Letras

El imperio británico. Cómo Gran Bretaña forjó el orden mundial

Niall Ferguson

10 noviembre, 2005 01:00

La Reina Victoria

Traducción de Magdalena Chocano. Debate. Barcelona, 2005. 493 páginas, 21 euros

Algunos historiadores tienen una especial habilidad para recrear una época a través de personajes y sucesos evocadores. Otros muestran una capacidad analítica que les permite identificar en la maraña de los hechos puntuales las grandes tendencias históricas. Ferguson combina ambas cualidades y ello hace de El imperio británico un libro fascinante.

En cierto sentido estamos ante dos libros en uno. El primero y más extenso traza la historia de la expansión imperial británica desde las rapiñas de Drake en el siglo XVI hasta el momento en que un Reino Unido debilitado se resignó a la descolonización. El segundo, relegado al capítulo conclusivo, consiste en una breve exposición de la tesis fundamental del autor, para quien el imperio británico ha tenido un efecto global positivo en términos de desarrollo humano. Puesto que Ferguson anuncia esa tesis desde la introducción, el lector tiende en principio a sospechar que va a encontrarse con una visión un tanto idealizada del imperio británico, al estilo de la que Kipling expuso al referirse a la carga del hombre blanco. Nada más lejos de la realidad. Ferguson no es nada complaciente acerca de los episodios de latrocinio, de brutalidad y de racismo que jalonaron la historia del imperio. Con un capítulo final distinto y algún otro cambio, El imperio británico podría incluso pasar por un alegato más contra ese imperialismo occidental en el que tantos espíritus simples o malintencionados ven el origen de todos los males del mundo. La diferencia estriba en que Ferguson sitúa al imperio británico en un amplio contexto comparativo, en el que no queda mal parado.

Con todo, el atractivo principal del libro no deriva de la habilidad con la que presenta su tesis principal. Lo mejor es su capacidad para introducir al lector en la gran novela de aventuras que fue la expansión imperial, con todos sus heroísmos, sus errores y sus crímenes. Un escenario siempre cambiante nos transporta en un continuo viaje de ida y vuelta desde las colonias de Nueva Inglaterra, en las que se gestó el espíritu estadounidense, hasta los remotos penales australianos en los que surgió una nueva nación; desde las tierras africanas, infestadas de malaria, en las que el visionario Livingstone quería introducir la civilización de la mano del cristianismo y del comercio, hasta la que fue la verdadera joya del imperio, la India. Y en primera fila vemos a los protagonistas de esa expansión, tanto los más destacados, como el rapaz Rhodes o el pomposo Curzon, como los anónimos, cuyo recuerdo se ha perpetuado en cartas piadosamente conservadas por sus familias, ya se trate de pobres emigrantes, de soldados rasos o de jóvenes e ingenuos misioneros.

Todo comenzó con una forma temprana de crimen organizado: la piratería, más tarde dignificada por la Corona al convertirse en guerra de corso. Luego vino la migración masiva de pobladores británicos hacia las ricas pero insalubres islas del Caribe y hacia las costas de América del norte, acompañada de una horrenda migración forzada que constituyó el episodio más infame de la historia imperial: la trata de esclavos africanos. Al mismo tiempo surgía ese ejemplo temprano y nunca superado de empresa transnacional que acaba por disponer de un ejército, de una política exterior y finalmente de un imperio: la Compañía de las Indias Orientales, fundadora del dominio británico en la India.

En toda aquella etapa temprana del imperio, el móvil para los corsarios, para los comerciantes y para la Corona era básicamente el enriquecimiento, aunque para los simples emigrantes se trataba de hallar oportunidades para ganarse la vida. Sólo en el caso de algunos peregrinos que marcharon a América hubo un móvil espiritual, el de practicar libremente su credo religioso, alejado de la ortodoxia anglicana. Desde fines del siglo XVIII, sin embargo, coincidiendo con la renovación del cristianismo británico y con el nacimiento del liberalismo, los factores morales y la movilización de la opinión pública se convirtieron en un elemento importante de la política imperial. Su consecuencia más positiva fue la abolición del tráfico de esclavos, que en el siglo XIX la marina de guerra británica se esforzó en eliminar en las aguas del Atlántico. No por ello se abandonó el principio de ocuparse sobre todo del negocio, como lo demostraron las guerras del opio, destinadas a abrir el mercado chino a la importación de droga. Pero el nuevo celo religioso trajo también nuevos problemas, pues la acción proselitista de los misioneros generó una reacción hostil que contribuyó a la gran revuelta india de 1857, cuyas atrocidades condujeron a muchos predicadores cristianos a bendecir una represión sangrienta e indiscriminada.

Todas estas emocionantes historias se narran en un lenguaje colorido que no siempre es fácil de traducir. Cuando Ferguson se refiere al "Armagedón hannoveriano" utiliza una expresión que a cualquier británico culto le resulta familiar, pero que al lector español le puede parecer pedante, cuando no incomprensible. Con buen sentido, la traductora la ha mantenido, en lugar de sustituirla por "gran guerra del
siglo XVIII", y hay que decir que en general la traducción es correcta, aunque presenta algunos defectos, sobre todo respecto a la terminología militar. Además de la obsesión por hacer vivir a los soldados en "barracas" -en español se llaman cuarteles- aparecen expresiones peculiares, como "mayor estado prusiano" en vez de estado mayor prusiano. El mayor despiste editorial se halla sin embargo en un gráfico en el que Nueva Zelanda aparece como el lugar más insalubre del imperio y Sierra Leona como el más saludable. Evidentemente era al revés.

Pero vayamos a la conclusión de Ferguson. El imperio británico no tiene un historial intachable, pero sus principales efectos a largo plazo no son desdeñables: la difusión mundial del capitalismo liberal, de las instituciones democráticas y de la lengua inglesa. Con ello contribuyó a una globalización en conjunto benigna que impulsó extraordinariamente la economía mundial y promovió el tipo de instituciones liberales que más favorables al bienestar humano han mostrado ser. No menos glorioso fue su final. En 1940 los británicos se enfrentaron a la diabólica oferta hitleriana de sacrificar a Europa para preservar su imperio pero, bajo el liderazgo de Churchill, la rechazaron. Consumieron todos sus recursos en la lucha contra unos imperios mucho más brutales, incluido el japonés, capaz de perpetrar en Nankin una orgía de atrocidades sin parangón en los más oscuros episodios del imperialismo británico.

El mensaje de Ferguson es que debemos valorar cuidadosamente las alternativas antes de condenar a un imperio. En el mundo de hoy es partidario de que los Estados Unidos asuman con claridad su función imperial, una tesis que ha desarrollado extensamente en su otro libro, Coloso, también publicado en España y ya comentado en las páginas de El Cultural. Respecto al imperio británico, el lector de Ferguson encontrará muchos elementos sórdidos, desde la rapacidad de sus inicios hasta el detestable racismo de fines del siglo XIX. Y a pesar de ello es muy probable que su balance global haya sido positivo. En mi opinión la India, esa gran nación democrática que será sin duda una de las grandes potencias del siglo XXI, es el gran testimonio vivo del mejor legado de aquel imperio.


Un autor laureado
Niall Ferguson (Glasgow, 1964) es uno de los historiadores más conocidos en Gran Bretaña, no sólo por su faceta como escritor -que ha alcanzado las listas inglesas de bestsellers con la rigurosidad académica de sus libros de historia y economía- y su brillante carrera como docente sino por su presencia habitual en la radio, prensa y televisión británicas -en ésta última ha escrito y presentado recientemente una serie de seis capítulos sobre el imperio británico.

Ferguson se graduó cum laude en Historia en 1985 y desde entonces ha sido profesor en Oxford, Cambridge, Hardvard, la Universidad de Nueva York y la de Stanford. Su primera obra, Paper and Iron: Hamburg Business and German Politics in the Era of Inflamation 1897-1927, recibió el premio de Libro de Historia del Año, y la siguiente, Virtual History: Alternatives and Counterfactuals se convirtió rápidamente en bestseller. Le siguieron The Pity of War, The World’s Baker y The Cash Nexus: Money and Power in the Modern World. Con Coloso volvió a conquistar las listas de superventas.


La herencia british
"El imperio británico -explica Ferguson- hace mucho que ha muerto; sólo quedan restos. Todo lo que había servido para sostener la supremacía comercial y financiera de Gran Bretaña en los siglos XVII y XVIII, y su supremacía industrial en el XIX, estaba destinado a derrumbarse una vez que la economía británica se hubiera doblegado bajo el peso de dos guerras mundiales. El acreedor se convirtió en deudor. Del mismo modo, los grandes movimientos de población que habían impulsado antes la expansión imperial británica cambiaron de dirección en la década de 1950. La emigración de Gran Bretaña dio paso a la inmigración a Gran Bretaña. En cuanto al impulso misionero que había llevado a miles de hombres por todo el mundo a predicar el cristianismo y el Evangelio de tocador, también disminuyó, junto con la asistencia pública a la iglesia. El cristianismo hoy es más fuerte en sus antiguas colonias que en Gran Bretaña [...].

Sin la prolongación del dominio británico en el mundo, es difícil creer que las estructuras del capitalismo liberal se hubieran establecido con tanto éxito en tantas diferentes economías. Los imperios que adoptaron modelos alternativos -el ruso y el chino- impusieron una miseria incalculable a los pueblos que subyugaban. Sin la influencia del dominio imperial británico, es difícil creer que las instituciones de la democracia parlamentaria hubieran sido adoptadas por la mayoría de los estados del mundo [...]".