El camino de los ingleses
por Antonio Soler
29 enero, 2004 01:00Dibujo de Grau Santos
El último premio Nadal sabe a elegía. El camino de los ingleses, la novela con la que Antonio Soler (Málaga, 1956) resultó vencedor, narra el último verano adolescente de un grupo de amigos. Sueños que comienzan a revelarse como espejismos, un futuro real que se acerca a la misma velocidad que se aleja el futuro soñado, un verano muerto. El Cultural adelanta hoy a sus lectores el arranque de El camino de los ingleses, última entrega de este autor querido por la crítica que no ha logrado aún el merecido
ésta es la historia de Miguel Dávila y de su riñón derecho. Y también es la historia de mucha otra gente, de la Señorita del Casco Cartaginés, de Amadeo Nunni el Babirusa o la de Paco Frontón y aquel coche de color fresa y nata en el que se paseaba cuando su padre estaba en la cárcel. Y también es mi propia historia. Al recordar aquel tiempo voy resucitando una parte de mí mismo. Como un viejo paisajista que al pintar los ríos, las hojas de los árboles y el azul de las montañas que tiene frente a él estuviese dibujando el contorno de sus ojos, el trazo sinuoso que el tiempo ha dejado en las arrugas de su piel. Su autorretrato.
No sé qué fotografía, de todas las que nos han hecho a lo largo de la vida, sería la que acabaría por definirnos. La que por encima del tiempo diría quiénes hemos sido verdaderamente. Pero sí sé que el verano en el que ocurrió la historia de Miguel Dávila es la foto que define lo que fue el germen, la verdadera esencia de nuestras vidas.
A Dávila lo vimos regresar al barrio la mañana de un día despejado de finales de mayo, cuando los jazmines de doña úrsula empezaban a llenar la calle con su olor dulzón y los gatos que en otro tiempo había despellejado vivos Rafi Ayala maullaban con la desesperación del celo. Dávila tenía la misma figura delgada y altiva de siempre, aunque en la espalda, bajo la camisa blanca y un poco crujiente, llevaba una cicatriz de cincuenta y cuatro puntos en forma de media luna. A Dávila todo el mundo lo conocía como Miguelito. Después de la operación que sufrió aquella primavera también empezó a ser conocido como Miguelito el Poeta o, simplemente como Dávila el Loco. Bajo el brazo llevaba un libro grueso y con el borde de las hojas un poco rizadas. El símbolo de su desgracia.
"Me pusieron el riñón en una bandeja y luego una enfermera gorda lo echó a una cubeta con papeles sucios, guantes de goma y cajas de cerillas vacías", fue lo primero que comentó Dávila en el Salón Recreativo Ulibarri, con una sonrisa despectiva y el orgullo de su herida aclarándole un poco el color pardo de los ojos. El Babirusa fue el primero de sus amigos en verlo. Al llegar al Salón Recreativo se sentó en la nevera de los refrescos para mirarlo desde lejos mientras Dávila le contaba al Carne, a Milagritos Dulce y al maestro Antúnez la aventura de su operación.
El Babirusa era pequeño, tenía cara de malayo o de chino y un peinado de franciscano o algo así, con el flequillo de pico y las patillas recortadas casi por encima de las orejas. Las piernas le colgaban a lo largo del frigorífico rojo, sin llegarle al suelo, y él golpeaba suave y repetidamente con el tacón de su zapato derecho la segunda "o" de las palabras Coca Cola. "Una enfermera gorda y morena, una gallina clueca que me daba de comer, me lavaba las manos o la polla cuando no podía moverme y que luego tiró mi riñón a la basura como quien tira cáscaras de patata, así lo hizo".
Ni el Babirusa ni Avelino Moratalla habían ido a verlo al hospital. "Por no parecer maricones", dijo el Babirusa. Paco Frontón sí fue una tarde, cuando corrió el rumor de que Miguelito se iba a morir. Ni siquiera entró en la habitación. Se quedó en la puerta, mirándolo desde lejos como aquella tarde lo miraba el Babirusa. La madre de Dávila estaba sentada en una silla doblando y volviendo a doblar un pañuelo entre las manos. Miguelito volvió muy despacio la cabeza en la almohada, miró a Paco Frontón y con la boca hizo un movimiento raro, como si se quisiera reír. Pero nunca estuvo seguro Paco Frontón de que los ojos de su amigo lo hubieran distinguido de la figura de un enfermero, de la propia muerte o incluso de la blancura de la pared.
Pero no murió Miguel Dávila. "Or direte dunque a quel caduto che’l suo nato è co’vivi ancor cogiunto", les dijo aquella tarde a quienes lo estaban escuchando en el Salón Ulibarri. Y como el Carne y Milagritos Dulce se quedaran mudos y el maestro Antúnez, tan delgado como una calavera, con el pelo gris peinado hacia atrás, dijeses, rizando hasta lo insólito todas las arrugas de la frente: -¿Lo qué?
Dávila pronunció despacio:
-"Diréis ahora a aquel yacente que su hijo aún se encuentra con los vivos".
Y se levantó del banco en el que estaba sentado, dejando al Carne, a Milagritos Dulce y al maestro Antúnez con una expresión inocente y confusa en la cara, simulando los tres que al fin habían comprendido lo que Miguelito les había querido decir antes de darse la vuelta y dirigirse hacia la salida. Se detuvo delante del Babirusa. Se miraron los dos, ahora sí, con una sonrisa abierta. Y sin decirse nada, el Babirusa saltó de la nevera y salió del Salón Recreativo Ulibarri al lado de Miguel Dávila, llegándole con su coronilla levantada más abajo del hombro, con sus andares de saltimbanqui y los ojos de chino o de malayo brillando de orgullo por la cicatriz de cincuenta y cuatro puntos en forma de media luna que su amigo, regresado del reino de los muertos, tenía en la espalda. Contenía la respiración y el habla el Babirusa para no pedirle a Miguelito Dávila que se levantase la camisa y allí mismo, en mitad de la calle, le mostrara de una vez aquella huella del infierno.
Esa tarde yo había ido a llevarle los apuntes a González Cortés al bar de su padre. Cortés, todavía más alto de lo que parecía en clase a causa de aquel mandil blanco que casi le llegaba a los tobillos, estaba de pie a mi lado, junto a una de aquellas mesas que había pegadas a los ventanales del bar. El Garganta se agachaba para poder verse la cabeza entre las botellas de licor y peinarse con mucho detenimiento en el espejo que había detrás de la barra. Llevaba su traje de las grandes ocasiones y una camisa verde esmeralda, con los cuellos aplastados sobre las solapas de la chaqueta negra.
González Cortés estaba preguntándole al Garganta si iba a otra entrevista para trabajar en la radio, secándose las manos en el mandil, cuando miró hacia la calle y me dijo, con la sonrisa entristecida de repente, "Mira, Dávila. Decían que iba a morirse". Yo volví la cabeza y los dos vimos pasar por el otro lado de la calle a Miguelito y a Amadeo Nunni el Babirusa caminando a su lado. El sol de la primavera iluminaba las dos figuras. Dávila con su camisa blanca medio almidonada y el otro, pequeño y saltarín, con sus zapatos de fieltro pintorreados con banderas sudistas, cruces gamadas y calaveras de pirata. Victoriosos de no se sabe qué lejana batalla. Todavía inocentes e intrépidos.
ésa fue la primera tarde que Miguelito vio a Luli Gigante. Ya la había visto tiempo atrás, cuando iba con sus amigos a observar cómo Rafi Ayala despellejaba gatos en las tapias del Convento o a ver cómo se metía la punta de un destornillador por el agujero de la uretra o se subía a pulso sobre un ladrillo colocado encima del pene. También la había visto algunas mañanas, antes de caer enfermo, en el camino de los Ingleses, ella abrazada a sus libros y él por la acera contraria, camino de la droguería. Pero aquélla fue la primera vez que Luli le dedicó una mirada lenta y una sonrisa que apenas era una sonrisa, tan suave que el Babirusa no la advirtio y Miguelito, cuando ya había avanzado unos pasos calle adelante, tampoco estaba seguro del gesto.
Pero antes de ese fugaz encuentro, al apartar yo la vista de la calle, de aquellas dos figuras, la de Dávila y el Babirusa, mis ojos fueron a pararse en las manchas de agua que las manos mojadas de González Cortés acababan de dejar en la blancura de su mandil. Y al ver el rastro gris suave de la humedad en la tela sentí lo mismo que se siente en las tardes de dol, cuando pasa una nube y de pronto se oscurece la luminosidad de un día feliz. El padre de Amadeo Nunni el Babirusa había desaparecido una noche de tormenta y granizo, casi ocho años atrás. En un primer momento creyeron que lo habían asesinado en uno de los portales de la Pelusa. Habían encontrado un hombre muerto con la chaqueta del padre de Amadeo puesta, agujereada a puñaladas, doce, más una en el pantalón, y con su cartera metida en un bolsillo interior de la americana. La madre del Babirusa lloraba desconsolada en mitad de la lluviosa madrugada mientras él, un niño de apenas nueve o diez años, permanecía sentado en un rincón del comedor con un pijama de listas, un uniforme de presidiario. Mantenía la oscuridad de sus ojos medio asiáticos concentrada en el suelo, en el dibujo sinuoso de las baldosas, las piernas sin llegarle al suelo y los dedos de las manos, cortos, amarillos por la fuerza, apretando el borde de la silla. Soportando el redoble irregular del granizo en el techo y en los cristales de la casa y el llanto en la garganta de su madre.
Y cuando el guardia municipal que les había llevado la noticia habló de la cojera, del alza en la bota derecha y la incapacidad de correr del padre de Amadeo para huir del posible asesino, la madre dejó repentinamente de llorar y el Babirusa levantó un poco, sólo unos milímetros, la vista de las baldosas. Ahora miraba los rodapiés.
-¿Qué bota? ¿Qué alza?
Cesó de súbito el granizo, la lluvia.
-¿Qué alza? -volvió a preguntar desorientada la madre del Babirusa con voz de resfriado, tragándose las lágrimas-. ¿Qué bota?
El guardia se quedó mirando los ojos tan abiertos, casi suplicantes de la mujer. También miraba el silencio súbito que ahora llegaba de la calle y los cristales.
-La bota. La de la pierna coja.
El Babirusa apretaba el borde de la silla, crujía sordamente la vivienda de las polillas. A su madre se le había congelado una expresión de espanto en la cara.
-Ese hombre era cojo -dudaba el guardia-. Tiene la cartera de su marido.
Bizqueaba el Babirusa.
-Y entonces, ¿mi marido? ¿No lo han matado? -preguntó, quizá desilusionada, la madre de Amadeo Nunni-. ¿Entonces dónde está?
Nadie supo nunca dónde estaba el padre del Babirusa. Desapareció aquella noche como si nunca hubiera existido, como si fuese uno de aquellos granos minúsculos de hielo que se derretían apenas tocar el suelo y se fundían para siempre con el agua de la lluvia. "Mi padre fue un fenómeno atmosférico", repitió el Babirusa cada vez que se refirió a su progenitor. "Se fue como las ranas esas que se llevan las nubes y luego caen con la lluvia en otra parte, sólo que a mi padre todavía no lo han llovido", y miraba al cielo el Babirusa, sin importarle que no hubiera el menor rastro de ua nube o estuviese en mitad de una noche cuajada de estrellas. Su padre siempre estaba a punto de caer del cielo.
La que también decidió desaparecer unos meses después fue la madre del Babirusa, aunque ella dejó remite y de vez en cuando le mandaba besos de carmín metidos en una carta. Ella no fue un fenómeno atmosférico, y si subió al cielo fue simplemente porque cogió un avión de la compañía TWA rumbo a Londres después de haber estado los meses siguientes a la evaporación de su marido intentando ganarse la vida como empleada doméstica. En la capital británica encontró trabajo en el guardarropa de un museo, aunque había quien aseguraba que el único museo que ella conocía era el de su entrepierna.
Al Babirusa lo dejó en Málaga al cuidado de su abuelo paterno y de una cuñada, Fina. "En Inglaterra todo es muy raro. Guían los coches al revés", sostuvo como principal argumento para dejar a su hijo en compañía de su familia política. Fue entonces cuando Amadeo llegó al barrio. A lo largo de aquellos años el Babirusa apenas creció. Conservaba su estatura de niño, quizá a la espera de que su padre regresara y él pudiese disfrutar de los años robados a la infancia. También conservó la mirada esquiva. La principal transformación se produjo en su cara, en el leve estiramiento de los párpados, cada vez más rasgados, y el endurecimiento de su mentón, que en mitad de aquella cara de niño se iba robusteciendo, haciéndose cada vez más cuadrado.
Amadeo Nunni tardó bastante tiempo en hacerse amigo de Miguelito Dávila, Avelino Moratalla y Paco Frontón. Los primeros años en el barrio los pasó encerrado en la casa de su abuelo y su tía. Mirando al cielo y cavilando sobre su dudosa orfandad, recibiendo aquellas cartas desde Londres en las que al final de tres o cuatro párrafos, siempre idénticos, dirigidos al abuelo y de las mismas seis palabras destinadas a su cuñada, "Finita siempre tan mona, I suppose", su madre escribía con letras mayúsculas, para mi niño. Sobre estas letras estampaba un beso de carmín fucsia. "Como las putas. Menuda pájara", sentenciaba invariablemente Fina levantando las cejas en un gesto de desprecio teatral que dejaba al Babirusa todavía más confuso, siempre avergonzado al ver aquellas estrías blancas y rosadas marcadas en el papel como si contemplase una fotografía de su madre desnuda en medio de la calle. Su tía quería ser Lana Turner. Ser como Lana Turner cuando Lana Turner era joven y hacía películas en blanco y negro. Quizá le viniese aquella inclinación desde que, siendo niña, la habían escogido entre más de cien candidatas para un anuncio de polvos de talco. Creo que a costa de Fina aprendimos a masturbarnos todos los adolescentes del barrio.