Image: Un martini con Dawn Powell

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Letras

Un martini con Dawn Powell

por Gore Vidal

5 febrero, 2004 01:00

Dawn Powell

Dawn Powell (1896-1965) nació en una época con demasiados genios: Ernest Hemingway, Dorothy Parker, John Dos Passos, Scott Fitzgerald son los nombres de algunos de ellos. En vida no dejó de recibir algún elogio (envenenado casi siempre) y numerosos denuestos; después de muerta, tuvo que esperar a que Gore Vidal reclamase su valía en un artículo de The New York Review of Books para que ocupase, por fin, el lugar que merece en primera línea entre los escritores de su época. Ahora que Lumen inicia la Biblioteca Dawn Powell con Café Julien, una irónica novela que refleja la colmena de la sociedad neoyorquina de posguerra, El Cultural ofrece las elogiosas palabras de Gore Vidal que, en efecto: tenía razón.

érase una vez la ciudad de Nueva York, un lugar delicioso donde vivir y digno de ser visitado. Podían encontrarse todo tipo de servicios, como dicen los folletos. Uno de ellos era un lugar llamado Broadway, donde cada temporada se estrenaban decenas de obras de teatro, y adonde acudían miles de personas. Era un barrio que hoy recuerda el centro de Calcuta sin, desgraciadamente, ese encanto propio del delta de la ciudad subcontinental y sin el mismo rigor intelectual.

Una noche, en esa época (el 7 de febrero de 1957, para ser preciso), se estrenó mi primera obra en el Booth Theatre. Tradicionalmente, el autor era invisible para el público. Yo me escondí en un bar cercano y escuchaba la dulce voz nasal de Pat Boone interpretando "Love Letters in the Sand" en una resplandeciente máquina de discos. Cuando cayó el telón me dirigí al atestado vestíbulo a recoger a una persona. Oculto el rostro tras las solapas de mi abrigo, me moví como si fuera invisible entre la multitud, o así lo creía. De repente una voz retumbó a través del vestíbulo. "¡Gore!" Me quedé quieto; todo el mundo se quedó quieto. Una figura pequeña y redonda como una bala de cañón de la guerra civil salió disparada del guardarropa y me alcanzó. Cuando bajé la mirada para observar aquel rostro familiar, redondo, de nariz respingona y ojos inyectados de sangre, oí, todo el atestado vestíbulo oyó: "¿Cómo has podido hacer algo semejante? ¿Cómo has podido venderte de esa manera? ¡A Broadway! ¡A la comercialidad! ¿Cómo has podido hacer algo semejante? ¿Cómo has podido venderte de esa manera? ¡A Broadway! ¡A la comercialidad! ¿Cómo has podido abandonar la Novela? ¿Renunciar a la seguridad? ¡La seguridad de saber que cada dos años -como un reloj- llegará ese anticipo de quinientos dólares!". Treinta años después, esa voz aún resuena en mi mente, y pienso con cariño en su propietaria, nuestra mejor novelista cómica. "El patio -me pareció oír gruñir a Dawn Powell- no está precisamente abarrotado".

La noche del estreno de Visit to a Small Planet, Dawn Powell tenía cincuenta y nueve años. Había publicado catorce novelas, divividas a partes iguales entre historias de su región natal en el centro de Estados Unidos (y cómo diablos logran salir de allí y llegar a Nueva York) y las divertidas novelas neoyorquinas, centradas en el Greenwich Village, donde vivió la mayor parte de su vida adulta. Unos veintitrés años antes, el Thea-tre Guild había estrenado la comedia Jig Saw, de Powell (uno de sus muchos intentos infructuosos de venderse a la comercialidad), pero el tercer acto no funcionaba y, a pesar de Spring Byington y de Ernest Truex, el telón cayó definitivamente tras cuarenta y nueve representaciones.

Durante décadas, Dawn Powell estuvo a punto de dejar de ser objeto de culto de unos pocos para serlo de una gran mayoría, pero, a despecho de los esfuerzos de entusiastas creadores de culto como Edmund Wilson o Matthew Josephson, John Dos Passos o Ernest Hemingway, jamás se convirtió en la escritora popular que debería haber sido. En aquellos tiempos, con un poco de suerte, un buen escritor podía atraer a gente con ganas de leer y convertirse en un autor popular. En la actualidad, por descontado, "popular" es sinónimo de mala literatura con un amplio público, mientras que la buena literatura es lo que se enseña a gente que no tiene ningunas ganas de leer. Powell fracasó en ambos terrenos. En vida hubiera tenido que ser tan leída como, por ejemplo, Hemingway o el Fitzgerald de los inicios, la O’Hara de mitad de su carrera o incluso una Katherine Anne Porter hacia el final, muy al final de su trayectoria literaria. Pero Powell era un monstruo inconcebible, una mujer muy ingeniosa que no veía necesidad de hacer concesión alguna, y aún menos de manera definitiva, al Amor o la Familia. Veía la vida con una resplandeciente neutralidad digna de Petronio, y cualquier invitado al festín de la vida era un potencial Trimalción del que burlarse.

En las pocas entrevistas que concedió, Powell menciona a menudo algo sorprendente en una americana y aún más en una mujer de su época y su entorno, el Satiricón como su novela preferida. Tal cosa no era aceptable entonces al igual que no lo es ahora. Las descripciones de amor afectuoso, maduro y heterosexual eran -y son- cosa de mujeres, y los escritores serios de verdad suspenden por desgracia esta asignatura mientras los populares la aprueban con buena nota. Por lo visto, para que una novela sea seria debe tratar de personas muy serias, incluso solemnes, de una manera solemne e incluso seria. ¿Ingenio? ¿Qué es eso? Todos sabemos que la sagacidad y la inteligencia cuentan tan poco en la novela como en la vida norteamericanas. Por suerte, ninguna de las dos cosas aparece con suficiente frecuencia como para consternar a nuestra clase media.

Powell deja traslucir en algunas ocasiones su sorpresa ante la errónea interpretación de su obra. Es consciente, claro está, de que la novela norteamericana es algo propio de una clase media relativamente educada y de que el lector/escritor suele mirarse el ombligo. Observa también que "señalar las rarezas de pobres o ricos se considera gracioso y jovial. Se consigue que las debilidades de millonarios o de basureros parezcan divertidas a los que no son ni millonarios ni basureros. Su manera de expresarse, sus hábitos personales y las peculiaridades de su pensamiento se consideran un blanco lícito. Con mi obra, me salto las reglas porque no puedo dejar de pensar que la clase media también es divertida".

Ya estaba advertida tras cuarenta años de cháchara sobre sus libros. Si de muestra sirve un botón, veamos la opinión de un tal Frederic Morton (The New York Times, 12 de septiembre de 1954): "Lo que más se echa en falta es el sentido del escándalo que sirve de motor incluso al más sofisticado [sic] escritor satírico. La señorita Powell carece de la pura indignación que impulsa a Evelyn Waugh a sus absurdos y que forzó las inquietantes sátiras de Orwell. Su riqueza lingöística es indiscutible, pero la autora contempla las bufonadas de la humanidad con demasiada calma y frialdad".

Por fin, mientras en la pradera se alargaban las sombras, Edmund Wilson se pronunció sobre su buena amiga en The New Yorker (17 de noviembre de 1962). Una de las razones, dice, por las que Powell no atrae a los lectores norteamericanos es que "no hace nada para estimular las fantasías femeninas [¡qué tiempos sexistas!]. La lectora no halla consuelo al identificarse con los personajes femeninos de la señorita Powell. Las mujeres que aparecen en sus relatos suelen ser tan sórdidas y ridículas como los hombres". Esta paridad sexual era -y es- poco corriente.

Wilson señaló también la originalidad de Powell: "El amor no es el tema principal de la señorita Powell. Su verdadero tema es la vida del provinciano en Nueva York, llegado del Medio Oeste, que se ha aclimatado a la ciudad y se ha instalado de forma permanente en ella, sin por eso perder jamás ese sentimiento de fascinación que despierta una sociedad ajena y anárquica".

Verano. Una tarde de domingo. Hacia 1950. Sala de estar de dúplez de Dawn Powell en el número 35 de la calle Nueve Este. La anfitriona preside la reunión frente a un acuario elíptico lleno de ginebra; una bebida muy popular en aquella época conocida como martini. Está presente Coby, simplemente Coby para mí durante años, su cavaliere servente; va muy bien vestido, con un blazier azul, tiene el rostro sonrosado y el cabello plateado, lacio y brillante, peinado hacia atrás. Coby es capaz de conversar con gracejo sobre cualquier tema. Jamás se me ha pasado por la cabeza que pueda ser el amante de Dawn. Son demasiado mayores. Un joven y apuesto poeta yace en el suelo, literalmente a los pies de E. E. Cummings y su esposa, Marion, que actúa como si no estuviera allí. Dawn dirige de vez en cuando una mirada maternal al muchacho, pero se trata más bien de la mirada de la madre de un gato o de un perro que acostumbra a dar la lata. Fluye la conversación. Fluye la ginebra. Marion Cummings es muy hermosa; como lo es su esposo, cuyos ojos son de un azul apagado. Coby está en plena forma. Aunque a menudo habla de sí mismo, no se recrea en aburridos triunfos sino en improbables desastres. Siempre está sin blanca, y lo que fuera un distinguido guardarropa se encuentra ahora en manos de esas alegres recaudadoras, sus caseras. Esa tarde, en su casa, Dawn se muestra recatada, pensativa. De repente, en el balcón de la sala de estar de Dawn aparece una figura gris y difuminada que nos observa.

-¿Quién es? -pregunto.
Amablemente, Dawn sirve los martinis, entorna los ojos y responde:
-Creo que es mi marido. Es Joe, ¿verdad, Coby?
Se vuelve hacia Coby, que sonríe y saluda al hombre gris, quien se retira.
-Por supuesto -dice Coby-. Y parece en forma.
Me doy cuenta, al fin, de que se trata de un ménage à trois en Greenwich Village. El martini se me derrama.

[Dawn Powell nació en Mt. Gilead (Ohio) en 1896. En 1918 se mudó a Nueva York. Se casó con Joseph Gousha Jr, un poeta de Pennsylvania. Powell amaba su barrio bohemio (el Greenwich Village) y la vida nocturna de Nueva York, de la que disfrutaba en compañía de amigos como John Dos Passos o Edmund Wilson. También se relacionó con quienes no tardarían en convertirse en los más conocidos escritores de su misma generación: Ernest Hemingway, Dorothy Parker, Scott Fitzgerald... Un crítico del New York Times de entonces definió a Powell como "más cruel que Scott Fitzgerald, más tierna que Willa Cather, más irónica que Evelyn Waugh". Murió en 1965.]