Trad. Juan de Sola. Ed. Minúscula. 301 p., 16’50 e.
Sólo un hombre lúcido y embriagado podía recrear la atmósfera del Berlín de los años veinte, una ciudad rebosante de creatividad y conflictos. Roth no se limita a reflejar la inspiración de un poderoso centro cultural, sino que también se demora en lo nimio: los grandes almacenes, el tráfico, los baños turcos, los garitos frecuentados por maleantes. Tampoco disimula su desagrado hacia los contrastes sociales, el creciente antisemitismo, la pérdida de identidad de los judíos asimilados. Los años veinte no son años dorados, sino años vacilantes que preludian el nazismo y el odio hacia las vanguardias. Roth nos enseña que se puede aborrecer una ciudad y captar su esencia más íntima. La prosa precisa se acompaña de imágenes, es decir, la complementariedad de la palabra y el testimonio gráfico, dos formas de sensibilidad que se interpretan como un nuevo género artístico. Roth es un paseante que dibuja "el rostro del tiempo". Comprendió que las tropas de las SA desfilando ante la Puerta de Brandenburgo representaban el anuncio de una nueva guerra mundial.