Rex
José Manuel Prieto
5 julio, 2007 02:00Foto: Archivo
Con su anterior novela, Livadia, se ganó José Manuel Prieto (autor cubano nacido en 1962 que actualmente reside en Nueva York) el respeto de la crítica no sólo hispanohablante, sino anglosajona, francesa o alemana. Los avatares de su vida de ingeniero le hicieron permanecer largos años en Rusia, hecho que modificó radicalmente sus presupuestos literarios y profesionales (influencias estilísticas aparte, es un reputado traductor de literatura rusa). Pero quizá cambió, sobre todo, su modo de mirar el mundo. Leer a Prieto es dejarse llevar, dejarse afectar por una verdadera experiencia de la lectura. Lo comprende el lector de Rex al entrar en contacto con este extraño modo de narrar alucinógeno, de fuerza descriptiva casi pictórica, uno de esos libros en los que se constata que los escritores con talento pueden transmitir su lúcida visión del mundo incluso desde una trama aventurera, naif y hasta de cómic: la llegada de un tutor (obsesionado por Proust) a la mansión de un matrimonio ruso en Marbella para ocuparse de la educación de Petia, el hijo de once años. Científicos, mafiosos, amores, temores, erotismo, diamantes, traiciones, reyes, política internacional... Pero Prieto no es un mero ingenioso de la peripecia: partiendo de ahí, y mediante las doce lecciones que componen la obra, analiza el mundo, se confiesa ante el pupilo y ante nosotros. La educación de Petia se vuelve misión de salvación, reto contra la ignorancia, un querer dejar "inclusiones en el ámbar" (p.72). En busca del tiempo perdido, el mayor libro jamás escrito en opinión del tutor, corre magistralmente en paralelo, pero integrado y tejido en Rex. La gigantomaquia de Proust -tanta inspiración en un simple mortal, esa "teoría del todo", esa "técnica celeste", un escribir con sangre donde otros sólo agua (p.12)- se vuelve observatorio, prisma y diamante de la realidad (hasta The Matrix -demuestra- estaba en Proust). Pero también Nabokov se trasluce, así como un humor muy cercano al de Javier Marías (p. 39, 64, 65, 67, 68, 70, 76...) y abundantes tics bernhardianos, aunque aquí con vida, a todo color y libres de la cargante misantropía del austriaco. Con el Javier Marías de Tu rostro mañana, comparte también Prieto una misma capacidad de detener o congelar temporalmente personajes y acciones a fin de extraer de ellos el máximo desarrollo. Ambos reflejan además una afín preocupación por el asunto de la violencia gratuita que el ser humano ejerce. Quizá la única objeción al método febril, ebrio, que utiliza Prieto, sea que pierde intensidad en algunas zonas de la segunda parte respecto a lo mucho que prometía en la primera, tal vez sea inevitable al extremar tanto la inverosimilitud. Pero Prieto es, y nos vuelve, como su tutor, hiperperceptivos a los estímulos sensoriales, nos entrega los rojos y azules del agua o de los diamantes sobre la hierba. Exalta originales sobre imposturas y comentarios, incluso a costa de sí mismo. Lamenta la ceguera de una constelación de autores menores que ignoran en qué consiste la grandeza de cimas como Shakespeare o Proust y desconocen hasta qué punto sacude el "puño" y el "hacha" de la gran literatura, su carácter visionario, su adelanto de siglos en el tiempo. Pero lo que Prieto nos brinda, ante todo, es una sugerente reflexión acerca del tiempo, la belleza y la ambición humana.