La guerra civil en la frontera
Pío Baroja
7 julio, 2005 02:00Pío Baroja, por Gusi Bejer
En 1941, al año siguiente del regreso definitivo a España después de una precipitada salida del país a causa del susto que le dieron los carlistas los primeros días del golpe de Estado, Baroja acometió la redacción de sus memorias personales. Estos recuerdos llevan un título genérico, Desde la última vuelta del camino, y su comienzo lo dio a conocer por entregas la popular revista gráfica "Semana" dirigida por Manuel Aznar durante 1942 y 1943.
Como las Memorias barojianas no tienen, en conjunto, mayor unidad orgánica, salvo la tendencia a desarrollarse alrededor de algunos temas, y como responden además a una exposición un tanto azarosa, nada de extraño había en que dejaran lagunas cronológicas. Se echaban en falta referencias a la guerra civil, pero, aparte la manera de organizar los recuerdos, las circunstancias políticas explicaban la ausencia. Por eso, la aparición de La guerra civil en la frontera nos depara una buena sorpresa. En las escuetas "explicaciones" del prólogo Baroja aclara que se trata de una "segunda parte" de las Memorias y "se refieren a hechos que van desde el principio" de la guerra "hasta ahora". No cree que esta parte tenga "ninguna gracia", pero "aun así las voy publicar", dice. Esta sucinta información abre varios interrogantes. ¿Por qué no se publicaron? ¿Qué ha sido hasta ahora del original? ¿Qué razón ha habido para no desvelar su existencia hasta hoy? El responsable de la edición, F. Pérez Ollo, nada dice acerca de estos puntos principales.
Este misterio nos lleva a un asunto de mención inexcusable aquí, las al parecer no pocas páginas inéditas de Baroja cuya publicación no autorizan sus herederos. Según mis imprecisas noticias existe una novela íntegra, Miserias de la guerra, prohibida en su día por la censura, y un original titulado Madrid en la Revolución. Amén de otros papeles y del epistolario entre el novelista y su sobrino Julio Caro.
Este secretismo, o, dicho a las claras, esta arbitrariedad en el modo de administrar el legado del escritor, esta forma de censura, despierta sospechas quizás infundadas, pero inevitables. En cualquier caso, aunque siga en el limbo la razón de sacar a luz este apéndice a las Memorias mientras se ocultan otros textos, de presunto notable interés, bienvenida sea La guerra civil en la frontera porque contribuye bastante a perfilar la imagen del autor en el conflictivo periodo acotado en el título.
Este tomo VIII deja en el aire las fechas exactas de su redacción, pues, si, por una parte, es posterior a los volúmenes anteriores, y, en efecto, algún indicio permite datarlo a comienzos de los 50, por otra, su escritura corre en buena medida al hilo de los sucesos presenciados por Baroja entre el 18 de julio de 1936 y la decisión de trasladarse desde el pueblecito fronterizo de San Juan de Luz a París a principios de septiembre. Sin entrar en detalles, la exposición resulta confusa. Algunas cosas de las que Baroja cuenta, las ha visto, pero otras muchas las refiere como si se tratara de un testigo aunque no pudo presenciarlas. Todo ello se debe a descuido y a un espontaneismo justificado con peregrinas razones (es pobre y no dispone de secretario) y, en consecuencia, sale un texto invertebrado donde se entremezclan perspectivas, hechos, indicios, observa- ciones, opiniones ajenas y muchos, muchísimos juicios suyos, tan independientes, despectivos y hasta arbitrarios como los que prodigó a lo largo de toda su obra, y, si cabe, más todavía aquí. Esa forma de elaborar un escrito que cae incluso en la falta de congruencia, merecería graves reparos en un escritor más orgánico, cartesiano o exigente. Tal reserva se aminora en el caso de Baroja porque esa línea desatada, con saltos e interferencias, es un modo peculiar suyo de escribir. Y ese modo poco articulado tiene que ver con una naturalidad expresiva que antepone la impresión de sinceridad a cualquier otro efecto; una verdad, claro, basada en la pura, libre, caprichosa e incisiva opinión personal. Y esto es, en último extremo, lo verdaderamente valioso de este tomo inédito. La expresión inmediata y sin rodeos del horror de la guerra, manifestada, además, con una todavía notable fuerza. Por razón de esta vivacidad tiene importancia lo señalado respecto de las fechas, porque no es la escritura reblandecida del Baroja final (murió en 1956) la que aquí aparece sino la posible en el escritor de 20 años antes, no ya vigoroso, pero todavía eficaz, directo, contundente.
Contar, no analizar, el horror de la guerra es el eje de este relato inédito: presentar sin medias tintas, con trazos esquemáticos pero demoledores, la barbaridad humana, el cainismo español, la intransigencia de los blancos y los rojos, el cerrilismo de los reaccionarios y de los izquierdistas, el egoísmo de los políticos, el clasismo de los poderosos, el revanchismo de las clases populares... Con estos asuntos forma el rosario de su despectiva visión del mundo contemporáneo, y en especial de España, una sociedad vulgar y sin principios, dominada por las malas formas. El léxico del libro revela sin mayores comentarios la mirada del autor: grosería, necedad, insolencia, estupidez, pedantería, cinismo o mentira son palabras repetidas con monótona cadencia.
En ese retrato se inserta la crónica de la guerra, la más cruel de las luchas fratricidas frecuentes en nuestro país, según Baroja, que tanto sabía y había escrito de las anteriores. Con claridad denuncia los asesinatos, vejaciones, incendios, violencias..., no distinguiendo en salvajismo entre "los dos bandos". Tampoco atribuye diferente responsabilidad a las diversas ideologías. Si acaso, reitera más la denuncia de socialistas y comunistas que la de conservadores y reaccionarios. Aunque quizás la condena más inapelable sea la de los curas y de la iglesia por incitar a la venganza y al asesinato quienes dicen defender una fe basada en el amor.
Los horrores de la guerra se acompañan de una crítica sin reservas de los sistemas políticos, la democracia y el falso igualitarismo. Así pinta un mundo horrible que progresa en la ciencia mientras retrocede en la moral.... Por eso desconfía una y otra vez en toda organización social, arremete contra la República y hace una propuesta política reveladora: aboga por un "despotismo ilustrado"y "pragmático".
Este tomo inédito de las Memorias de Pío Baroja observa la guerra con un punto de vista externo y bastante frío, en ocasiones hasta impasible, a pesar de lo dicho. Es la mirada propia de aquel personaje incómodo, polémico, escéptico, misántropo y pesimista que ya conocen sus lectores.
En casa de don Pío
La casa de Baroja, en la calle Ruiz de Alarcón, estaba abierta a todo el mundo y pasaba por ella, en palabras de Pío Caro Baroja, "la gente más absurda de toda la tierra", sin que faltasen los que "aprovechan lo que allí oyeron para especular y zaherir". Umbral cuenta que una vez fueron a verle unos cuantos falangistas, "al mando de Ponce de León, todos de uniforme, y Baroja les decía: Yo, antes, bajaba un poco ahí al Retiro a darme un paseo pero ahora, con esos cabrones de falangistas, es que no me atrevo". Cuando el escultor Oteiza fue a ver a Baroja el novelista estaba ya muy enfermo. "Cuando nos acercamos al lecho de don Pío", recordaba en una entrevista, "alguien que allí estaba le preguntó acerca de las esculturas de Aránzazu. ¡Las burradas que dijo sobre mí! Me dejó aplanado".
Baroja en la guerra
El estallido de la guerra civil sorprendió a Baroja en Vera de Bidasoa, en su casa de Itzea. Baroja, junto con un amigo médico, salió a ver pasar una partida de requetés que se acercaba al pueblo vecino de Santesteban. Uno de los miembros de la partida le reconoció y quiso fusilarle, por ser "enemigo de la tradición". No le pegaron un tiro, pero fue detenido y encarcelado. Liberado al día siguiente, tomó la decisión de salir para Francia. Había sido demasiado claro: "He dicho", había escrito, "que soy antitradicionalista y enemigo del pasado, y, efectivamente, lo soy, porque todos los pasados, y en particular el español, que es el que más me preocupa, no me parecen espléndidos, sino negros, sombríos, poco humanos". El oficial del Ejército que, al reconocerle, le liberó de aquel incidente con los requetés, acudiría en 1956, siendo general, y vestido de uniforme militar, al entierro del novelista. Durante la mayor parte de la guerra Baroja vivió en París, en el colegio de España, escribiendo artículos para "La Nación" de Buenos Aires. Baroja volvió a España en 1937, pero se exilió de nuevo al año siguiente: no se sentía seguro en la zona nacional. Ese mismo año, el escritor falangista Ernesto Giménez Caballero pergeñó un libro a base de pasajes de sus obras: Masones, judíos y demás ralea, de cuyo contenido antisemita y anticomunista Baroja, que en privado hablaba mal de judíos y comunistas, nunca se retractó en público. Esto le facilitó la vuelta definitiva a España en 1940.