La conjura contra América
por Philip Roth
1 septiembre, 2005 02:00Lindbergh y el Spirit of St. Louis, con el que cruzó por primera vez el Atlántico de Nueva York a París
Los resultados de las elecciones de noviembre ni siquiera estuvieron igualados. Lindbergh consiguió el cincuenta y siete por ciento del voto popular y, con un triunfo aplastante, ganó en cuarenta y siete estados. Los únicos donde perdió fueron Nueva York, el estado natal de FDR, y, tan sólo por dos mil votos, Maryland, donde la gran población de funcionarios federales votó abrumadoramente por Roosevelt, mientras que el presidente pudo retener -como no le fue posible en ningún otro lugar por debajo de la línea Mason-Dixon- la lealtad de casi la mitad de los votantes demócratas del viejo sur. Aunque a la mañana siguiente a las elecciones predominaba la incredulidad, sobre todo entre los encuestadores, el día después todo el mundo pareció entenderlo todo, y los comentaristas de radio y los columnistas de la prensa presentaron la noticia como si la derrota de Roosevelt hubiera estado predeterminada. Según sus explicaciones, lo ocurrido era que los norteamericanos no habían sido capaces de romper con la tradición de los dos mandatos presidenciales que George Washington había instituido y que ningún presidente antes de Roosevelt se había atrevido a cuestionar. Por otro lado, después de la Depresión, la renaciente confianza tanto de jóvenes como mayores se había visto estimulada por la relativa juventud de Lindbergh y su aspecto elegante y atlético, en tan marcado contraste con los serios impedimentos físicos con los que FDR cargaba como víctima de la poliomielitis. Y estaba también el prodigio de la aviación y el nuevo estilo de vida que prometía: Lindbergh, que ya era el dueño del aire y había batido el récord de vuelo de larga distancia, podía conducir con conocimiento de causa a sus compatriotas al mundo desconocido del futuro aeronáutico, al tiempo que les garantizaba con su conducta puritana y anticuada que los logros de la ingeniería moderna no tenían por qué erosionar los valores del pasado. Los expertos llegaron a la conclusión de que los norteamericanos del siglo XX, cansados de enfrentarse a una crisis cada década, ansiaban la normalidad, y lo que Charles A. Lindbergh representaba era la normalidad elevada a unas proporciones heroicas, un hombre decente con cara de honradez y una voz normal y corriente que había demostrado al planeta entero, de un modo deslumbrante, el valor para ponerse al frente, la fortaleza para moldear la historia y, naturalmente, la capacidad de trascender la tragedia personal. Si Lindbergh prometía que no habría guerra, entonces no la habría: para la gran mayoría de la población era así de sencillo.Peores aún para nosotros que el resultado de las elecciones fueron las semanas que siguieron a la toma de posesión, cuando el nuevo presidente norteamericano viajó a Islandia para entrevistarse personalmente con Adolf Hitler y, tras dos días de conversaciones "cordiales", firmar un "acuerdo" que garantizaba unas relaciones pacíficas entre Alemania y Estados Unidos. Hubo manifestaciones contra el Acuerdo de Islandia en una docena de ciudades norteamericanas, y discursos apasionados en la Cámara Baja y el Senado pronunciados por congresistas demócratas que habían sobrevivido a la aplastante victoria republicana y que condenaban a Lindbergh por tratar con un tirano fascista asesino como su igual y aceptar como lugar de su reunión un reino insular históricamente fiel a una monarquía democrática cuya conquista los nazis ya habían llevado a cabo, una tragedia nacional para Dinamarca, claramente deplorable para el pueblo y su rey, pero que la visita de Lindbergh a Reykjavik parecía aprobar tácitamente.
Cuando el presidente regresó a Washington desde Islandia (una formación de vuelo de diez grandes aviones de patrulla de la armada que escoltaban al nuevo Interceptor Lockheed bimotor que él mismo pilotaba), el discurso que dirigió a la nación constó sólo de cinco frases. "Ahora está garantizado que este gran país no participará en la guerra en Europa". Así comenzaba el histórico mensaje, y proseguía hasta su conclusión del modo siguiente: "No nos uniremos a ningún bando bélico en ningún lugar del globo. Al mismo tiempo, seguiremos armando a Estados unidos y adiestrando a nuestros jóvenes de las fuerzas armadas en el uso de la tecnología militar más avanzada. La clave de nuestra invulnerabilidad es el desarrollo de la aviación norteamericana, incluida la tecnología de los cohetes. De este modo, nuestros límites continentales serán inexpugnables a los ataques desde el exterior, mientras mantenemos una neutralidad estricta" [...].
Los peores y más extendidos actos de violencia tuvieron lugar en Detroit, donde estaba la sede en el Medio Oeste del "sacerdote de la radio", el padre Couglin y su Frente Cristiano que odiaba a los judíos, así como la del ministro adulador de las masas conocido como "el decano de los antisemitas, el reverendo Gerald L. K. Smith, que predicaba que "el carácter cristiano es la verdadera base del auténtico americanismo". Detroit, claro está, era también el hogar de la industria automovilística y del anciano secretario del Interior de Lindbergh, Henry Ford, cuyo periódico declaradamente antisemita, el "Dearborn Independent", publicado en la década de 1920, se proponía "una investigación de la cuestión judía" que Ford acabó por publicar en cuatro volúmenes con un total de casi mil páginas, una obra titulada El judío internacional, en la que indicaba que, en la limpieza de Estados Unidos, "no se perdona al judío internacional ni a sus satélites como enemigos deliberados de cuanto los anglosajones entienden por civilización".
Era de esperar que organizaciones como la Unión Americana de Libertades Civiles y eminentes periodistas liberales como John Gunther y Dorothy Thompson se indignaran por los disturbios de Detroit e hicieran público su rechazo de inmediato, pero lo mismo le sucedía a muchos norteamericanos convencionales de clase media que, aunque considerasen repugnantes a Walter Winchell y su retórica y entendieran que "se estaba buscando problemas", también se sentían consternados por los informes de los testigos presenciales sobre cómo los alborotos que comenzaron en la primera parada de Winchell en Hamtramck (el barrio residencial habitado principalmente por trabajadores de la industria automovilística y sus familias, donde se decía que vivía la mayor población polaca fuera de Varsovia) se habían extendido de un modo sospechoso, en cuestión de minutos, a la calle Doce, a Linwood y luego al bulevar Dexter. Allí, en los mayores barrios judíos de la ciudad, hubo saqueo de tiendas y rotura de escaparates, judíos atrapados en el exterior fueron atacados y golpeados y se encendieron cruces empapadas de queroseno en los céspedes de lujosas mansiones a lo largo del bulevar Chicago y ante las modestas viviendas para dos familias de los pintores, fontaneros, carniceros, panaderos, chatarreros y tenderos que vivían en Webb y Tuxedo, y en los pequeños patios con suelo de tierra de los judíos más pobres en Pingry y Euclid. A media tarde, solo momentos antes de que finalizara la jornada escolar, lanzaron una bomba incendiaria contra el vestíbulo de la escuela primaria Winterhalter, donde la mitad del alumnado era judía, otra en el vestíbulo de Central High, cuyo cuerpo estudiantil era judío en un noventa y cinco por ciento, otra a través de una ventana del instituto Sholem Aleichem, una organización cultural que Coughlin había identificado ridículamente como comunista, y una cuarta en el exterior de otro de los blancos "comunistas" de Couhlin, la Alianza de los Trabajadores Judíos. A continuación se produjo el ataque a los lugares de culto. No solo rompieron las ventanas y pintarrajearon las paredes de aproximadamente la mitad de las treinta y tantas sinagogas ortodoxas de la ciudad, sino que, cuando iban a comenzar los servicios religiosos de acuerdo con el horario previsto, se produjo una explosión en los escalones del prestigioso templo Shaarey Zedek, en el bulevar Chicago. La explosión causó graves daños a la exótica fachada central de diseño moruno del arquitecto Albert Kahn, las tres grandes entradas arqueadas que mostraban llamativamente a una población de clase obrera en un estilo a todas luces antiamericano. Cinco transeúntes, ninguno de ellos judío, resultaron heridos a causa de los escombros desprendidos de la fachada, pero, por lo demás, no se informó de víctimas.
Al anochecer, varios centenares de los treinta mil judíos de la ciudad habían huido para refugiarse en Windsor, Ontario, al otro lado del río Detroit, y la historia norteamericana había registrado su primer pogromo a gran escala, cuyo modelo eran claramente las "manifestaciones espontáneas" contra los judíos de Alemania conocidas como Kristallnacht, la Noche de los Cristales Rotos, cuyas atrocidades fueron planeadas y perpetradas por los nazis cuatro años atrás y que el padre Coughlin defendió entonces en su tabloide semanal "Social Justice" como una reacción de los alemanes contra el "comunismo de inspiración judía". La página editorial del "Detroit Times" justificó de manera similar la Kristallnacht de Detroit como la reacción violenta, desafortunada pero inevitable y totalmente comprensible, a las actividades del intruso alborotador que el periódico identificaba como "el demagogo judío cuyo propósito desde el comienzo había sido incitar la cólera de los americanos patriotas con su traicionera agitación populachera".
Una semana después del ataque de septiembre contra los judíos de Detroit, al que no hicieron frente con diligencia ni el gobernador de Michigan ni el alcalde de la ciudad, se produjeron nuevos actos de violencia contra las casas, tiendas y sinagogas de los barrios judíos en Cleveland, Cincinnati, Indianápolis y Saint Louis, violencia que los enemigos de Winchell atribuyeron a sus apariciones deliberadamente desafiantes en aquellas ciudades tras el cataclismo que había instigado en Detroit, y que el mismo Winchell (que en Indianápolis se libró por los pelos de ser alcanzado por una losa arrojada desde un tejado y que le rompió el cuello a uno de sus guardaespaldas) explicaba por el "clima de odio" que emanaba de la Casa Blanca. Nuestra propia calle en Newark se encontraba a muchos cientos de kilómetros del bulevar Dexter de Detroit, ninguno de nosotros había estado nunca en esa ciudad y, antes de septiembre de 1942, todo lo que los chicos de la manzana sabíamos de Detroit era que en su equipo de béisbol profesional sólo había un jugador judío, la estrella de los Tigers, el primer base Hank Greenberg.