Una arrolladora simpatía. Edgar Neville: de Hollywood al Madrid de la posguerra
por Juan Antonio Ríos Carratalá
10 mayo, 2007 02:00Chaplin y Neville, en el descanso de un rodaje, en Hollywood en 1928
¿Hubo un batallón de peluqueros?" se pregunta Ríos Carratalá al final de esta monografía, remedando el tono despectivo con el que algunos escritores "nacionales" se refirieron a los variopintos defensores con que contó la República durante la Guerra Civil. Y concluye que, si hubo algo parecido a ese hipotético batallón de profesionales de la tijera, fue el formado por todos aquellos escritores que, sin comerlo ni beberlo, terminaron velando armas (dialécticas y propagandísticas, se entiende) en el bando franquista, en el que veían una cierta garantía de mantenimiento de su estatus social y de sus medios de vida, además de la mera posibilidad de continuar residiendo en su país. Numerosos fueron, efectivamente, los escritores que, a pesar de sus antecedentes más o menos liberales e incluso de haber manifestado en su día una abierta simpatía hacia la República, abrazaron luego la causa opuesta. A algunos les iba la vida en ello. Otros, simplemente, se dejaron llevar por sentimientos tan humanos como el egoísmo o la comodidad. Con ese precario bagaje ideológico ganaron la guerra. Y, como se ha dicho infinidad de veces, no siempre con acierto, perdieron las páginas de la Historia de la Literatura.Tal fue el caso del escritor, ci-neasta y humorista Edgar Neville. Aunque no cabe rastrear en él la menor inquietud política, mucho menos de signo izquierdista o revolucionario, su talante vitalista y liberal le llevó a simpatizar con el marco de libertades públicas que pareció afianzarse en España con la proclamación de la República. Con ese espíritu, mantuvo contactos con la Agrupación al Servicio de la República de Ortega y Marañón, y llegó a militar en Izquierda Republicana, el partido de Azaña. No cabe descartar, como insinúa Ríos Carratalá, que tomara estas iniciativas por pura inercia acomodaticia, como un gesto más de esa "arrolladora simpatía" que le garantizaba amigos en todas partes. En cualquier caso, su estilo de vida, sus intereses artísticos y su rechazo de la vieja España rancia y clerical, tan contraria a su talante e inclinaciones, encajaban mejor en la modernidad republicana que en cualquier otro diseño político o social imaginable en la España del momento. La Guerra Civil liquidó de un plumazo esa "tercera España", liberal y desentendida. En uno y otro bando se exigieron las correspondientes credenciales de a-dhesión, y quienes no podían exhibirlas pasaron inmediatamente a ingresar la nómina de los tibios o sospechosos.
A Neville el estallido de la contienda le sorprendió en Madrid. Como diplomático de carrera, se mantuvo inicialmente fiel al gobierno legalmente constituido; pero pronto empezó a sondear sus posibilidades de integración en el otro bando, adonde lo empujaban sus antecedentes familiares y su instintiva percepción de que, en un barco que se hunde, como era el caso de la República, no había sitio para él. Una vez logrado su objetivo, quiso hacer valer los "servicios" que presuntamente había prestado al bando "nacional" desde los puestos diplomáticos que ocupó en estos días cruciales. Pero lo que aun hoy día resulta difícil de explicar, y lo que debió de resultar inexplicable a los celosos guardianes de la pureza ideológica franquista, es cómo logró esos puestos (algunos, tan importantes como el de secretario de embajada en Londres) sin acreditar una convincente adhesión a la República. En esa delicada posición se mantuvo Neville hasta el 31 de diciembre de 1936, cuando el ministro republicano Julio álvarez del Vayo firmó su definitiva separación del cuerpo diplomático.
En el bando "nacional" no le perdonaron esos titubeos: tras su incorporación a los sublevados, Neville conoció un largo proceso de depuración y constató peligrosas desconfianzas. Pagó el peaje, no sin malentendidos (su película propagandística Frente de Madrid, por ejemplo, no fue todo lo bien acogida que esperaba), y aguardó mejores tiempos, en los que llegó a realizar una notable obra cinematográfica personal y enterró u olvidó convenientemente los excesos propagandísticos (no muchos, ni demasiado estridentes, en comparación con otros) del periodo bélico. Ríos Carratalá documenta, en la medida de lo posible, las vacilaciones y los cautelosos pasos de Neville. Parte de la constatación de ciertos silencios y termina allá donde estos silencios se revelan resistentes al paso del tiempo y se alían a ciertos recelos familiares, que todavía no permiten el acceso a determinados documentos que el biógrafo juzga cruciales, pero que quizá, a la luz de lo convincentemente argumentado en este libro, no hagan sino corroborar lo que ya sabemos o intuimos. No nos ahorra el autor sus propias perplejidades, ni la posición personal desde la que aborda los hechos; pero en ningún momento asume el ingrato papel de erigirse en juez de su biografiado. Este libro no es ni una apología ni un proceso, sino un documentado recorrido por las circunstancias históricas y los vericuetos de la voluntad que explican ciertos comportamientos individuales. Quizá aquí también haya jugado sus bazas la "arrolladora simpatía" de Neville: a pesar del tono distanciado que adopta este ensayo, acabamos teniendo la sensación de que su autor comprende la delicada tesitura en que se vio su personaje y, sin eximirlo de las responsabilidades morales pertinentes, le otorga el beneficio de la comprensión humana. Y quizá sea este delicado contrapunto, que exige confrontar datos distantes y dar por supuesto un conocimiento global de la situación, lo que hace que a veces la narración se vuelva un tanto confusa; sobre todo, en los primeros capítulos, en los que el biógrafo mezcla los hechos de los que parte con conclusiones todavía prematuras a esas alturas del relato.
Por eso la narración gana en trabazón e intensidad en los capítulos finales, en los que el autor conjuga la biografía con el análisis de la renacida producción artística de un Neville ya definitivamente adscrito al bando "nacional". Con generosidad y amplitud de miras, logra Ríos Carratalá apreciar aciertos y originalidad en unas obras inevitablemente marcadas por la coyuntura bélica, y que no figuran entre las más conocidas del autor de Don Clorato de Potasa. La "arrolladora simpatía" del biografiado se alía, esta vez, con la bibliofilia que cabe suponer en el erudito que maneja viejas ediciones, y con el goce del degustador de estimables rarezas literarias.
Sería de desear que otros autores de la época corrieran la misma suerte; que se apreciara la dificultad de sobrevivir en un periodo donde tomar una u otra decisión suponía arriesgar la vida o reinventarse a uno mismo. Algunos lo hicieron en el exilio, otros siguieron ejerciendo su talento bajo los tremendos condicionantes de la España franquista. Los más valientes, como Juan Ramón Jiménez, mantuvieron hasta el final de sus días el compromiso con la legalidad conculcada, a la vez que negaban el saludo a otros exiliados a quienes, por su actuación durante la guerra, consideraban indignos de representarla. Como se ve, la variedad de comportamientos se resiste a la simplificación. También ha sido frecuente que estas circunstancias extraliterarias hayan determinado el veredicto, no siempre justo, de la posteridad. Y sólo estudios como éste, en los que el rigor se alía al reconocimiento de la valía del biografiado, contribuirán a poner las cosas en su sitio. Falta nos hace, en estos tiempos en los que hasta el más indocumentado vuelve a alzar la voz para reclamarnos imposibles purezas y onerosas adhesiones.
Su encuentro con Chaplin
La primera noche de su llegada a Hollywood, Edgar Neville cenó con Charles Chaplin, Douglas Fairbanks y Mary Pickford, en el Ambassador. Grupo que al día siguiente se fue a vivir a casa de los Fairbanks, a Pickfair. A los dos días rodaban una película en broma, con un guión improvisado por Neville, y cuyos protagonistas eran los Yebes y Angelito Berlan, Douglas -padre e hijo-, Mary Pickford, Chaplin y otros amigos de allí. Años después, el propio Neville lo recordaba así: "En pocos días conocimos a toda la colonia cinematográfica. Desde el primer día simpatizamos de una manera enorme Chaplin y yo: durante los años que pasé allí fuimos los amigos más íntimos, cenábamos casi todas las noches mano a mano, desenvolviéndome como podía en mi inglés macarrónico, que le mataba de risa, hasta que con él y sus lecciones acabé de hablarlo tan incorrectamente como lo hacía el resto del país".