La tormenta y otros poemas
Eugenio Montale es un autor central en el panorama poético del último siglo y su poesía una de las que con más profundidad expresan la situación del yo frente a la nada
9 octubre, 2003 02:00Al reseñar Cántico de Jorge Guillén, Azorín habló de “la física de un gran poeta lírico”. Pietro Pancrazi definió a Montale como un “poeta físico y metafísico”. Y Giacomo Debenedetti afirma que “toda la gran poesía lírica es metafísica también”. La poesía de Montale no ha dejado de ser una ni otra y ha sido ambas a la vez, aunque no en el sentido que la tradición suele otorgarles sino en otro, en el que un yo empírico interpreta o construye su propia mitología personal: una mitología hecha de recuerdos de instantes, de lugares, de indicios; una mitología biográfica que Giorgio Solmi ha llamado privada y que, por serlo, opone al lector un alto grado de dificultad.
Esa dificultad es la que informa el extraño hermetismo de Montale: un hermetismo que, más que a una corriente o a un estilo, corresponde a un modo ontológico de incomunicabilidad derivada del carácter, en exceso íntimo, de sus referentes y de una sintaxis paratáctica, hecha de elementos metonímicos yuxtapuestos, con abundancia de paréntesis, guiones e incisos, tan fieles a la forma de aparición de lo representado como borrosos en lo relativo a la misma representación.
Lo que ha llevado a exagerar la condición “oscura” de Montale, sin tener en cuenta que es un poeta más emotivo que mental, que busca lo único y lo irrepetible. La suya es, pues, una verdad puntual, como su música es casi siempre cromática. De ahí que nos sorprenda por su coloratura, aprendida en el ejercicio de la ópera, y por un stilnovismo y un petrarquismo que confieren a su temática amorosa lo mismo que sus leopardinismos a su dolor existencial.
“El mundo sin significado” y “la nada en que vivimos” que, según Luciano Anceschi, son los dos ejes de la escritura de Montale, aparecen cristianizados precisamente aquí: en La tormenta, un libro que, por su cronología, puede verse como la crónica del tiempo más aciago que a su autor le tocó vivir, y que objetivan bien poemas como “La primavera hitleriana” o “El sueño del prisionero”: “Los amaneceres y las noches se distinguen aquí por muy pocas señales”.
La angustia existencial intenta encontrar un sentido “a la noche del mundo” —descrita en su serie de silvas que son selvas— y la poesía de nuevo quiere ser “una escala hacia dios” (cito la versión de Ramón Irigoyen de “Siria”, mucho más exacta —y poética y lingüísticamente convincente— que la descolorida y renqueante que se propone aquí). Dicho esto, se comprenderá que este Montale de Juana Ruiz me parece, casi todo él, un despropósito que imposibilita el acceso a Montale tanto como difumina los contornos que el texto tiene en sí. Nos encontramos ante un libro importante vertido en una traducción defectuosa, que propone perífrasis allí donde son innecesarias y que suprime términos emblemáticos de su sistema de significación.
No entiende ni la sintaxis ni la semántica de Montale: ni la técnica del collage ni su proceso de transitivizar verbos intransitivos o de intransitivizar verbos que no lo son. No puedo, pues, sino remitir al lector hacia la excelente versión de Ramón Irigoyen, ya citada, y a las que otros poetas (Carlos Sahagún, Alberto Méndez, Antonio Carvajal, Carlos Bousoño, José María álvarez, Francisco Castaño, Antonio Colinas y Jorge Guillén) hicieron de algunos de los poemas más significativos de este libro. Eugenio Montale es un autor central en el panorama poético del último siglo y su poesía una de las que con más profundidad expresan la situación del yo frente a la nada.
Sobre una carta no escrita
Por un hormigueo de albas, por las pocas
hebras con las que se ase
el fleco de la vida y se trenza
en horas y años ¿hoy las parejas de delfines
dan cabriolas con sus hijos? ¡Ojalá no oiga
nada sobre ti, que huya del resplandor
de tus pestañas! Hay más cosas sobre la tierra.
No sé desvanecerme, ni reaparecer; se demora
la roja fragua
de la noche, la tarde se prolonga,
la plegaria es un suplicio y todavía
entre las rocas la botella
no te ha llegado del océano. La ola, vacía,
se rompe en el cabo, en Finisterre.