bartlebys?
Suponiendo que uno pudiera elegir (que en realidad no puede), por dignidad y belleza me quedo siempre con el silencio. La palabrería me espanta. Hacer las cosas bien es más importante que hacerlas. Si tengo que hacer algo mal, preferiría no hacerlo, por deferencia hacia Melville y hacia Vila-Matas.

Pájaro llanto

Hoy, por primera vez en mi vida, he oído llorar a un pájaro. Yo estaba solo junto a la ventana. Escribiendo. Y el pájaro ha llorado. Lo juro. No ha sido un llanto desgarrador, nada que pueda calificarse de excepcional. Al contrario. Ha sido un llanto más bien modesto, minúsculo, incluso un poco ridículo. Pero el llanto del gorrión estaba ahí. Existía. Era imposible negarlo. Seguir como hasta entonces no se podía. Qué más hubiese querido yo, que seguir como si nada con mis ocupaciones diarias. Pero eso no puede ser. Un pájaro que, de repente, se pone a derramar lágrimas de pena en mi cornisa, mientras estoy escribiendo en mi Diario, eso debe de significar algo grave, yo qué sé, algo profundo, existencial, perturbador, una especie de advertencia o de mensaje en clave. Como una señal del cielo. Como si llegase el fin del mundo o algo por el estilo. Las trompetas del Apocalipsis. Eso he pensado yo allí. Que el mundo iba a acabarse de un momento a otro. Que un mundo en el que los animales sufren semejante congoja no puede durar mucho tiempo. Es imposible que dure. Un mundo así de triste tiene los días contados. Como mínimo, es un lugar inseguro y siniestro. Bastante poco apacible. Sin garantías. Ten cuidado, Gabriel, me dije, a partir de ahora va a ser difícil vivir bajo este cielo desesperado que expulsa tan cruelmente a los gorriones, y los condena a exiliarse lejos de las alturas. Tan desesperado estaba aquel cielo lúgubre de la mañana, lleno de antenas y nubes, que los pájaros que se morían de tristeza se veían obligados a bajar volando a la tierra y aterrizar en sus cornisas sólo para llorar a gusto. Eso no podía ser normal bajo ningún punto de vista, ni sano, ni constructivo, ni humano. Estaba mal. Era anómalo. Debía de ser síntoma de algo. Seguro que sí. De una terrible neurosis. De una transformación planetaria.

Me asomé por la ventana. La misma calle de siempre. Gente. Coches. Sonidos. Un desfiladero de casas. Edificios con anda- mios o sin ellos. Desde aquí veo la sombra elástica de una acacia, pero no veo la acacia. En la acera de enfrente, el omnipresente mendigo, sucio, marcado por la desgracia, como envuelto en polvo de yeso, yendo a lo suyo. Viajando de un semáforo al de enfrente, y viceversa. A veces se pone a dirigir el tráfico en silencio, otras veces vocifera durante horas y entonces es peor.

Son las tres y diez. Siempre son las tres y diez. Hoy no he podido dormir por culpa de los vecinos de arriba, a los que siempre se les están cayendo cosas al suelo. Vasos. Tazas. Carpetas. No importa. Mañana temprano saldré de viaje, me marcharé de aquí y podré descansar, con el corazón lavado de mendigos, vecinos alborotadores y pájaros plañideros.

Escribo en un cuaderno de tapa dura que tiene en la cubierta el dibujo de dos pájaros volando. ¿Adónde van? Son hermosos. Las plumas son de oro y el fondo, un cielo de color azul. Dos aves migratorias, supongo, en peregrinación hacia las playas del sur. Les espera un largo viaje. A nuestra manera, todos somos pájaros huidos del frío que a veces encontramos, por casualidad, cornisas para nuestro llanto.

Como yo en este cuaderno.

Yo no soy más que un cero a la izquierda, lo reconozco, pero un cero a la izquierda que de todas formas sabe que un pájaro que llora es algo que llama la atención, que no se ve todos los días, que a poco que uno piense se convierte en un escándalo del universo. Un escándalo de pequeñas proporciones, de acuerdo, una tragedia banal si se prefiere, también lo admito, no vamos a discutir por eso, pero en todo caso es un misterio digno de ser tenido en cuenta y analizado. Por eso lo anoto hoy aquí, en mi Diario, por si sirve para algo. Futuros historiadores, con más luces que yo e instrumentos más precisos, podrán hallar la respuesta. Un pájaro que llora puede ser un prodigio único en la evolución de las especies o puede, también, ser el primer síntoma de que algo va mal y lleva camino de convertirse en una larga serie de disparates. ¿Un pájaro simbólico? La duda se mantiene. Algo va a suceder, lo presiento.

Juan Bonilla

Tal vez Juan Bonilla no sepa que en los EE. UU. hay un Juan Bonilla jugador de béisbol. O tal vez sí y la existencia de ese alter ego sea un cuento suyo. Juan Bonilla (Jerez, 1966), es el mejor ejemplo patrio de que el ingenio no está reñido con la hondura. Cuenta con libros de todos los géneros: de relatos como La compañía de los solitarios (Pre-Textos, 1999); de poemas, como El Belvedere (Pre-Textos, 2002) o novelas como Los príncipes nubios con la que ha obtenido este año el Biblioteca Breve.

De qué se arrepiente en su trato con las editoriales?
Me arrepiento de no haber sido lo suficientemente adinerado como para impedir que el dinero tomara las decisiones por mí. Si hubiera tenido suficiente dinero como para hacer oídos sordos a algunos editores -que por cierto ya no están donde los conocí- hubiera vestido siempre la camiseta de Pre-Textos: soñaba con que todos mis libros aparecieran en esos tomitos tan elegantes, hechos con papel tan espléndido y tanto, tanto cariño.

El narrador (un comienzo)

Bienvenidos a Benarés, la ciudad donde las ratas tienen el tamaño de un buitre, los buitres tienen el tamaño de un hipopótamo, e hipopótamos no hay. En este mar de callejas hay quien encuentra lo que buscaba, hay quien pierde lo que encontró y hay quien busca lo que va a perderle. Pero todos saben que pérdidas, búsquedas y encuentros están regidos por la voluntad caprichosa de un Narrador que destina alegrías y pesadumbres, angustias y gozo sin seguir otra pauta que la del “porque sí”. Hay quienes prefieren no creer en el Narrador, e imputan su voluntad a un ente menos conciso -Azar, es su pseudónimo banal: aseguran que es un cúmulo de voces diluidas en el tiempo a las que hemos necesitado uniformar en una sola voz. Y hay quienes creen con tanta ceguera en él que le han configurado un rostro y unos gestos, atuendos y costumbres, templos y predilecciones; se las han arreglado incluso para ilusionarse dándole conversación, intercambiando impresiones con él, para incluir esos diálogos e impresiones en la propia narración que es su verdadera obra. Son ellos los que han permitido que crezcan sus representantes, seres dotados del don de explicar los silenciosos discursos del Narrador, ahogando en explicativas notas a pie de página el enorme e inexplicable texto del mundo.

Pero todo eso da igual en Benarés, pues cada cual es dueño de convencerse con las ficciones que crea mejores para adecuar su paso por este mar de callejas que trepan sin sentido hacia otras callejas que se transforman en escalinatas y en las que se alinean edificios cansados, palacetes de paredes cariadas, tienduchas donde no se hace otra cosa que conversar, nichos en los que se vende cualquier cosa. En una de esas callejas hay una anciana sentada sobre un peldaño de piedra con musgo que alguna vez condujo a una casa de la que sólo queda la fachada -en sus ventanas, nidos abandonados. La mujer tiene los ojos muy abiertos, las pupilas casi rojas, fijas en un punto del aire. El pelo, de esa blancura que la luz del sol sabe convertir en plata, lo lleva recogido en dos nudos. Coloca las manos huesudas y enlazadas delante de su rostro. Pronuncia nombres. Todo el día, toda la noche. No hace otra cosa. Nombres en todos los idiomas: Jacok Minester, Hu Tzse Chang, Herbert Coleman, Fabiola Dezeus, Venki Gokul, Vicente Tortajada, Mae Dickinson, Wong Zai, Dam Speer… A menudo, entre nombre y nombre, dice: No tiene nombre. Abundan los “no tiene nombre” en su inagotable sucesión. Está registrando instantáneamente el nombre de todos los que mueren. ¿Cómo lo hace? Nadie puede saberlo.

Es inútil tratar de interrumpirla y si preguntáis a los viejos os confesarán que cuando ellos eran críos ya estaba la anciana recitando el nombre de los muertos, señalando la muerte de un recién nacido que no alcanzó siquiera a poseer un nombre. Si os quedáis demasiado tiempo ante la anciana, oyéndola desgranar nombres de personas que acaban de ingresar en la muerte en el momento en que ella pronuncia sus nombres (y no merece la pena abatirse preguntándose si esas personas se mueren porque la anciana pronuncia sus nombres o ella pronuncia sus nombres después de registrar de alguna forma inconcebible sus muertes en cualquier punto del mundo) os sobrecogerá la impresión de que en cualquier momento va a pronunciar vuestros nombres y os marcharéis aterrados de allí, os marcharéis aterrados seguros de una cosa: esa anciana pronunciará algún día vuestros nombres, los pronunciará, aunque os parezca imposible, los pronunciará.

Lorenzo Silva

Lorenzo Silva (Madrid, 1966) ejerce como abogado, tras pasar un año como auditor de cuentas y otros dos como asesor fiscal. De entre su extensa obra novelística destacan títulos como La flaqueza del bolchevique (Destino, 1997), El lejano país de los estanques (Destino, 1998); El alquimista impaciente (Destino, 2000, Premio Nadal) o La niebla y la doncella (Destino, 2002). Además es autor del ensayo Viajes escritos y escritos viajeros (Anaya, 2000).

A qué personaje del mundo editorial (editor, librero, crítico, agente) haría víctima de un crimen perfecto?
A aquel que patea el culo del paria y lame el del poderoso; pero mi crimen sería incruento: consistiría en mandarlo a una isla sin más lectura que aquellos libros infumables que se prestó a promocionar por interés, zalamería o miedo.

La fresa jugosa

Rosa estaba lo bastante cerca como para distinguir el brillo en los ojos de él, la pronunciación trabajosa con que ella aún se expresaba en castellano. Sólo viéndolos, pensó, la historia podía deducirse con una aproximación que resultaba casi excesiva. No debería poderse averiguar tanto a primer vistazo; todos los seres humanos, también ellos, tenían derecho a resultar un poco menos transparentes, un poco más misteriosos. Pero qué se le iba a hacer. Qué se podía imaginar, al verlos así, tan acaramelados, cogiéndose la mano sobre la mesa, en la penumbra de aquella cafetería de una próspera población onubense. Qué no iba a maliciarse cualquiera al oírle a él, con su acentazo local, y a ella, con su indisimulable deje eslavo; al verlos, él ya un poco fondón y con las entradas despejándole una buena porción de cráneo (aunque se arreglara los pelos supervivientes para reducir el efecto), y ella, un ángel rubio veinteañero y espigado, abarcándolo y perdonándolo todo con el límpido espejo azul de sus ojos tallados por los fríos del norte. Podía preguntar al azar a cualquier parroquiano que nunca hubiera oído hablar de ellos, y seguro que atinaba a figurarse cómo había llegado a suceder.

Conjeturaría que ella había venido un día en un autobús desvencijado, con varias decenas de compatriotas, atraída por el reclamo inmediato de la campaña de la fresa pero también, secretamente, por un sueño algo más vago y a la vez más crucial. Que él, por los cauces que seguían aquellos negocios, la había empleado, junto a otras, para recolectar el fruto de sus explotaciones; quizá por lo legal, con los permisos y todo eso, o quizá no, pero tampoco este detalle introducía mucha diferencia. A partir de ahí, ya sólo faltaba que se diera la ocasión, que siempre se acaba dando, cuando ambos tienen razones para avenirse y deseos o interés de hacerlo. Los motivos de ella estaban claros, y era su modesto privilegio no necesitar pensárselos mucho: todos los hombres tenían sus cosas, y ya guardaba mala memoria de unos pocos; éste, para variar, le prometía algo concreto y tangible. En cuanto al ímpetu que a él le movía, acaso fuera intrínseco a su naturaleza de macho mamífero: tras una vida trabajando como un cabrón, ahora iba viento en popa y el dinero le corría entre los dedos, pero el tiempo también; le quedaba menos para darse gustos, y en casa le aguardaban estímulos menguantes y reproches crecientes, eso que van criando los años.

La chica le ayudó a salvar los escrúpulos. Sin necesidad de haberlo estudiado, sabía dónde y cómo rendirle; y sin perfidia ni maldad alguna, lo hizo. Con la misma naturalidad con que cae la lluvia. Aquella agua fresca en el rostro fue para él una redención demasiado poderosa como para no desear que durase algo más que una tormenta. Luego hubo algunos trámites, algún dolor, alguna culpa. Pero tras superarlos, podía irse a navegar por el mar en calma de aquellos ojos azules. Zarpó el marinero.

Ah, el marinero. Había sido joven, había rebosado energía, había desafiado a las tempestades. Nunca había sido muy delicado, pero había sido ingenuo y algún día había derrochado una locura generosa, enternecedora. Mientras los miraba desde su rincón, no lo dudaba; aunque ahora, qué remedio, muchos lo considerasen mezquino y ventajista. ¿No merecía tales adjetivos aprovecharse de la necesidad, coger la fresa jugosa, rehuir los viejos compromisos? Pero había que fijarse en sus ojos. Se fijó. Aquel destello. No, no era ni mejor ni peor de lo que había sido antes; o en fin, no había empeorado más de lo que el tiempo nos empeora a todos. Sólo tenía miedo. Sólo estaba solo. Sólo quería creer la mentira de que podía salvarse. Como cualquiera.

Rosa lo sabía bien. Habían sido treinta y tres años juntos.

Belén Gopegui

Belén Gopegui (Madrid, 1963) comenzó estudios de Derecho “porque entonces pensaba en ideales de justicia, arreglar el mundo, todo eso”, recuerda. Después dejó el Derecho por la literatura, pero en el tránsito transplantaría a su nuevo ámbito de preocupaciones la crítica y la reflexión sobre la desorientada sociedad actual. Es autora de las novelas La escala de los mapas (1993), Tocarnos la cara (1995), La conquista del aire (1998) y Lo real (2001), todas ellas publicadas por la editorial Anagrama.

Leer una novela o ver una película?
La novela sirve para lo mismo que los demás medios de comunicación: para contribuir a crear la sensación de que la clase media puede elegir su destino. Algunas novelas intentan poner en duda esta visión.

El lado frío de la almohada

Acababa de recoger una corbata y un pantalón de la tintorería. A las nueve estaba invitado a una recepción en la Fundación Kiev y no tenía qué ponerme. Aun contando con el pantalón y la corbata iba a costarme encontrar una camisa bien planchada, una chaqueta decente. Inquieto por esta trivialidad entré en la cocina y encendí maquinalmente la radio. Mientras preparaba un café oí la noticia. Al principio ni siquiera pensé que las dos iniciales de la joven L. B. de origen cubano muerta por azar en un tiroteo correspondieran a Laura Bahía. Se había producido un fuego cruzado, un ajuste de cuentas en la calle de Argumosa, un mexicano de unos cuarenta años había recibido tres disparos, otro hombre había huido y una bala perdida se había estrellado en el cráneo de la joven, quien vivía en un inmueble sito en la misma calle y se disponía a entrar en él. A diferencia del mexicano, muerto en el momento, la joven L. B., de 27 años, había muerto veinte minutos después. El locutor dio paso a un diputado de la Asamblea de Madrid y éste criticó la tardanza en atender a la joven por parte tanto de la policía como del servicio de ambulancias. Dejé de escuchar. Ahora estaba seguro. La calle de Argumosa era la calle de Laura Bahía, la edad era la suya igual que las iniciales, y la expresión de origen cubano designaba el hecho cierto de que Laura Bahía, hija de españoles, había nacido en Cuba, había vivido allí diecinueve años y ahora llevaba ocho en España.

En realidad, yo no conocía a Laura Bahía, aunque tal vez la expresión correcta sea que ella no me conocía a mí. En los últimos meses habríamos estado a menos de medio metro de distancia en numerosas ocasiones. La edad ha ido haciéndome invisible, sobre todo porque mis sesenta y siete años se alojan en un cuerpo algo rechoncho, de baja estatura, con cabeza calva y gafas de concha. Laura Bahía no reparó nunca en mí pero yo sabía quién era ella. Salí despacio de mi estupor para oír, esta vez, a una concejala de la oposición. No había ninguna prueba de que L. B. estuviera implicada en el tiroteo de bandas rivales, decía la concejala. Lo que le había ocurrido a la joven, podía haberle pasado a cualquiera en el portal de su propia casa y de nuevo ponía de manifiesto la creciente inseguridad de Madrid. El borboteo del café requemado y, casi a la vez, el timbre del teléfono me obligaron a levantarme. Apagué el fuego y contesté al teléfono. Era Agustín Sedal.
-Ha ocurrido algo -dijo.
-Lo sé, lo he oído en la radio.
-Necesito hablar contigo.
Agustín Sedal se presentó en mi casa media hora después. Siempre había envidiado su delgadez, su altura, su cuerpo de galán erguido pese a tener setenta y un años. Ahora, sin embargo, toda esa altura parecía venírsele encima, sus dos manos morenas eran un mar de arrugas igual que el borde de unos ojos medio muertos. Tuve la impresión de que el ancho bigote blanco le había amarilleado.

Sedal se quedó parado en el umbral de la puerta, como si no supiera dónde estaba. Tiré suavemente de una de sus manos y le llevé al salón.
-¿Whisky? -pregunté.
-No, gracias. He venido a pedirte una cosa. Necesito que escribas.
-¿Que escriba el qué?
-Una novela. No hay pruebas de lo que voy a contarte. Sólo el hecho de buscarlas se volvería en contra de Cuba y además no tenemos tiempo, ni personal. No hay pruebas pero yo sé casi todo lo que pasó.
-Hace veinticinco años que no escribo novelas.
-Sin embargo, sigues siendo escritor.
-De libros de ensayo, de libros de encargo.
-Tienes que hacerlo. No puedo pedírselo a nadie más.
-¿De qué te va a servir?
-De nada -dijo Sedal y dejó de mirarme.
A veces pienso que soy escritor por insistencia. Dejé la novela por el teatro. Dejé el teatro por el ensayo y el ensayo por el libro de encargo. La cuestión es que cada cierto tiempo siguen apareciendo libros que llevan mi nombre. Participo en mesas redondas, sirvo igual para un roto que para un descosido; supongo, sí, que en ese sentido soy escritor. Pero volver a escribir novelas era otra historia. Para escribir novelas hay que meter las manos en la materia de que se hacen los sueños, y sacarlas llenas de mentiras. Dije sin embargo:
-¿A qué te referías con saber “casi todo lo que pasó”?
Agustín Sedal volvió su rostro ojeroso, su perfil devastado hacia mí.
-Sé cómo era el agregado político norteamericano. Sé lo que Laura buscaba en él y lo que nosotros necesitábamos. Sé cómo se llaman, dónde viven, qué hacían cada día las personas que intervinieron. Pero no sé por qué pasó. Por qué no lo vi. Por qué no pude evitarlo.
-Si escribo la novela, ¿qué harás con ella?
-Cuando la termines, te lo diré.
Agustín Sedal salió de mi casa a las doce de la noche. Había llegado a las seis. Le acompañé a la puerta y al volver vi la corbata y el pantalón envueltos en el plástico de la tintorería. Haría al menos dos horas que habría terminado la recepción y yo ya no iba a necesitar ropa del tinte durante bastante tiempo.

Espido Freire

Espido Freire (Bilbao, 1974) abandonó a los 18 años su carrera musical para dedicarse a la escritura. Su primer libro, Irlanda (Planeta, 1998) recibió en Francia el Premio Millepage a la novela revelación extranjera y en 1999 se convirtió en la ganadora más joven del premio Planeta con Melocotones helados. Además de la novela ha cultivado el ensayo (Primer amor, Temas de Hoy, 2000), la poesía (Aland la blanca, Debolsillo, 2001) y el relato (Cuentos malvados, PL, 2003), su género favorito.

¿Qué es más peligrosa, la bulimia editorial o la anorexia lectora?
La escasez lectora causa mayores males; la sociedad entera se perjudica y se aliena. La sobreabundancia editorial solo perjudica a los editores si se han organizado mal y a los autores si esperan sacar beneficios de la literatura.

Herencia

Las lámparas, con uvas verdes y rosadas, de cristal austríaco, habían sido un regalo de la madre de Wolfgang. Del espejo, art decó, con líneas tan puras que la mirada bizqueaba, se había encaprichado Elena durante el viaje de novios: trasladarlo hasta la casa costó una fortuna. La cómoda, herencia de Elena, la había traído una tía abuela soltera de Cuba, y los cajoncitos aún conservaban forro de fieltro y raso amarillo y azul, un poco picados por la humedad y el tiempo. Sus amigas, sentadas con precaución en el borde de las sillas, tomaban el café y admiraban los muebles y su historia, el buen gusto de la dueña; envidiaban la vida de Elena, la foto de su marido, alto, rubio, bien plantado, y después marchaban a sus casas. Elena recogía las tazas, apagaba las luces (las uvas verdes y carnosas se estremecían por un momento, agitadas por alguna corriente invisible) y suspiraba. Pensaba unos minutos en Wolfgang, siempre el trabajo, estaba cansado, ¿se acordaría d e ella...? los días pasarían pronto, aquello no era vida para unos recién casados. Después preparaba unos panecillos con confitura, los colocaba en un platito, los distribuía armónicamente, con un tomate cherry en el centro, y los engullía sentada a la cabecera de la mesa. Durante los tres primeros meses, la casa había agotado sus fuerzas y le había impedido pensar. Cuando Wolfgang paraba unos días por la casa había demasiadas cosas por acordar, demasiadas decisiones que tomar, colores que elegir, muebles con los que completar las habitaciones destartaladas. La casa, aquel ser orgánico que demandaba tiempo, dinero, atenciones, se había alimentado de ella, y ella había cedido de buen grado su sangre. Después, el silencio. El parquet, bien pulido, brillaba bajo las esteras. Los muebles habían encontrado su lugar natural, el espejo, en el salón, la cómoda en el lugar preferente, y ella caminaba de puntillas de un lugar a otro, temerosa de perturbar la paz de lo que había sido por tantos años su sueño inalcanzab le: una casa bonita, un marido cariñoso: la vida.

Una tarde, cuando sacaba el polvo, encontró un papelito en uno de los cajones de la cómoda. Elena no recordaba que la cómoda contuviera nada cuando la heredó. El papel, amarillento y rugoso, ocultaba cuatro palabras: Armando se ha ido. Y la frase, envuelta en la letra picuda e inconfundible de la tía, terminaba ahí. Elena, sentada en el suelo, recordó el rostro arrugado, el acento contaminado irreparablemente por el tono del Caribe de la tía, la pobre solterona, y se le llenaron los ojos de lágrimas. Armando se había ido, primero poco a poco; faltaba a las meriendas de los martes, ya no le dejaban notas amorosas en la ventana. Después, no le mantenía la mirada. Finalmente, había dejado de visitarla, y al final su prima Irene le trajo la noticia: Armando regresaba a España.

Posiblemente fuera allí a casarse. Elena lloraba, veía de pronto las rejas de las ventanas, la pereza estival de La Habana, el cuarto con visillos lánguidos y una cómoda recién comprada, con sus cajoncitos forrados de raso celeste, y sintió lo que eran los días de soledad, conoció el miedo a quedarse soltera de por vida, a la pobreza, a la vejez implacable. Quiso levantar la cabeza y alejarse de aquella idea, pero algo fallaba: la casa se desdibujaba y sus piernas parecían muy pesadas. Se despertó. Había soñado de nuevo con lindas casas, y maridos ausentes, y amigas que la envidiaban. Pero ella estaba allí y ya no esperaba a su hombre, como antes había esperado, desde que Armando se fue, quién sabe si a casarse, a España. Y su imaginación, que a veces le hacía estar casada con un rubio extranjero llamado Wolfgang, y otras con un porteño de ojos negros, fallaba cada vez más a menudo, como su memoria. Se llamaba Elena, tenía ochenta y seis años, y de su pasada grandeza no le quedaba sino un espejito de tocador, una lámpara con dibujos de uvas en la tulipa y una cómoda con cajones donde guardaba las cartas de Armando, amarillentas y caducas. Y su felicidad, como el sueño, se había esfumado con la madrugada.

Montero Glez

Montero Glez (Madrid, 1965), de quien ha escrito Pérez-Reverte que “tiene un morro que se lo pisa”, es de esos autores que son a la vez escritores y personajes. Su obra narrativa comienza con Al sur de tu cintura (Vosa, 1995). Su obra la completan Sed de champán, que pasó por diversos avatares editoriales desde su primera edición (Edhasa, 1999) hasta la última (Mario Muchnik, 2002), y la que es su última novela hasta el momento, Cuando la noche obliga (Ediciones del Cobre, 2003).

Un par de buenos consejos para un autor primerizo, sin amigos en el mundillo...
No doy consejos, tan sólo sugiero. Y aquí van mis dos sugerencias. La primera que lea. Y la segunda que disfrute lo que lea.

Filin

La Bembona nació mulata en el barrio de Jesús María, cuna de antiguos rumberos. Parece ser que fue el mismísimo Pérez Prado el que le puso este nombre, nada más verla en un cabaré de Marianao, la noche de su estreno. No le fue difícil bautizarla, pues toda ella era una hoguera que se avivaba por la boca. En aquella ocasión cantó acompañada por la Orquesta Siboney, el champán caía en cascada y la luna se mostraba llena y brillante en cada una de las copas. Años después yo la conocería en Benidorm, una noche de huida en la que no me quedó otra que refugiarme en su camerino. Se puede decir que allí tuvimos nuestro primer encuentro, en una habitación indecente donde se apilaban botellas de ginebra, bidones de cerveza y sillas de diferente factura.
-¿Quién eres tú, miamol?

Hasta ese momento yo andaba asomado a la ventana, controlando a mis perseguidores, sentados abajo, en una de las mesas de la terraza. Habían pedido unos helados de esos que vienen con mucha bengala y mucha puñetita. Y a mí me daban ganas de escupir, aportar como adorno un suculento gargajo que apagase las bengalas y se confundiese entre la crema y el sirope. Desde donde estaba tenía todas las de acertar. Y andaba en esas cuando escuché tras de mí el chirrido de la puerta. Quién eres tú, miamol.

Era una de esas mujeres que, tengan la edad que tengan, siempre aparentan veintiocho. Señalar que vestía un corpiño de lentejuelas tan prieto que hacía que sus pechos se mostrasen rebosantes como flanes de chocolate. Y señalar también, que su culo se ajustaba a mis propósitos, pues allí me podía esconder a buen seguro y durante un buen rato. Sin embargo, esto último, me dio algo de apuro proponérselo y, para salir del paso, improvisé una disculpa con las manos y corrí a presentarme. Pude haber dicho que era de la casa y que venía a coger unas cocacolas, qué sé yo, un inspector de sanidad o un admirador que buscaba el autógrafo, en fin cualquier cosa, pero utilicé lo primero que me vino a la cabeza y le solté que venía a hacer una entrevista. Tampoco andaba muy descaminado pues, por aquellas fechas, colaboraba en un periódico que había salido hacía poco.

Sin embargo me dijo que hacía tiempo que ella no concedía interviús. La cosa pudo haber acabado allí, pero ella no lo quiso así y, con la boquita fruncida, me pidió lumbre. A la primera bocanada se insinuó para que ayudase con un baúl, miamol, por donde asomaban trapos, mangas y flecos. Aquel baúl no tenía nada que envidiar a su culo y así le hice saber mis propósitos. Entendió enseguida que lo único que yo quería era salvar el pellejo.

No sé si tengo dicho que un prestamista de Cascorro había mandao a sus hombres detrás mía, pues hacía dos meses que a mí se me había agotado el plazo y a él la paciencia. Era verano y yo había elegido Benidorm un poco a la fuerza, pues necesitaba pasar desapercibido. Hay que recordar que por estas fechas, Benidorm anda más animado que un coño con ladillas. Cándido de mí que, pensando que no me iban a trincar, llegué hasta la citada localidad mediterránea famosa por su hormigón, su paella y sus lanchas a pedales. Ocurrió hace doce o trece años y el amigo Reverte del Sur siempre que me ve, me dice que tengo que escribirlo. él sabe mi historia con aquella mulata que cantaba boleros para que los jubilados los bailasen despacito, muy arrimados y mirándose a los ojos.

Ella no lo hacía por dinero, lo hacía por seguir en pie, por sentirse chivoncita, que decía. Sin embargo yo sí que lo hacía por dinero. Por dinero escapaba y por dinero llegué hasta su camerino, una suerte de almacén situado en el piso de arriba de uno de esos bares donde solían contratarla. Creo que voy a darle la satisfacción al amigo Arturo y que voy a ponerme a la labor de inmediato, pero antes le voy a pedir dinero prestado para irme a Cuba, pues se me hace necesario si quiero seguir contando. Seguro que se enrolla. Y si no, pues que la escriba él, a ver si tiene huevos.

Juan Manuel de Prada

Juan Manuel de Prada (Barakaldo, Vizcaya, 1970) se fogueó durante años en premios literarios locales. Su oportunidad llegó con su primer libro, Coños (Valdemar, 1995), que tuvo una repercusión inédita para un autor tan joven. Enseguida publicó el volumen de relatos El silencio del patinador y la novela Las máscaras del héroe. Con su segunda novela, La tempestad, obtuvo el premio Planeta 1997 y con La vida invisible el Premio Primavera 2003.

¿Está la crítica española a la altura de la narrativa joven?
Percibo un cierto bloqueo de índole generacional que obliga a los críticos a reservar el uso del incensario con los escritores coetáneos. A veces se publican reseñas rezumantes de mala baba (pienso en alguna dedicada a Volpi o a Bonilla) que sólo admiten una explicación de índole patológica. Lamentaría que la crítica literaria se convirtiese en el asilo de los ajustes de cuentas.

Una novela en marcha

Cuando cayó en mis manos, recuerdo que me sorprendió su aspecto deslustrado, y también esa flacidez mugrienta que antaño tenían los billetes, cuando las tarjetas de crédito aún no les habían restado protagonismo y circulaban de mano en mano hasta la consunción. Si hubiese sido menos despistado, habría reparado en el gesto entre expectante y socarrón del taxista que me lo tendió, para completar el cambio. Era un billete de cinco euros, muy abrumado de dobleces, con esa consistencia fragilísima y pringosa que adquiere el papel timbrado en sus postrimerías; una banda de celofán adhesivo lo cruzaba transversalmente, para impedir su inminente desgajamiento. Estuve tentado de devolvérselo al taxista, pero mi natural timidez me lo impidió; con un gesto resignado, lo embaulé en la cartera y formulé mentalmente el firme propósito de desprenderme de él antes de que cayese hecho trizas en mis manos.

La oportunidad se me presentó un par de días más tarde. Una pandilla de amigos cenábamos a escote en un figón, en medio de ese estruendo festivo con que los treintañeros intentamos ensordecer la nostalgia de la juventud y la soltería. Cuando llegó la hora de apoquinar aporté el billete desastrado que me había endosado el taxista, disfrazándolo entre otros billetes más lustrosos; fue entonces, al arrojarlo sobre la mesa, cuando descubrí, debajo del mapita de la Unión Europea del Imperio Romano, en el estrecho margen blanco que delimita el billete, una inscripción lacónica: “Por favor, llámeme”. Y seguía una combinación telefónica. Como soy de talante fantasioso, imaginé que tan escueto mensaje encubría una promesa de adulterio o ingreso en una secta o abducción extraterrestre; por supuesto, me apresuré a guardar el muy ajetreado billete en el bolsillo. Aunque ya era una hora un poco incivil cuando regresé a casa, no resistí la tentación de marcar el número de marras; quizá -pensé, un segundo antes de que descolgaran el auricular al otro extremo de la línea-, estuviese picando el anzuelo de un bromazo, o quizá tan sólo acudiendo en auxilio de algún náufrago urbano con ganas de palique. La tentación del riesgo agigantaba mi expectación. Me respondió -y aquí se esfumaron mis ineptas fantasías de asaltacamas- una voz muy plomizamente masculina, un poco estragada por el sueño o la desesperanza. “Le llamaba por lo del billete”, farfullé, en un tono de excusa. Entonces escuché al otro extremo de la línea un suspiro de inabarcable alivio; mi interlocutor -a quien imaginé pálido y ojeroso-, tras expresarme su gratitud, me contó una historia descabellada y portentosa. Un par de años atrás, había decidido escribir una novela coral, una gran comedia humana de nuestro tiempo. Para ello, había escrito su número de teléfono en el margen de aquel billete; contaba, un tanto ilusoriamente, con que sus sucesivos poseedores lo llamaran, y con poder sonsacarles sus respectivos retazos de vida, en el intervalo de tiempo comprendido entre el momento en que recibieron el billete y el instante en que se desprendieron de él. La reconstrucción de la cadena -me confesó, algo desalentado- estaba resultando una tarea demasiado ardua, pues algunos de sus poseedores no habían respondido al reclamo.

Anonadado ante la magnitud de su empeño, confié al profuso novelista los avatares de mi existencia reciente, aderezándola de episodios descabellados o rechinantes (también favorecedores en el plano erótico), para magnificar mi protagonismo en esa novela en marcha. Cuando por fin colgué, decidí que no me iba a desprender del billete; a partir de hoy, llamaré a ese hombre cada semana, impostando voces (tengo facultades de ventrílocuo) y urdiendo vidas ajenas y peregrinas. Por fin he consumado mi sueño supremo de escritor: vivir en carne propia la esquizofrenia que debe asaltar a mis personajes de ficción, maltratados por la imaginación arbitraria y ciclotímica de quien los crea. La semana que viene me haré pasar por el neófito de una secta orientalizante; la siguiente me inventaré un episodio de abducción extraterrestre; tal vez algún día me anime a fingir que soy un atleta del adulterio... Pero quizá esto último haga que la novela adolezca de cierta inverosimilitud.

Francisco Casavella

Francisco Casavella (Barcelona, 1963) se llama en realidad Francisco García Hortelano, pero adoptó el seudónimo de Casavella para evitar confusiones con el otro García Hortelano, Juan. Debutó con El triunfo (Versal, 1990) , evocación de la Barcelona canalla (Premio Tigre Juan). Su última aventura ha sido la trilogía El día del Watusi, compuesta por Los juegos feroces (Mondadori, 2002), Viento y joyas y El idioma imposible, una única novela sobre la Transición.

¿A qué huele la narrativa española actual, a garbanzos o al Bulli, a trincheras o diseño posmoderno?
Huele a cocina internacional en uno de esos hoteles que están junto a los aeropuertos. Ni es buena, ni es mala, ni sorprendente. Parece que casi no exista bajo el peso del mercado, de la promoción, de la jeta que se gasta el entorno editorial y que los autores comparten. Hay excepciones en todos los rangos, y en ellas están incluidos quienes me pagan y mis amigos, que también los tengo. Por parafrasear a Faulkner, entre las trincheras o el diseño elijo el dolor. La nada lleva mucho tiempo y provoca acidez de estómago. Tanto tanto tragar sapos…

Voluntades de poder

Los coches musicales aparecen desde la oscuridad de la calle, pasan bajo el balcón y su estela se esfuma por la avenida que acaba en el mar. El episodio trivial deja algo más que un rastro de música urgente, tamtamtum- tamtamtum-tamtamtam, como un pulso desquiciado… él percibe un tubo de ruido contra los cristales de su imaginación por donde circulan el hedor de alcantarilla y la memoria de las heridas abiertas. Chirrían las trompetas de lo que su vanidad contrahecha ya sabe. él, desde el balcón, imagina que la gente sonríe dentro de los coches musicales, se roza, se toca, se besa, mira con metafísica la noche. Tamtamtum-tamtamtum-tamtamtam…

Cincuenta centímetros de ancho y dos metros de largo. Una baranda de hierro. Dos bombonas de butano llenas de polvo en los vértices que asoman a la calle. Cuando se cansa de leer, cuando no puede dormir, se tumba entre las bombonas, fuma y observa. ése es su balcón. Antes, se asomaba en las horas celestes. Desde hace tiempo, lo hace en la hora malva, cuando en la cuadrícula del edificio frontero no hay destellos de televisores, ni ventanas con luces encendidas, antes de que amanezca y a las seis en punto se apague la farola. Como esta noche, cuando uno de los coches musicales ha decidido detenerse en doble fila bajo el balcón. Tamtamtum-tamtamtum-tamtamtam…

De niño, se limpiaba allí los restos de arena al volver de la playa, después de cavar con la pala en la arena húmeda junto al paso crujiente del vendedor de helados. Olas como dunas hasta la mar picada. Porque ante ese balcón corrían los estudiantes. Una extraña formación, como veleros en una regata. Uno lleva un megáfono y proclama lemas prohibidos. La policía dispara balas de goma. Sus padres le regañan. Que qué hace ahí, que se meta dentro. Olas de música a todo volumen llegan después desde el mismo piso, se arquean y rompen contra su espalda, contra la baranda, se derraman en la calle y gotean las esperanzas de las primeras noches. Las esperanzas se convirtieron en promesas y se fue de su balcón, creía que para siempre. Recuerda ahora el incidente de la moto. Cruza el muelle con una chica a la hora malva. Ella conduce, mientras él, por hacer el cretino, le saca la camiseta y la arroja al mar. Sube las manos por la cintura hasta el pecho y tiene la sensación canalla de apresar en el puño dos gorriones temblorosos. Ella vuelve la cabeza y pregunta por su camiseta. él informa sobre su incierto destino. Donde tenía que haber alarma no hay más que risas, y él aprende una clase de valor. Y decide que es peligrosa.

No tiene más remedio que regresar a la casa abandonada. Encuentra un resto de licor ponzoñoso en el antiguo mueble bar y vuelve a tumbarse entre las bombonas sucias. Bebe, pero apenas calma el temblor. Aún recibirá llamadas y hasta visitas en la hora malva. Y muchas vendrán en coches musicales. Y olas de serenidad cuando ella duerme dentro y él fuma hasta que empiezan a trinar los pájaros y se apaga la farola. Y habrá regresos avergonzados, flotando como un náufrago en la desesperación, cuando el miedo puro vence por fin el miedo a dormirse. Semanas de temblor en el balcón llenas de “Nunca más, nunca más…” Tamtamtum-tamtamtum-tamtamtam…

Bajo el balcón, pasó una vez un hombre entonando canto gregoriano. Y otra vez escuchó una voz masculina decir: “¡Quiero ir al Rialto!”. Una voz femenina replicaba: “Pero ¿cómo vas a ir, si tienes la camisa empapada de sangre?”. Y alguien tiró una vez una cocina desde un tercer piso. Y muchas veces una bandada de loros se posa en las ramas del árbol que está junto a la farola. Los loros dan miedo.

En el balcón, entre las bombonas, sigue fumando. Los detalles del placer y del peligro disueltos por la codicia de lo demasiado abstracto, por la urgencia de lo demasiado concreto. La conciencia de estar existiendo y que se acaba. El teléfono cortado. Que desaparezcan todos los coches musicales. Dentro de nada, esos desconocidos levantarán los brazos y bendecirán el día. Habrá luz nueva a su alrededor, habrá destellos marinos, habrá colores intensos. El amanecer incurable.

Al fin desaparece por la esquina el coche musical. Pero él sabe -porque ya sabe- que el coche musical volverá la noche siguiente para decirle que esa calle y su mirada están perdidas. Y ha sido él quien las ha echado a perder. Así se estrellen los coches musicales, así se despeñen y den vueltas de campana hasta un mar de aguarrás.