Letras

Hombre lento

J.M. Coetzee

8 diciembre, 2005 01:00

J.M. Coetzee. Foto: Stanford University

Trad. Javier Calvo. Mondadori. Barcelona, 259 pp, 17 e.

La obra de J. M. Coetzee se interna en la madurez, pero no en el ocaso de su inspiración. Su última novela es una reflexión sobre la vejez, que escatima cualquier complacencia con una edad donde la existencia sólo se abastece de recuerdos.

Paul Rayment descubre que la vida ha quedado atrás cuando pierde una pierna en un accidente de tráfico. Fotógrafo profesional, ha superado los sesenta años y, aunque conoció el amor y el matrimonio, nunca se planteó la experiencia de la paternidad. Su resistencia a utilizar una prótesis sólo acentúa su impotencia. Es un hombre mutilado y solo, sin otra compañía que Marijana, una enfermera croata que le atiende con profesionalidad y sencillez, sin consentir que le afecten las miserias de un trabajo, donde se evidencia la caducidad de la materia humana.

Rayment se enamora de ella, pero no es una pasión correspondida. Sólo consigue provocar un conflicto familiar. Marijana es mucho más joven, está casada y es madre de tres hijos. Rayment le ofrece ayuda económica para financiar los estudios del mayor, pero ese gesto no le acarrea ningún beneficio. La ficción de tutelar a un joven no puede usurpar el ejercicio de la paternidad. Sólo es un simulacro, como esa pierna ortopédica que se niega a utilizar. La inesperada aparición de Elizabeth Costello no mejora la situación. La anciana escritora fracasa en sus intentos de promover el idilio y cuando se ofrece como alternativa, se encuentra con la indiferencia de Rayment, incapaz de amar a una mujer que actúa como un espejo de su decadencia. Los dos se encuentran en el tramo final de su vida, con una salud precaria y con escasez de afectos, pero eso no es suficiente para despertar el amor.

La escritura de Coetzee es espléndida. Las frases breves, encadenándose con una asombrosa precisión, consiguen reproducir las emociones más complejas. El pesimismo se repite en cada libro, pero sin afectar a la necesidad de conservar el impulso moral, esa hebra de dignidad que justifica el fundamentalismo ecológico de Elizabeth Costello, una forma de sensibilidad que sólo manifiesta el compromiso de Coetzee con la vida. Un hombre viejo es un hombre lento, con el corazón adormecido, pero suficientemente despierto para continuar anhelando placer y felicidad. La brevedad de su porvenir recupera las preguntas postergadas. ¿Hay alguna forma de trascendencia? ¿Se puede conocer la plenitud sin experimentar la paternidad? ¿Existe un alma inmortal o sólo un cuerpo acompañado de conciencia? Coetzee incluye a Elizabeth Costello, sin justificar su aparición. La introducción de un elemento fantástico no resta verosimilitud a un relato transido de dolor.

La vejez no es una etapa de decadencia, sino la última manifestación de la belleza. La belleza no se corresponde con la perfección. La mutilación ofrece la oportunidad de amar al cuerpo herido, de contemplar la humillación como una estación necesaria en el camino hacia la virtud. No hay verdad ni dicha sin conocimiento y el conocimiento comienza con la exploración de la propia conciencia, una estancia en penumbra que en cierto sentido se aproxima al cuarto oscuro de un fotógrafo. Saber lo que somos implica amar la enfermedad, lo deforme, lo repulsivo. Al final de su peripecia, cada hombre se convierte en todos los hombres, en la caja de resonancia de una humanidad que opone al tiempo su voluntad de perdurar, pero que no se ilusiona con la inmortalidad. La inmortalidad está reservada al hecho de interrogar, que nunca puede trascender el umbral de incertidumbre inherente a la finitud.

Al igual que en El maestro de Petersburgo, Coetzee se aventura en el terreno de la mística. No es necesario creer en Dios para hablar de redención o esperanza. El cuerpo enfermo o envejecido revive la indefensión de la infancia. Marijana sólo es una mujer vulgar, pero encarna la fantasía de una protección ilimitada, de un amor infinito. La vejez precisa los cuidados del amor, pero en la proximidad del fin el hombre sólo puede conformarse con narrar o recordar. Coetzee es un clásico porque su escritura ya nos pertenece a todos. El autor desaparece en unas páginas que reflejan el temor a despedirnos de la vida, sin haber comprendido su sentido.