Pútrida patria
W.G. Sebald
30 junio, 2005 02:00W.G. Sebald, por Gusi Bejer
La escritura de Sebald (1944-2001) no puede adscribirse a ningún género, pero con independencia de su forma siempre discurre por el dominio de la literatura. Su obra está saturada de referencias literarias, que explican o justifican la vida. Al igual que en Borges, la percepción de la realidad está mediatizada por la perspectiva estética.
El libro se abre con un examen de la literatura austriaca, que pretende definir su peculiaridad. Si existe la literatura austriaca, se caracteriza por el sentimiento de infelicidad. Para el escritor austriaco, la infelicidad no es un estado psicológico, sino una opción moral, una forma de resistencia que, sin renunciar a la melancolía, incluye la posibilidad de superar la insatisfacción. No se trata de esperanza, sino de la necesidad de neutralizar la tentación del nihilismo. Wolfgang Koeppen ya advirtió que la Muerte es un maestro alemán. Los autores de posguerra no pueden redundar en la complacencia con lo crepuscular, sin redundar en la mitología de la violencia que inspira al Jönger de Tempestades de acero o el cine de Leni Riefenstahl, con su heroísmo de cartón piedra.
Sebald considera que la expresión literaria surge de un conflicto insuperable. La obra de Schnitzler, por ejemplo, sería inconcebible sin el contraste entre lo ideal y lo posible. Sin ese antagonismo, no habría amor ni pasión carnal. La burguesía pretendió establecer un canon de la razón erótica, pero ese intento de normalización no consiguió disipar el potencial liberador de la sexualidad, donde se transita del ensimismamiento a la apertura hacia el otro. Las perversiones sexuales sólo son la evidencia de que el hombre nunca pierde el impulso lúdico, la necesidad de transformar cualquier vivencia en juego. Schnitzler percibió la proximidad del amor y la muerte, el deseo de convertir en objeto al amado, para consumar una posesión ilimitada.
Kafka nunca dejó de merodear la muerte. El hombre es un extraño para sí mismo, que sólo conoce el sosiego en la noche, cuando el sueño extiende la oscuridad por la conciencia. Kafka ya advirtió que la salvación es la muerte, pero no la muerte de los habitantes del castillo, recluidos en un infierno de rituales absurdos, sino la extinción total. Canetti prolongó la metáfora del castillo al meditar sobre el poder. El poder es un alarde de omnipotencia que adquiere su fuerza en la impotencia ajena. La auténtica libertad consiste en renunciar al poder en cualquiera de sus formas. Esa renuncia actúa de matriz en el resentimiento de Thomas Bernhard. Su ira surge de la conciencia de que la verdad es un acto de desesperación y las utopías políticas proyectos anacrónicos, supuestas anticipaciones de futuro que siempre llegan tarde. No hay alternativas. La civilización es un nido de putrefacción y la Naturaleza un desorden letal. Sólo la risa insinúa una salida, pero al final -como advirtió Handke- la alienación prevalece. Ese proceso de extrañamiento se manifiesta en la destrucción de la infancia. Su recuerdo nos enajena, pero sin ella nuestro existir se convierte en un interminable exilio.
Al adentrarse en la literatura austriaca, aparece inevitablemente el recuerdo del Holocausto. Austria es una "patria pútrida", el ejemplo de que el progreso acarrea una terrible dialéctica. El mito del progreso recrea la esencia del poder. Cualquier avance es ficticio. La perfectibilidad representa la esterilidad total, la ambición de algo irreal, que fundamenta las utopías más terroríficas. Kafka nos enseñó que la tragedia del judío asimilado es que interioriza el antisemitismo y lo justifica. El mesianismo de la tradición judía establece un horizonte de esperanza, donde la historia se reescribe. Al reconstruir el crepúsculo del Imperio Austro-Húngaro, la literatura de Joseph Roth prolonga el sueño mesiánico de un pasado que regresa para expulsar la oscuridad. Sin embargo, la desesperación de Jean Améry parece más real que la fantasía de la redención. La experiencia de la tortura pone de manifiesto el fracaso de la humanidad, la precariedad de las convenciones morales. El hombre que es martirizado por sus semejantes ya no puede decir "nosotros". Sólo le queda un yo que percibe como ajeno. Su desdicha no es un pretexto para la abdicación de cualquier esfuerzo. El nihilismo es el preámbulo de la violencia. Aunque esté abocado a la derrota, el ser humano debe perseverar en la esperanza. Es indiscutible que esa expectativa no puede rebosar optimismo, pero sí la tenacidad del ángel con una sola ala de Paul Klee, que no declina en su lucha contra la fatalidad.
Al igual que Reich-Ranicki, Sebald cuestiona el reconocimiento de ciertas obras y autores. Por ejemplo, estima que Broch se desliza en ocasiones hacia lo grandilocuente, bordeando el universo estético de los fascismos. Su concepción de la muerte evoca la retórica del sacrificio y su nihilismo revela cierta inmadurez política. El juicio cambia de orientación al referirse a las últimas novelas de Handke, tan devaluadas por la crítica. Su carácter pedagógico no es simple didactismo, sino una reelaboración del ideal educativo de la Ilustración, donde el saber contribuye a conservar la vida. El escritor preserva al mundo de su destrucción al no interrumpir la narración de sus recuerdos, fantasías o anticipaciones. El universo existirá mientras haya una mano que escriba sobre él. La esperanza de una "patria natural" opuesta a la "pútrida patria" sólo puede gestarse en el terreno de la escritura, donde lo posible no está limitado por nada, salvo por el vuelo de la imaginación.
Campo Santo
Tras la muerte en accidente de tráfico de W. G. Sebald (1944-2001) se ha multiplicado la aparición de libros póstumos con poemas, ensayos y fragmentos de novela. Campo Santo (2005), el ultimísimo, verá la luz en España tras el verano y confirma hasta qué punto Sebald fue un viajero extraordinario capaz de desnudar paisajes y autores hasta demostrar que la literatura "es un viaje necesario y un medio para enfrentar el luto que cada uno lleva". Se trata de los cuatro ensayos que escribió sobre un viaje a Córcega a mediados de los años 90, y de doce ensayos sobre literatura. Si la primera parte, con Córcega como escenario, le permite reflexionar sobre Europa, el destino y las pasiones, en la segunda vuelve a algunas de sus obsesiones, como el análisis de la literatura alemana de posguerra, el exilio, la memoria, la palabra, y sus autores preferidos, de Kafka a Nabokov, protagonista de uno de los ensayos más destacados del libro.