La historia comienza. Ensayos sobre literatura
por Amos Oz
21 junio, 2007 02:00Amos Oz
Algunos grandes escritores escriben y vuelven a escribir la primera frase de su libro cientos de veces, y nunca pasan de ahí. Otros desisten y, quizá desesperados, deciden empezar con lo primero que se les ocurre. Comenzar a contar una historia, dice Amos Oz, es como intentar conquistar en un restaurante a una persona totalmente desconocida. En el análisis que hace de los fragmentos iniciales de algunas novelas y relatos breves de Gógol, Kafka, Chéjov, García Márquez o Raymond Carver, así como en sus referencias a otros clásicos de la literatura universal, Amos Oz instruye, desafía, guía y entretiene. Y explora con pasión y gracejo la razón de que el principio sea tan importante como el final, y pone de relieve los párrafos iniciales en los que los autores hacen promesas que tal vez no cumplen, o cumplen de una manera inesperada o bien hacen más de lo prometido. Un juego que atrapa tanto al escritor como al lector.
Ofrecemos a continuación un extracto de La Historia comienza, recientemente editado en español por Siruela, donde el recién galardonado con el premio Príncipe de Asturias de las Letras desgrana con lucidez y sentido del humor sus impresiones literarias.
La historia comienza
Ensayos sobre literatura
Traducción del inglés deMaría Condor
El Ojo del Tiempo Ediciones Siruela
Introducción
Pero ¿qué existía en realidad antes del Big Bang?
Mi padre escribía libros sesudos. Siempre me envidió la libertad que yo gozaba, como novelista, de escribir como quisiera, directamente de la cabeza a la página, sin las limitaciones de toda esa búsqueda e investigación preliminar, sin la carga de la obligación de conocer todos los datos existentes en la materia, sin el impedimento de cotejar fuentes, proporcionar pruebas, comprobar citas y poner notas a pie de página: libre como un pájaro. ¿Tiene uno ganas de escribir: "Shmuel ama a Tsila"? Pues adelante, a escribirlo. ¿Quiere escribir: "Pero Tsila ama a Gilbert"? Allá va. ¿Quiere añadir: "Sin embargo, Shmuel y Gilbert se aman"? ¿Quién puede rebatirle? ¿Quién puede venir a discutírselo con datos contrarios o con fuentes que a lo mejor se le han pasado por alto?
Yo, por otra parte, tenía cierta envidia a mi padre. Cada vez que se ponía a trabajar en un artículo erudito, su mesa de trabajo se llenaba, de un extremo a otro, de libros abiertos, separatas, textos de consulta, diccionarios, un arsenal de artillería de apoyo. él nunca tenía que estar, como yo, sentado contemplando una única y burlona hoja en blanco en medio de un escritorio desierto, como un cráter en la superficie de la luna. Sólo yo y el vacío y la desesperación. Ponte a sacar algo de nada en absoluto. Por cierto, estoy hablando del mismo escritorio. Cuando mi padre murió, yo heredé su mesa, que durante años y años estuvo densamente poblada, como un suburbio de Calcuta, mientras que ahora está tan desierta como la pista de aterrizaje de Kosovo.
En realidad, ¿quién no ha tenido la horrible experiencia de estar sentado delante de una hoja en blanco que le sonríe a uno con su boca desdentada: "Adelante, vamos a ver si me pones la mano encima"?
Una página en blanco es en realidad una pared encalada sin ninguna puerta ni ventana. Empezar a contar una historia es como tontear con una persona totalmente desconocida en un restaurante. ¿Recuerdan al Gurov de Chéjov en "La dama del perrito"? Gurov hace al perrito un gesto monitorio con el dedo una y otra vez, hasta que la dama le dice, ruborizándose: "No muerde", y entonces Gurov le pide permiso para dar un hueso al can. Tanto a Gurov como a Chéjov se les ha dado así un hilo que seguir; empieza el coqueteo y el relato despega.
El comienzo de casi todos los relatos es realmente un hueso, algo con lo que cortejar al perrito, que puede acercarlo a uno a la dama.
Imaginen que deciden escribir acerca de una muchacha de Nahariya -llamémosla Mathilda- la cual averigua que tiene una prima en Grecia a la que no conoce. Supongamos que la prima se llama también Mathilda. Imaginen
que la Mathilda de Nahariya resuelve ir a Grecia en septiembre a conocer a su prima y tocaya. Muy bien, pero ¿qué debe ir primero? ¿Mathilda despertándose una soleada mañana? ¿Mathilda en la agencia de viajes? ¿Mathilda de niña, aquel memorable día en que se pilló los dedos en el ventilador? ¿O Mathilda en Tesalónica, tomando una habitación en un hotel lleno de granjeros, donde conoce a un tímido apicultor? ¿O debemos quizá empezar el relato con una descripción detallada de las espesas telarañas que hay en el trastero de debajo de la escalera?
¿Qué hay que contar en el primer capítulo? ¿Y en el primer párrafo? ¿Mathilda mirando los pendientes que pertenecieron a su abuela, que también se llamaba Mathilda? ¿Cuánto debe revelar la primera frase? ¿"En medio del camino de la vida / errante me encontré por selva oscura / en que la recta vía era perdida"? (Dante, "Infierno"). Tal vez la estrofa inicial de Dante para el "Infierno" podría servir como línea inicial para todos los relatos: "En medio del camino de la vida" es, más o menos, donde empiezan en realidad muchos relatos.
Así pues, uno se sienta y se pregunta qué debe ir primero y cómo llegar a ese comienzo en medio del camino. Sentándose. Garabateando en la hoja. Arrugándola. Tirándola. Garabateando en la hoja siguiente: formas, flores, triángulos, rombos, una casa con una pequeña chimenea, un gato sin pelo. Arrugándola de nuevo. Tirándola. Para entonces, Mathilda empieza a desaparecer. Uno da la vuelta a una nueva hoja. Ay, la nueva hoja no es más amable que la anterior. Así son las cosas: no hay perrito, no hay dama.
En realidad, esto sucede siempre, no solamente a los novelistas sino a cualquiera que se ponga a escribir cualquier cosa. A Tsila se le ha encomendado que entreviste a Gilbert, uno de los solicitantes del puesto de coordinador de personal en una fábrica. Tsila tiene que informar por escrito de sus impresiones. Escribe: "La entrevista tuvo lugar en el Café Bagdad a las seis de la tarde".
Lo tacha. Eso no es totalmente exacto, porque la entrevista empezó, efectivamente, a las seis, pero se desarrolló entre las seis y las siete menos cuarto. Además, ¿a quién le importa si eran las seis o las ocho, si se trataba de Bagdad o de Alaska? Tacha de nuevo. Muerde el extremo del bolígrafo. Piensa. Luego escribe: "Al principio de la entrevista, Gilbert me entregó…". Vuelve a tachar; cambia "Gilbert me entregó" por "el solicitante me entregó un currículum vitae, que insistió en que leyera en el momento, antes de empezar nuestra conversación. Adjunto el currículum".
Lo tacha. ¿Qué importancia tiene eso? Además, "insistió " resulta demasiado fuerte aquí, pues Gilbert no fue tan categórico. ¿"Pidió"? Demasiado débil. En realidad, lo que hizo fue menos que insistir pero más que pedirme que leyera su currículum primero. ¿Hay una palabra intermedia entre "pedir" e "insistir"? ¿Tal vez "exigir"?
No, no me lo exigió. Y no fue "categórico". En general, "categórico" es una palabra tonta. Sea como fuere, el vitae irá adjunto a mi informe, si es que consigo redactarlo, de modo que ¿a quién le importa si Gilbert insistió, persistió, pidió, rogó o me tentó? (¿Me tentó? ¿Gilbert? ¿Qué mosca te ha picado de repente, Tsila?). Bueno, quizá lo pueda poner así: "El solicitante me produjo la impresión de ser un hombre con una extraordinaria confianza en sí mismo, aun cuando tal vez se esforzó demasiado en tratar de producirme esa impresión".
Estupendo, excepto que en realidad es un bodrio: me produjo la impresión de que se esforzaba demasiado en "tratar de producirme esa impresión". Un asco de lógica, y un asco de hebreo también. Además, "extraordinaria confianza en sí mismo": ¿quién te crees que eres? ¿Un asesor titulado en confianza en uno mismo?
Tsila vuelve a empezar: "Gilbert Kadosh, veintinueve años, nacido en Gedera, Israel, divorciado, sirvió cinco años como inspector de policía…". No. Demonios, ¿es que no puedes poner las cosas como es debido? Sí que sirvió en la policía cinco años, pero fue inspector sólo el último año y medio.
Y ¿por qué no empezar buscándole la gracia? Pero ¿dónde está la gracia? Encima se está haciendo tarde. Y Tsila ha prometido llamar a Mathilda antes de que acabe su turno.
Un asco otra vez. No está claro si "su turno" se refiere al turno de Mathilda o al de Tsila.
Basta. Tsila no presentará su informe hoy. Mañana será otro día. No es el fin del mundo.
Nuevo tachón. "Mañana será otro día" está muy trillado. Por otra parte, ¿y qué? ¿Qué tiene de malo que esté trillado? ¿Por qué no? ¿Y no queda patoso acabar con tres preguntas sinónimas: "¿Y qué? ¿Qué tiene de malo? ¿Por qué no?"?
Tsila hace pedazos la hoja y llama a Mathilda (que se ha ido a Grecia a buscar a la otra Mathilda). Empezar es difícil.
Cierto es que hay diversas estrategias para abordar esta dificultad: hay escritores que nunca empiezan por el principio mismo, sino por un par de escenas fáciles de la parte central del relato, sólo para entrar en calor. (El problema es que hasta una escena fácil de la parte central del relato requiere una frase inicial.) Unos, como el Grand de Camus en La peste, escriben y reescriben cien veces la primera frase de un libro y nunca pasan de ahí. Otros tiran la toalla -podemos imaginar- y, quizá desesperados o agotados, deciden empezar como se les ocurra, qué diablos importa, uno puede empezar por cualquier sitio, sin nada en absoluto, incluso con algo aburrido o un poco tonto. Ahí tenemos, por ejemplo, al gran Dostoyevski y su flojo principio de un relato titulado Noches blancas: "Era una noche prodigiosa, una noche de esas que quizá sólo vemos cuando somos jóvenes, lector querido. Hacía un cielo tan hondo y tan claro que, al mirarlo, no tenía uno más remedio que preguntarse si era verdad que debajo de un cielo semejante pudiesen vivir criaturas malas y tétricas".
Una pena, vamos. Ni siquiera la aduladora apelación al "lector querido" puede redimirlo de su banalidad sentimental. Y esto, al fin y al cabo, es nada menos que Dostoyevski. Sabe Dios cuántos borradores y más borradores hizo, rehizo, destruyó, maldijo, garabateó, arrugó, arrojó a la chimenea, tiró al inodoro, antes de conformarse por fin con esta especie de "bueno, vale".
Ahora bien, puede que no sea así. Después de todo, Noches blancas es un relato escrito en primera persona desde el punto de vista de un personaje sentimental, y lleva el subtítulo Una historia de amor sentimental. (De las Memorias de un soñador) . De modo que bien pudiera ser que la penosa frase de inicio sea deliberada y premeditadamente penosa.
De ser así, tenemos que replantear nuestra cuestión. ¿Cuántos borradores tuvo que escribir y reescribir Dostoyevski para llegar finalmente a este raro espécimen de floja frase inicial? ¿Cuánto refinamiento y destilación tuvo que poner en ese cielo tachonado de estrellas, en ese "lector querido" y en ese cielo que "quizá sólo vemos cuando somos jóvenes"? Dicho de otro modo, el traje nuevo del emperador del cuento de Andersen ¿no era más que un simple engaño, destinado a poner de manifiesto la estupidez del emperador y el conformismo de la multitud? ¿O quizá el niño valiente que gritó "¡El emperador está desnudo!" era también un estúpido, aunque de otra categoría? ¿Es posible que el emperador desnudo en realidad no estuviera desnudo sino maravillosamente ataviado, y que el sastre deshonesto no fuera un farsante sino un asombroso maestro cuyo genio estuviera muy por encima de las posibilidades de la multitud, muy por encima de la comprensión del emperador, muy por encima de los alcances del niño? ¿No podría ser que sólo los espectadores más sutiles hubieran podido darse cuenta del esplendor del traje nuevo del emperador, cuya belleza escapaba al emperador, a la plebe e incluso al atrevido niño deconstructivista, quien debería haber investigado en los archivos antes de poner al descubierto la desnudez del emperador, no porque el emperador estuviera más desnudo que los demás emperadores -o que los demás seres humanos- sino precisamente porque los emperadores desnudos son hoy la oferta especial de la semana?
Podríamos formular la cuestión de la siguiente manera: ¿dónde está, si es que existe, la línea de separación entre presentar un personaje sentimental en primera persona y producir un texto sentimental? ¿O es que ya no hay textos buenos y malos, sino sólo textos legítimos bien acogidos y otros textos, no menos legítimos, que no hallan buena acogida?
Volvemos a nuestra cuestión. ¿Dónde empieza un relato como es debido? Todo principio de relato es siempre una especie de contrato entre escritor y lector. Hay, por supuesto, toda clase de contratos, incluyendo los que son insinceros. A veces, el párrafo o capítulo inicial actúa a la manera de un pacto secreto entre escritor y lector, a espaldas del protagonista. Es el caso del inicio del Quijote y de Ayer mismo, de Agnón. Hay contratos engañosos, en los cuales el autor parece revelar toda suerte de secretos, de modo que el desprevenido lector muerde el anzuelo, imaginando que en efecto se le invita a entrar en el cuarto oscuro y sin darse cuenta de que ese "entre bastidores" no es en realidad lo de detrás de las bambalinas sino solamente un nuevo decorado; mientras el lector se imagina que forma parte de una conspiración, en verdad no es más que la víctima de otra conspiración más sutil: el contrato visible no es más que un objeto de mentira, el sujeto de un contrato interno, más sutil, más taimado. éste es, por ejemplo, el caso del inicio de Michael Kolhaas, de Kleist; de El proceso de Kafka y de El elegido, de Thomas Mann. (El primer capítulo de El elegido se titula "¿Quién toca las campanas?", y se informa con toda seriedad al lector de que no es el campanero el que toca las campanas, sino "el espíritu del relato", sólo para encontrarse después con que este "espíritu del relato" no es ciertamente ningún espíritu sino un irlandés llamado Clemence).
Hay comienzos que funcionan como una trampa de miel: en un primer momento se nos seduce con un sabroso cotilleo, con una reveladora confesión o con una aventura espeluznante, pero al final averiguamos que lo que estamos atrapando no es un pez vivo, sino un pez disecado. En Moby Dick, por ejemplo, hay muchas aventuras, pero también muchas exquisiteces no mencionadas en el menú, ni siquiera en el contrato inicial ("Llamadme Ishmael"), pero que se nos conceden como un plus especial, como si compráramos un helado y ganáramos un pasaje para dar la vuelta al mundo.
Hay contratos filosóficos, como la famosa frase inicial de Anna Karénina, de Tolstói: "Todas las familias felices se parecen; cada familia infeliz lo es a su propia manera".En realidad, el propio Tolstói, en Anna Karénina y en otras obras, contradice esta dicotomía.
A veces se nos pone frente a un contrato con un principio áspero, casi intimidatorio, que advierte al lector desde el mismo comienzo: los pasajes son muy caros aquí. Si usted cree que no puede permitirse un cuantioso pago por adelantado, será mejor que ni siquiera intente entrar. No habrá concesiones ni descuentos. De este tipo es, por ejemplo, el principio de El ruido y la furia, de Faulkner. Pero ¿ qué es, en última instancia, un comienzo? ¿Puede existir, en teoría, un comienzo adecuado para cualquier relato? ¿No hay siempre, sin excepción, un latente "comienzo antes del comienzo"? ¿Algo previo a la introducción, al prólogo? ¿Un acontecimiento anterior al Génesis? ¿Una razón que diera motivo al factor del cual se originó la causa primera? Edward A. Said distinguió entre "origen" (un ente pasivo) y "comienzo" (que él considera un concepto activo)*. Si, por ejemplo, queremos empezar un relato con la frase "Gilbert nació en Gedera el día siguiente a la tormenta que arrancó el cinamomo y destruyó la valla", a lo mejor tendríamos que hablar de la caída del cinamomo, tal vez incluso de las circunstancias en las que se plantó, o tendríamos que remontarnos a cuándo, de dónde y por qué vinieron los padres de Gilbert a establecerse precisamente a Gedera, y contar por qué se fundó Gedera, y dónde estaba la valla destruida. Pues si Gilbert Kadosh nació, alguien tuvo que tomarse la molestia de engendrarlo; alguien tuvo que haber esperado algo, o temido, amado o no amado algo. Alguien pidió y se le concedió; alguien disfrutó, o sólo hizo como que disfrutaba.
En suma, para que la narración esté a la altura de su obligación ideal, tiene que retroceder por lo menos hasta llegar al Big Bang, a ese orgasmo cósmico con el cual empezaron todos los bangs menores. Y, por cierto, ¿qué existía aquí en realidad justo antes del Big Bang? ¿Una encarnación anterior de Gedera? En nuestro contrato inicial, el de la tormenta y el cinamomo, debiera existir, como un cromosoma, lo que un día hará que Gilbert Kadosh se case, luego se divorcie, ingrese en la policía, luego se retire y solicite un nuevo empleo, que es lo que da lugar a que conozca a Tsila, ese día que pidió -insistió; no, ni pidió ni insistió, sino algo entre insistir y pedir-, y desde entonces Tsila se ha sentido fascinada por él, averiguando al final que Shmuel, que la ama, se está enamorando también de Gilbert. ¿O no deberíamos empezar por Gilbert ni por Tsila, sino por este Shmuel? ¿O incluso por la tatarabuela de Shmuel, Mathilda, que era también tatarabuela de Mathilda, la amiga de Tsila, la que fue a Grecia a buscar a su desconocida prima y tocaya?
Este libro está basado en mis clases en el Instituto del Kibbutz Hulda, el Instituto Regional de Brenner, la Universidad Ben Gurión en el Negev y la Universidad de Boston, así como en una serie de conferencias pronunciadas en el Museo Eretz
Israel de Tel Aviv en 1995 y 1996.
Amos Oz
Arad, 19961